Aun no sabiendo que Paolo Giordano estudió en Holden, la escuela de escritura creativa que fundó y preside Alessandro Baricco en Turín, se podría adivinar fácilmente el tutelaje que el autor de Seda ha ejercido sobre sobre su más famoso discípulo. En la prosa de Giordano se nota la misma búsqueda de precisión, de limpidez, la misma preocupación por las formas y los tópicos, la misma distancia antisentimentalista con la que ante el lector se revelan los personajes.

Giordano se hizo mundialmente famoso con su primera novela, La soledad de los números primos (2009), a sus 26 años. Il nero e l’argento (Como de la familia) es su tercera obra de ficción. Su construcción es medida, delicada. Como una composición matemática (no en vano su autor es licenciado en Física Teórica), cada parte lleva a la siguiente como una revelación natural. No hay una secuencialidad simplista, y, si bien está mayormente narrada en presente (presente histórico, eso sí, es decir, que narra desde un presente posterior) coexisten en todo momento dos o más tiempos.

La novela gira en torno a dos figuras (como La soledad…): el narrador (identificado con el negro del título original) y su esposa, Nora (el plateado). En el medio, la bisagra en la que ambos se apoyan, y que de algún modo los sostiene, los une y les da sentido: la señora A, niñera de su hijo, a quien llaman Babette (en referencia explícita al cuento de Karen Blixen -“La fiesta de Babette”, 1952- y a la película homónima de 1987 de Gabriel Axel). Así, recuerdos de la vida antes de conocer a Babette, de su vida de niño o estudiante, de la vida en común con su esposa y hechos presentes, todo se sucede sin ruptura (salvo el espacio blanco entre los párrafos o tres puntos que marcan una sección nueva dentro de un capítulo). La vida de la memoria superpone escenas, como postales, que van cobrando sentido sólo en el conjunto que arma el narrador, que nos lleva y nos trae por su vida, por lo que fue su vida y la vida de esa mujer que significó tanto para ambos. Giordano crea una obra emotiva pero no cae en el sentimentalismo, y aunque éste es uno de sus puntos fuertes, también es una de sus debilidades. Se mantiene a veces demasiado austero, demasiado alejado, un poco cínico frente a los acontecimientos; como el narrador protagonista, el autor parece temer hacer el ridículo, ser cursi. Investiga de modo despegado los hechos, como quien los examina, presenta las historias sin ceder al llanto. Pero cuando intenta demasiado no conmover, falla. Como cuando fuerza comparaciones con elementos de la física o de la matemática, cuando abusa de las metáforas de corte científico. Es en los momentos en los que la prosa se libera cuando sentimos realmente la soledad de los personajes, no cuando invoca figuras un poco trilladas, no cuando intenta desesperadamente hacer “literatura”. Cuando se distiende y presenta (es decir, “muestra”, como si no interpretara), Giordano se acerca más al arte. Como de la familia es una novela breve que no falla ni por exceso ni por defecto, su duración es la adecuada. La historia que revela no merece más. Nace de una necesidad, de saberse distinto, de saber que nuestra vida fue única, que valió. Que una vida vale. Ése es el lugar del que parte Giordano, de la lucha entre la realidad, que está hecha de olvido, y el arte (la construcción verbal), que está hecho de eternidad. Los recuerdos son entonces los verdaderos creadores de esta ficción, que a todo momento lucha entre el cuerpo, las cosas, las acciones y su interpretación, y las palabras.

“Allí donde los hechos no habían podido golpear, sí lo hicieron las palabras”, se nos dice en cierto momento, hacia el final del libro. Como ya anunciara lúcidamente una exaltada Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, es a menudo la palabra más fuerte que los hechos. En cierto punto se lee, los personajes leen, en el parte médico “invalidez permanente” y “grave”. El peso de la revelación gravita con nueva fuerza ante todos. La muerte cobra una corporalidad que sólo obtiene con el lenguaje. Hace falta una gran confianza en el lenguaje para afirmar lo que Sontag, pero desde esa afirmación, la ensayista estadounidense abogaba por utilizar los nombres ciertos, no figuras que deformaran la realidad, que la hicieran más misteriosa y más terrible (esto es: más misteriosa y más temible que la literatura, que la muerte). A eso se dedica puntualmente la señora A, Babette, famosa por nombrar las cosas por su nombre, y Giordano mismo, aunque hacia el final incurra en un desliz, un desafortunado paralelismo, hijo del placer que provoca la simetría: una comparación entre la enfermedad y el estado mental de los personajes que hace sonar la historia a excusa, a mera ilustración. Si las palabras son poderosas, si las palabras pueden ser las que den cuerpo a una enfermedad, las que corporicen (como el ave del paraíso en la novela) la llegada de la muerte, también pueden (confía Giordano y confiamos nosotros, en un auténtico salto de fe) perpetuar la vida. Y eso, más o menos, es la literatura.