Arte Naïf en Uruguay es una exposición que se agranda y valoriza en la suma de los elementos que la componen: es la más consecuente muestra de lo que la “pintura ingenua” ha producido -y sigue produciendo, enraizada en una de sus condiciones básicas, la total indiferencia hacia modas y mercado- en el país, desde las tempranas obras de artistas de los años 10 y 20 del siglo pasado hasta figuras todavía activas o que recién entraron en dicha “veta”. Vendría así a ser una amplia ilustración de lo que su curador, Pablo Thiago Rocca, sistematizó hace pocos años en su libro Arte Otro en Uruguay (donde se ocupa también del afín Art Brut), mapeo fundamental de una actividad pictórica y escultórica esencialmente oculta, pero vigorosa.
Bien notorio es cómo, históricamente, la figura primigenia de la tendencia (como también Rocca recuerda en el libro y ahora en el pequeño catálogo de la muestra) fue el célebre francés Henri Rousseau, el “aduanero”. Admirado en la París de principios del siglo XX por monstruos como Picasso y Apollinaire, entre otros, fue por ellos celebrado como una especie de fuerza regenerativa, en sentido “primitivista”, de una corrupta civilización (y estética) deshumanizada(s), devorada por la “técnica”. Por cierto, la tendencia a la infantilización del propio gesto artístico se volvió, pronto, una de las fuentes energéticas más inflamadas de las vanguardias: trazos de eso se pueden ver en los expresionistas, por ejemplo, e incluso en cerebralísimos teóricos, además de consolidados virtuosos. Sin embargo, no fue sólo un increíble estímulo y abrevadero para varios artistas profesionales, sino que destapó generaciones enteras de diletantes que, aún despacio, el mundo “adulto” del arte supo y quiso valorar: sin preparación técnica, aparentemente desprovistos de “trucos” y oficio, alejados de los debates en curso sobre el arte y de la tradición, encerrados en un mundo propio, a menudo fantástico y, fundamentalmente, alegre (en este sentido, brutalizando el mismo Brut, se podría resumir que su “primo”, el “arte bruto”, cuyos autores son a menudo marginados sociales, articula la otra cara de la medalla de los artistas amateurs, visiones más bien sombrías y violentas).
Bien resume Rocca en la pared de la sala los criterios de selección, que vale la pena copiar, al menos en sus puntos esenciales: “la supremacía del color, la necesidad de colmar de sentidos y de formas toda la superficie (…), el alejamiento deliberado o involuntario del naturalismo académico en pos de una figuración emotiva o fantástica, la tendencia a lo narrativo y a la minucia (…) en oposición a lo abstracto y lo detenido, y sobre todo, una visión positiva y luminosa de la existencia”. Se entiende cómo, históricamente, el Arte Naïf pueda haber funcionado como alternativa, en el campo creativo, a situaciones cada vez más complejas y burocratizadas, en nombre de un simplismo de medios y contenidos, hijo a veces consciente, a veces no, de la misma idea del “buen salvaje” del siglo XVIII, vale decir de alguien no “corrompido” por las reglas y los límites castradores de la civilización. Tanta libertad formal y de significación, sin embargo, ha producido un “estilo”: algo que, pese a sus varias aristas, se va repitiendo bastante igual a sí mismo desde hace un siglo. La muestra en la Fundación Unión es reveladora, en este sentido, a pesar de las vistosas diferencias de sus protagonistas: hay mucha coherencia de lenguaje y contenido, exactamente lo mismo que pasa en los “géneros” no ingenuos. Quizá por ahí surja la pregunta de cuán “contaminada” (por sí misma, incluso) puede ser esta zona incontaminada del arte: y no podría ser de otra forma, ya que su presunta ahistoricidad, como toda ahistoricidad, siempre fue un espejismo. Permanece, igualmente, un eje del trabajo artístico global importante, también, o quizá sobre todo, por esa misma función retórica que cubre: la necesidad, la ilusión, de liberarse de esquemas sociales asfixiantes o por lo menos de quedarse lejos de ellos. No hay que olvidar que en un momento dado, el Naïf tuvo también un relevante éxito comercial, con, incluso, varios profesionales que se fingían, por razones de mercado, “ingenuos”.
El trabajo “uruguayo” de búsqueda, ordenamiento y estudio de Rocca es valiosísimo para reconstruir ese “eje”. Primero niega, con pruebas, una suerte de creencia común, según la cual Uruguay nunca tuvo su “ingenuismo” -resumida en una frase de Fernado García Estaban de 1965-, y rescata en este sentido también una pequeña parábola de éste, cuya cúspide fueron los años 1976-1977, cuando el Subte y la Alianza Francesa de Nelson di Maggio, respectivamente, organizaron dos muestras de naïves locales, antes de su relativo declive, por lo menos en el interés público y comercial. Luego reinserta en la(s) historia(s) de las artes plásticas orientales una porción ingente de obras que habían sido excluidas o postergadas (aunque reelaboraciones de la actitud “ingenua” se puedan hallar en varios plásticos de renombre: Jorge Páez Vilaró, Hugo Longa o Ignacio Iturria), ensanchando y problematizando así el canon visual nacional.
Volviendo brevemente a la sala, la “calidad” es despareja, como debe ser en este caso, y generosa la “cantidad”, con una treintena de artistas representados, lo cual impide acá un análisis satisfactorio de las piezas: no escatima obras sumamente interesantes como las esculturas en madera y el gran óleo de Adán y Eva de Lucho Maurente, figura histórica del movimiento, o el mosaico en homenaje a Perón de Guillermo Vitale. En general respeta claramente sus confines, aunque haya algunas “inclusiones” que se pueden debatir: por ejemplo, la refinada Lía Mainero, que tuvo numerosos contactos con el mundo del arte oficial y cuyas piezas se alejan, seguras, de la claridad que exhiben generalmente los naïves; o el bajorrelieve en madera, nebulosamente “político”, dedicado a las abuelas de Plaza de Mayo, de José Castro. Otro aspecto no secundario de la muestra es, como anticipé, el amplio abanico temporal que cubre, pese a la dificultad de hallar piezas antiguas debido a la falta general de preservación de obras en ámbitos no profesionales. Se pueden así ver “joyas” históricas: sobresalen un par de cuadros con ecos surrealistas del sanducero Joaquín Medina, nacido en 1899 y muerto en 1974, quien además, trabajando en un circo, ocasionalmente parece haber pintado bamboleándose en un trapecio en una especie de dimensión proto-performática; o las escenas de automatismo romántico “mal” dibujado de Italia Ritorni, nacida en Mercedes en 1888 y ahí fallecida en 1986. Pero también hay mucho ultracontemporáneo, como las imágenes femeninas de Alicia Ferrari o los recientes paisajes coloridísimos de Alejandro Yanes, quien incursionó en la pintura hace apenas tres años. Signo de una continuidad vernácula de esta postura que, sin duda, impresiona.