Corneliu Porumboiu es uno de los directores de cine más inteligentes de la actualidad. En este caso, la palabra “inteligente” adquiere toda su densidad, con todo lo bueno y lo malo que potencialmente porta el término. Es, a su manera, un director con pretensiones; no obstante, teniendo en cuenta que está a la altura de éstas, no se lo puede acusar de pretencioso. Diferente de todo lo que podríamos imaginar como pretencioso, sus films se apartan de la pomposidad teórica, más allá de que ellos mismos lidien con asuntos íntimamente teóricos. Algo que tiene que ver con los medios y los fines, forma y contenido, tema sobre el que justamente hablan los dos protagonistas de Cae la noche en Bucarest, la última película del director rumano, que se estrenó ayer en Cinemateca.

La escena en cuestión se desarrolla en el interior de un restorán en el que Paul, el director de una película, y Alina, su actriz/amante, hablan sobre en qué medida los utensilios empleados por distintas culturas determinan la comida. Él considera que la comida china es más compleja que la europea, más centrada en el contenido, porque el uso de palillos en lugar de tenedor y cuchillo requiere que los ingredientes estén preparados y lleven mucho mayor trabajo que la cocina europea, en la que los implementos hacen que el que se arregle sea la misma persona que está frente al plato.

En la escena inicial se ve al director hablando con la actriz -casi todo el film está constituido por planos fijos de conversaciones entre estos dos personajes, algo que podría disuadir a muchos espectadores, pero que para los que gustan de los otros films de Porumboiu significa tenerlo en bandeja, listo para disfrutarlo- sobre una cuestión bastante comentada en el cine: cómo el formato fílmico y sus latas de rollos que pueden grabar un tope de alrededor de 11 minutos determinaron la forma en que hacemos y vemos las películas y, por qué no, cómo vemos el mundo. Esa discusión no es una originalidad de Porumboiu en el tratamiento de asuntos vinculados a cómo enfrentar esa limitación (por ejemplo, en La soga, la famosa película de una sola toma, en la que Hitchcock hábilmente encadenaba las cintas por medio de breves planos en alguna superficie oscura o en los devaneos más filosóficos de Jean-Luc Godard, que decía que los rollos ya de por sí consitutuyen una forma de censura). El asunto que comenta el personaje es que desde que se incluyó el formato digital esta limitación desapareció y el cine en sí mismo cambió por completo: surge la posibilidad de expandir estos momentos para encontrar algo “real”, pero, al mismo tiempo, otorga una suerte de gracia de excesivas posibilidades, que terminan por angustiar al director.

Más tarde, cuando director y actriz ensayan una escena de su film, agarramos el cronómetro y nos divierte descubrir que la escena filmada por Porumboiu dura casi exactamente esos 11 minutos de los que el personaje se quejaba. Más tarde, la escena ensayada es actuada casi plano por plano por el director, que sale de la ducha y se viste mientras escucha a su amante que habla con su pareja.

En otra escena Paul habla con Alina sobre sus posibilidades de trabajar en el cine francés, a pesar de las dificultades de hacerse pasar por alguien de aquel país, debido a las diferencias de su aire y a su contextura física rumana. Ella le dice que si comienza a sentirse francesa y a vivir en Francia, su cuerpo irá tomando la forma del de una francesa.

Lo que une estas escenas aparentemente inconexas es, justamente, el título alternativo del film: “Metabolismo”. La forma en que uno procesa lo que come -y, en la misma medida, cómo uno termina siendo lo que come- encuentra un inteligente correlato en cómo se filma y qué es lo que se filma. De forma análoga, la manera en que la actriz dice que si vive lo suficiente en el país galo ella misma comenzará a hacerse francesa habla del escollo en la relación entre ellos dos, tanto romántica como cinematográfica, en la que Paul descubre que por cómo la filma la ha llevado de su personaje secundario a uno protagónico.

Lo curioso es que el film es justamente un proceso metabólico entre las dos obras anteriores de Porumboiu, Bucarest 12:08 (2006) y Policía, adjetivo (2009) en las que el rumano tomaba estos temas vinculados en la relación forma/contenido. Así como en la primera una discusión en vivo sobre un evento que catapultó el derrocamiento de Nicolae Ceaecescu dejaba en suspenso qué sucedió realmente (para pensar más bien las trampas de su recuerdo) y en Policía, adjetivo la forma en que se interpretaban las palabras en un diccionario servía para justificar una redada legalmente aceptable pero moralmente errada, en Cae la noche en Bucarest el film se centra también en las formas, esta vez vinculadas al cine, pero también al amor. Al rumano parecería no importarle tanto la verdad o la ley, sino los procesos de producción vinculados a éstas. En Cae la noche en Bucarest el romance sirve de soporte a la verdadera discusión: el proceso de producción del cine, algo que en algún sentido la vincula directamente con El desprecio, de Godard (1963).

Las imágenes de la colonoscopía del director terminan ocupando un rol similar a la escena del preparado de la redada en Policía, adjetivo, en la que se veía un plano de detalle de las manos de quienes planeaban las entradas y salidas de las fuerzas policiales. Más allá de esta minucia, posiblemente las imágenes del tracto gástrico del director aludan a este metabolismo del título, pero también a algo centrado en su propia interioridad, eso que se oculta detrás de su forma de filmar. No obstante, en este caso el cine de Poromboiu parecería dejar claro que no hay nada más profundo que, justamente, la forma, las apariencias.