Analizar las obras de Roy Andersson siempre nos hace abrir un abanico que abarca muchas ramas del arte por fuera de la cinematografía. En lo que refiere al teatro, lo primero que salta a mención son el absurdismo y las circularidades de Samuel Beckett, mientras que, en los terrenos de la pintura, los que llaman más evidentamente la atención son James Ensor, Pieter Brueghel, George Grosz, Otto Dix. Cuando uno escucha de comparaciones a pintores, en lo primero que piensa es en una traducción cinematográfica en arte, vestuario, fotografía, o diseño de sets de las obras pictóricas en sí, pero lo curioso es que, más que retrotraerse a la imagen, lo que Andersson parece robar de estos artistas es algo más vinculado a la psicología de sus personajes y su atmósfera. Algo así como aislar a uno de los múltiples retratados de un cuadro y darle voz, movimiento y pensamientos.

Se ve a Brueghel en esas colecciones de personajes, en esa especie de álbum de personas haciendo determinadas cosas absurdas, o ridículas, que se pueden vislumbrar en cuadros como Los cazadores en la nieve, Los proverbios flamencos o _La procesión al Calvario (cuadro que inspiró la también “anderssoniana” El molino y la cruz, de Lech Majewski, 2011). De Otto Dix y George Grosz se rescatan los rostros y cuerpos ridículos y grotescos que sirven de base para la áspera crítica social, y de Ensor quedan esas especies de máscaras que guardaban un profundo desprecio a la aristocracia, y que en Andersson se perciben en el espeso y blanco maquillaje que llevan algunos de los personajes.

Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia cierra la trilogía sobre la condición humana que había comenzado con Canciones del segundo piso (2000) y La comedia de la vida (2007). La ampulosa temática, como en todo el cine de Andersson, va un poco en chiste y un poco en serio. Vemos las películas y no podemos sacar ningún aprendizaje en limpio, pero, al mismo tiempo, sabemos que nos hemos encontrado con algo profundamente humano. Esto último es paradójico, porque en la forma armada en base a viñetas aparentemente desconectadas, con cámara fija y personajes que alternan estados estáticos -todo eso, bañado en un humor que quintuplica en sequedad lo que podríamos encontrar en las películas más radicales de Aki Kaurismäki- no parece precisamente el escenario más idóneo para algo que nos conecte con lo humano. Sin embargo, en todas sus películas, entre la quietud de ese mundo congelado al cero Kelvin estallan súbitos arranques de llanto, de risa, de enojo, o de violencia. Generalmente, el sentimiento arrecia como una mancha que se desprende de un background, a menudo repleto de personas que, en su quietud, más que personajes parecerían elementos de un tableau vivant.

Una paloma… arranca fiel a lo más fino de esta tradición, con tres viñetas sobre posibles muertes. La primera trata sobre la sencilla posibilidad de un hombre fulminado por un ataque cardíaco mientras intenta descorchar un vino; la segunda, sobre una señora agonizante que se niega -casi de forma sonámbula- a soltar una valija que contiene todas sus joyas; la tercera -posiblemente el momento más genuinamente anderssoniano del film- parte ya desde el cuerpo de un hombre en el suelo, dentro de lo que parece ser el salón de comidas de un ferry. En esta última viñeta, una vez ya pronunciada la muerte por el equipo médico, la cajera del restaurante pregunta qué hace con el sándwich y la cerveza sin tocar pero ya pagada del fallecido, y entre la multitud impávida del fondo, aparece un señor que levanta la mano y dice: “Yo voy por la cerveza”. El detalle de hacer que una persona tome sólo la cerveza y no toda la comida que dejó el reciente cadáver, lo que introduce un mínimo terreno de decisión entre lo absurdo de la situación, es parte de la magia de esta composición de escenarios.

La historia, después, se puebla de un montón de personajes que ya podíamos ver en las anteriores entregas: una instructora de flamenco que acosa a uno de sus bailarines; un marinero que declara en voz alta que está ocupando, sin tener demasiada experiencia, el puesto de barbero de un amigo; una niña que en un show de talentos explica, más que recitar, un poema sobre una paloma que se sienta en una rama a pensar sobre el dinero; una dueña de un restaurante que, manteniendo la clave de una canción, le dice a un montón de marineros que los tragos se pagan con besos apasionados; un grupo de vendedores ambulantes que comercian unos tristísimos implementos de cotillón; el rey Carlos XII de Suecia irrumpiendo en un bar de la actualidad, pronto para ir a batallar con los rusos.

Este último cuadro guarda una particular relación con un comentario más específico sobre Suecia, en una película que tramposamente parece hablar en términos absurdos y generales, pero que guarda cierta referencia al complicado pasado del país nórdico. En Una paloma… Carlos XII parece dirigirse a la batalla de Poltava -algo que se puede inferir por la herida en la pierna con la que regresa al bar-, contienda que marcó el destino de su carrera militar, en la se que perdió casi definitivamente con los rusos y se dio comienzo -una vez muerto él en la invasión a Noruega- a un período más lejos de lo monárquico y más cerca de lo parlamentario, es decir, el inicio de la Suecia moderna. A su vez, la terrible pesadilla de uno de los vendedores ambulantes al final del film, en la que vemos, con ciertas reminiscencias a las oníricas imágenes de The Act of Killing, a unos colonialistas que meten esclavos en el interior de una extrañísima estructura de metal puesta sobre el fuego -mientras que un grupo de ancianos aristocráticos observa, de forma impávida- lleva un mensaje oculto, en tanto esa estructura de metal tiene grabado el título “Boliden”, nombre de una compañía de fundición sueca que fue demandada luego de que se comprobara que un montón de residuos vendidos a Chile habían envenenado a un centenar de niños de la zona (todo esto no es un ejercicio asociativo de quien escribe la nota, sino un elemento recogido de una entrevista al director en The Guardian).

Andersson siempre se obsesionó por los perdedores, los fracasos y los fracasados -en este punto, los tristísimos vendedores ambulantes no pueden ser mejor ejemplo-, y parecería que el film también explorara esas pequeñas derrotas o manchas en el historial de Suecia.

Una paloma… no brilla tanto como su antecesora, La comedia de la vida, y en cierto punto pierde un poco en la forma en que se aferra más a alguno de sus personajes, a diferencia de los otros films, en los que se mantenía más a rajatabla la desconexión y ausencia de continuidad de las historias, pero aun así sigue siendo parte de un cine único, difícilmente emulable, con un mundo propio y completamente reconocible.