Como los medios de todo el mundo -incluida la diaria- dieron a conocer hace un par de semanas, la subasta de un puñado de acuarelas, supuestamente pintadas por Adolf Hitler en los años 10 del siglo pasado, generó casi medio millón de dólares y, como cereza, fueron vendidas en Núremberg, la misma ciudad donde entre 1945 y 1946 se habían celebrado los juicios a los criminales nazis: en Alemania ese tipo de venta no está prohibida, porque en ninguna de las imágenes aparece la esvástica (que todavía no se puede “usar” ni “comercializar” en varios países europeos). Hay que recordar también que hace unos meses una casa de remate californiana decidió no subastar un cuadro hitleriano, pero igualmente subastó una copia autografiada de Mein Kampf y una carta del dictador.

Al estupor, desconcierto, cuando no directamente repugnancia, que la noticia causa es saludable agregar algunas reflexiones para entender las dinámicas del mercado frente a aterradoras pulsiones coleccionísticas entre nostalgia y sosería, y repasar también la dolorosa, grotesca, pero significativa historia que liga el nazismo con las artes visuales. Todos saben que Hitler, que se ha vuelto una especie de encarnación global del mal del siglo XX -fundamentada, obviamente, pero también peligrosa, porque puede impedir leer el éxito del nazismo en la Alemania de los 30 como un proceso histórico con su propia lógica trágica, y malinterpretarlo como el proyecto aislado de un individuo-, tuvo durante su juventud fuertes aspiraciones artísticas. De hecho, el enorme conflicto que el futuro Führer tuvo con el padre ahonda, aparentemente, sus raíces en esta temprana vocación, rechazada porque él lo quería médico: así, una vez muerto el progenitor, a los 17 años el alemán se marchó a Viena y trató de entrar en la Academia de Bellas Artes. Las crónicas dicen que fue rechazado dos veces por falta de talento y que por 1908 vivía en la capital austríaca en condiciones miserables. Sin embargo, dos años después, sus medios de vida habían mejorado un poco y podía sustentarse gracias a las ventas de sus pinturas. Embebido de mitologías nórdicas, amor a la Alemania arcaica y a la grandilocuente música del peor Wagner, de la estadía en la chispeante Viena -donde en aquel momento operaban personajes como Sigmund Freud y Karl Kraus y, dentro de “su” campo, Gustav Klimt y Egon Schiele (que sí había logrado acceder a la Academia justo cuando el otro era rebotado)-, Hitler no supo aprovechar nada desde el punto de vista intelectual: ya firme antisemita y patético sostenedor de una “fantasmal” pureza de la raza y, consecuentemente, pureza estética, realizó centenares de dibujos y acuarelas insulsos, errando por los géneros académicos -desnudos, paisajes, bodegones- y la copia compulsiva de “vistas”, en estilos postales, sin una pizca de originalidad o la mínima chispa (pero sí creyéndose, según cuenta en Mi lucha, un gran artista no comprendido). La historia de este “aprendizaje” tiene más ribetes siniestros, algo que no resulta sorprendente, dado el sujeto de que se trata. De hecho, quien salvó a Hitler del hambre fue el galerista judío Samuel Morgenstern, quien logró que el joven aspirante a pintor vendiera sus obras a los ricos clientes de su galería, que 20 años más tarde el régimen nazi cerró abruptamente, enviando a Morgenstern y familia al gueto polaco de Łódž, donde el marchand murió. Este acto terrible pone en evidencia hasta qué punto Hitler trató de controlar la producción y distribución de productos artísticos, destruyendo por un lado y acumulando por el otro, con robos y saqueos, cuantiosas obras de arte en Alemania y en todos los territorios ocupados.

El gran saqueo

En este sentido, los números parecerían apabullantes: no existen cifras oficiales, pero es casi seguro que más de 700.000 artefactos fueron quemados o desvalijados de museos y colecciones privadas. De lo que se salvó, el tercer Reich revendió una parte para sustentarse económicamente (aparentemente muchas piezas terminaron así en Suiza y Estados Unidos), mientras que otra parte terminó en los galpones de Hitler, que durante el tiempo en que estuvo en el poder planeó la construcción de un megamuseo con todo lo mejor que Europa había producido hasta la fecha, obviamente según su chato gusto pequeñoburgués y de matriz racista. El Führermuseum tenía que construirse en su ciudad natal, Linz, que a su vez tenía que volverse la nueva capital de Austria, como signo de desprecio a la Viena que no había coronado sus sueños de gloria como artista. Pese a planes y proyectos detalladísimos, nunca se realizó; lo que sí logró organizar fue la tristemente célebre muestra de Arte degenerado, concepto que Hitler y Goebbels moldearon sobre lo que unos 40 años antes el sionista Max Nordau -en típica postura fanáticamente positivista- había sistematizado en su libro Degeneración, o sea que las distorsiones que corrientes artísticas como el simbolismo y el impresionismo supuestamente aplicaban a la realidad debilitaban moralmente a las masas, hundiéndolas en la decadencia, agregándole la “culpa” del judaísmo en semejante declive. Exposición itinerante inaugurada en Múnich en 1937 -circuló en Alemania, Austria y Polonia durante cuatro años-, Arte degenerado reunió a todos los principales artistas “modernos” de punta del momento -Paul Klee, Piet Mondrian, Vasili Kandinski, Marc Chagall, George Grosz, para nombrar sólo un puñado de unos 120, incluido Emil Nolde, él mismo nazi- para humillarlos públicamente, ridiculizando su visión del mundo desviada (y promoviendo, por antítesis, la herencia grecorromana). Fue visitada por más de tres millones de personas, cifra que la convirtió, paradójicamente, en la muestra de artistas de vanguardia que más público convocó en el siglo XX (curiosamente, la exposición paralela Gran arte alemán, que alababa el ideal ario, recibió la tercera parte de visitantes).

Claro está que otras formas de despotismo marcaron estrechamente qué y cómo se producía en las artes plásticas en el propio “reino” (por ejemplo, los dictámenes soviéticos sobre el realismo socialista impuesto por Iósif Stalin, y las horribles consecuencias padecidas por quienes no los seguían, son notorios), pero tan obsesiva y capilarmente como Hitler nunca se había dado ni se dio a conocer después. No se requiere un doctorado en psicología para comprender que la carrera fallida de pintor del tirano alemán jugó un rol determinante en semejante fijación del nazismo con la producción simbólica a nivel visual (además, aparentemente Hitler nunca dejó de dibujar y pintar: por ejemplo, en Mein Kampf se jacta de haber creado el “logo” del nazismo en 1920), aunque obviamente no fue el único factor: tanto el fascismo como el nazismo comprendieron perfectamente y desde el principio el poder de persuasión de la “imagen” (por ejemplo, cinematográfica) sobre las masas. Más complejo, quizá, parecería ser determinar qué lleva a un coleccionista a comprar hoy obras que, por supuesto, desde el punto de vista artístico no valen nada (y que además, con mucha probabilidad, son falsas, porque son muy fáciles de copiar), pero que de alguna manera vehiculan la personalidad de la figura histórica más nefasta del siglo pasado. No se habla de la venta de memorabilia nazi que, por supuesto, por medio de canales más o menos legítimos, siempre existió y todavía prospera.

Ahora, de alguna manera, que remates importantes incluyan estas piezas trasciende el pequeño coleccionismo oculto de nostálgicos delirantes. E incluso ése se ha legitimado y alardea sus músculos: es muy reciente el caso del ricachón inglés Kevin Wheatcroft, que finalmente decidió develar a los medios su vasta colección del Tercer Reich, aparentemente la más grande del mundo (que incluye, además de cuadros de Hitler y cualquier otra parafernalia imaginable, 88 tanques de guerra, la cama y la puerta del búnker del dictador) con el agravio de que el británico quiere mostrarla al mundo abriendo un museo.

Hablando de moral, se trata lisa y llanamente de la ética (o no ética) capitalista, que no puede aplicar límites ideológicos a los bienes que comercia y que juega excitando el fetichismo, en este caso elitista, de los nuevos millonarios (los compradores anónimos, además de alemanes y franceses, serían chinos, brasileños y de los Emiratos Árabes, es decir, están entre quienes en mayor medida están explotando la “nueva economía” global). Frente a estas noticias, la sensación es la de que, más allá de un “asombro” de circunstancia, las opiniones públicas, por lo menos europeas, no expresan demasiada preocupación. Y no podría ser de otra manera. Las triviales acuarelas de Hitler y su valor descomunal, el coleccionista que necesita de miles de metros cuadrados para almacenar toda su porquería nazi, parecen la ilustración anecdótica de la negra ola de neofascismo instalado en la política oficial de toda Europa: el Frente Nacional en Francia, la Liga Norte en Italia, Amanecer Dorado en Grecia, el Partido Popular Nuestra Eslovaquia en Hungría, el FPO en Austria, el Partido Popular Danés y el Partido Nacional Democrático Alemán, entre otros, tienen todos representantes en el Parlamento Europeo. La ultraderecha (más o menos abiertamente filonazi), y también su “simbología”, de alguna manera, se han “liberalizado”. Una vez caído esta especie de veto postraumático que regía de forma tácita, el (neo)nazismo ha entrado en el imaginario común como una posición política más, entre muchas otras, y ha dejado de ser el límite que no se podía traspasar porque remitía al peor desastre histórico moderno del continente. En los últimos años el mercado del arte, sencilla y terriblemente, ha tomado nota.