Guardianes de la Galaxia (James Gunn, 2014) se erigió el año pasado como una película paradigmática en su capacidad de articular dos importantes porciones de la torta de un mercado en alza: la geek culture y el género de films nostalgiosos de los 70 y 80. A la cornucopia de personajes basados en el cómic de Marvel (todos trabajados con una cuota de humor mucho más estridente que el viraje de cine de superhéroes más grave y realista que se disparó a partir de las Batman de Christopher Nolan) se le sumaba un divertido recurso argumental: la banda sonora estaba diseñada a partir de un mixtape de temas de esas décadas que recelaba el protagonista. Esta última decisión, al parecer, pegó, considerando que el álbum de la película se posicionó, con 900.000 copias, en el quinto lugar de los discos más vendidos de 2014.

Estos antecedentes dejan entrever que desde hace unos años, en tiempos de los llamados millennials, el geek es el nuevo cool, e incluso llega a bastardear el término, con productos que parecen obedecer a estrategias de penetración en mercados que muchas veces no tienen mucha idea de sus propias reglas. Pixeles entra como mano en guante en esta última especificación. Desde el vamos, uno comprende que lo que está ante nosotros no es un film sincero y romántico de la época de los arcades, sino una especie de casillero interminable de referencias culturales, que pretenden utilizar como señuelo un producto orientado a un mercado específico, pero tratando de ampliar el espectro de tal manera que nada quede excluido.

A diferencia del mundo del cómic, la historia de films inspirados en videojuegos es una de sucesivos fracasos (al menos en lo estrictamente cinematográfico), ya que es complicadísimo encontrar una obra que funcione mínimamente, por el simple hecho de que los juegos suelen usar la narrativa -si es que la hay- como soporte de la acción más que como un elemento a desarrollar en sí mismo (hablamos de videojuegos comerciales, no de la última y fascinante progenie de producciones indie y autorales). Incluso en films inspirados en videojuegos de rol (RPG), en los que hay un mayor peso de lo narrativo, estas chapucerías suelen dinamitar desde dentro el ritmo y la propia trama del film.

Con Pixeles no era tarea fácil: encontrar una trama que pudiera articular juegos como PacMan, Galaga, Q-Bert, Space Invaders y Donkey Kong era prácticamente imposible, más allá de la mera referencia a que supieron formar parte de los recintos de arcades. “Prácticamente”, porque tal arrojo cuenta con una honorabilísima excepción, que es la inteligente y divertida Wreck it Ralph (Rich Moore, 2012), que armaba un interesantísimo mundo paralelo (a lo Toy Story) sin casarse específicamente con un juego, más allá de que podía rastrearse, en sus referencias, una mezcla entre Donkey Kong, Candy Crush y Rampage. Pixeles parece utilizar una carta similar a la de Lego: la película en lo que corresponde a utilizar la excusa estética/temática de un formato para desplegar una maquinaria de citas a elementos de la cultura popular -incluso entrecruzando la propiamente nostálgica con la actual-.

La diferencia entre Wreck it Ralph y Pixeles es que la primera utiliza lo que hizo famosa a Pixar: hacer de la premisa de los videojuegos la metáfora que atraviesa toda la trama, mientras que en la segunda, el argumento sólo es una forma de dar pie a la premisa, el elemento divertido en sí (ver a personajes de carne y hueso interactuando con videojuegos). El malabarismo argumental de Pixeles es presentar una invasión extraterrestre que emula el formato de los arcades, con la forma y la estrategia que las fuerzas de otro planeta incorporaron luego de recibir una sonda lanzada al espacio por Estados Unidos; en ésta se reproducía un torneo de maquinitas en el que participaron, en sus años mozos, los protagonistas del film. Chris Columbus -director del film- resuelve juntar a los principales personajes de la historia haciendo que uno de estos nerds sea el presidente de Estados Unidos y que su mejor amigo sea una especie de loser que, sin embargo, goza del estatus de mano derecha del primer mandatario. Cómo es que personajes tan disonantes llegaron a tales puestos de jerarquía es algo que poco le importa al film, y esto será una base común de la totalidad del metraje.

A decir verdad, eso no importaría demasiado si el film pudiera darnos aquello que nos promete, que es una plataforma lo suficientemente sólida como para divertirnos con la serie de enfrentamientos entre humanos y aliens que emulan los famosos videojuegos. En este sentido, la película se dedica a armar los enfrentamientos en una serie de partidas que muchas veces parecen trampear la misma dinámica de los juegos. Un ejemplo que rompe los ojos es la, en apariencia, divertida versión de PacMan, en la que se invierten los papeles, y los nerds (elegidos por el gobierno como única esperanza en la tierra) son los fantasmas que persiguen al ser amarillento, pero introduciendo el detalle de un uso indebido de un cheat code (un código para hacer trampa) a manos del personaje interpretado por Peter Dinklage (el antihéroe). Nunca se explica cómo funciona ese código, ya que la partida se reduce exclusivamente a unos automóviles con una especie de carga luminescente que al ser chocados contra PacMan les hace daño. En este plano, al director y al guionista, más que no conocer estos detalles, parecerían no importarles.

En el momento estático del film comienza a aparecer una desbordante fauna de personajes de videojuegos (incluyendo personajes de Nintendo, algo que trampea la premisa de basarse exclusivamente en el mundo de los arcades, que fue, después de todo, lo que le llegó en la señal a los extraterrestres). Se percibe en esta mención constante (la aparición de Q-Bert _sólo parece apuntar a meter a un _sidekick simpático que alegre a los niños más chicos) la idea del director de que la mera aparición de éstos ya es suficientemente cómica. Sin embargo, todo queda meramente en eso, una enumeración que nunca logra hacer algo más, ya sea cómico, satírico, o lo que sea, con la identidad de esos personajes de videojuegos.

Rastreando las referencias, Pixeles parecería haber sacado notas de Scott Pilgrim vs The World (Edgar Wright, 2010) -que tenía un uso mucho más imaginativo del lenguaje visual de los videojuegos- pero también del documental The King of Kong (Seth Gordon, 2007) y de Chasing Ghosts: Beyond the Arcade (Lincoln Rucht, 2007), especialmente en lo que refiere a la construcción de los personajes. Comparar tales documentales, que lograban extraer una épica sincerísima de lo que eran las personas detrás de los controles -el archinémesis de los dos documentales tiene muchísimo del personaje encarnado por Dinklage-, con esta película es una labor descorazonadora, un feo ejercicio de ver a personajes auténticos y queribles reducidos a su costado más vacuo e hipócrita.

Quizás lo único interesante que plantea Pixeles es un comentario involuntario sobre el mundo de hoy en día, donde importantes estrategias militares están siendo ejecutadas, cada vez más, por drones. En esta línea de pensamiento, Pixeles podría ser una versión actual del miedo a las nuevas tecnologías que en plena Guerra Fría generaban aquellos monstruos pensados desde la escalada de mutaciones generadas por las bombas nucleares. Es decir, el planteo de Pixeles parece ser (además de sugerir que los verdaderos héroes del ahora son los nerds detrás de estos sistemas de operación de inteligencia artificial): ¿qué pasa si estos robots se nos vienen en contra? O, tal como con la bomba atómica, ¿qué pasa si otros empiezan a tener dominio sobre ellos?