Tan frágil como un segundo es el tercer film de una serie de Santiago Ventura, de 24 años, apadrinado por la fundación Dodecá, que trabaja con estudiantes para llevar a la pantalla temas que golpean a la juventud uruguaya. Sus anteriores Ya pasó todo (2008) y Hasta que salga el sol (2010), abordaron el aborto y el embarazo adolescente, y esta vez es el turno de la explotación sexual de menores, basado en un guion armado a partir de testimonios (uno de ellos por cuenta de una de las actrices de reparto) y con el apoyo de organismos como la UNESCO.
El film hace frontón con dos casos, cuyos personajes son de extracciones sociales opuestas, e intenta mostrar diversos matices con que la explotación sexual se reproduce en nuestro país. La primera historia presenta a Julieta (Berenice Perciballe) y Jesica (Belén Baptista), adolescentes del interior trasladadas a Montevideo para trabajar en un prostíbulo que rápidamente se convierte en una especie de campo de concentración sexual. Es, por lejos, de las cosas más truculentas que se hayan filmado en Uruguay, con una noción de encierro insoslayable que hace pensar en Salò, o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975). La otra, más liviana en contexto y desenlace, tiene como protagonistas a Sofía (Vera Navrátil) y Paula (Fiorella Bottaioli), estudiantes que no llegan a pasarla tan mal, pero sobre quienes penden los cumulus nimbus de una posible precuela de lo que les termina sucediendo a las dos anteriores.
Se trata de eso que los anglosajones llaman un cautionary tale, con el cometido principal de impresionar y servir de advertencia. La fragilidad del segundo a la que alude el título, tomada de una canción de Violeta Parra, tiene que ver aquí con el instante en el que alguien, ante la opaca liviandad de optar por un “sí” o un “no”, decide seguir un camino que lo conduce a un universo de peligros y vejaciones. Por todo lo dicho, era esperable cierta inclinación a la disuasoria virtud de los excesos, y allí halla uno de los escollos más infranqueables del film.
Explotación de género
Detrás de cierto tono didáctico sobre el modo en que todas las formas del comercio sexual se conectan entre sí (planteando que la explotación también se gesta, con distintos grados, en los propios microgrupos juveniles, las redes sociales, los liceos y la televisión -no parece para nada ingenua la presencia de Showmatch a la hora de una cena familiar-), Tan frágil como un segundo parece, consciente o inconscientemente, jugar una carta arriesgada en lo teórico: la de presentar lo masculino como algo inherentemente explotador de lo femenino.
Se puede aducir que la mayoría de las figuras tras la explotación sexual son varones, pero en el vuelo más macro que intenta el film, esa suerte de visión totalizadora que propone parece, a veces, plantear un mundo en el que todas las mujeres son, en distintos grados, víctimas de explotación, mientras que todos los hombres son, en mayor o menor medida, sus victimarios o cómplices de éstos. Salvo la madre de Julieta, que parece ser parte activa en la explotación de su hija, el resto de las mujeres -hasta la madre paqueta de Sofía, que está todo el día dopada- se muestran como seres torturados o en riesgo de terminar así. A su vez, todos los varones, incluso los adolescentes, son captados desde el prisma del perverso dominio explotador masculino.
Los excesos de esa premisa no necesariamente tendrían que signar a la película desde el vamos. Con ideas fijas más extremas y controvertidas han hecho grandes films directores tan disímiles como Griffith, Fassbinder, Von Trier, Passolini y Buñuel. El problema con Tan frágil como un segundo es que el exceso de la premisa tiñe los recursos cinematográficos, y genera vicios de guion y de actuación que terminan dinamitándola desde adentro.
La dimensión de los actores masculinos flaquea por donde se la mire. Cualquiera de ellos le añade dos, tres o cuatro capas de negrura a lo que sin ellas ya sería perverso. No hay uno que no imposte un poco la voz para sonar más sórdido, casi siempre abundando en diminutivos. Los celadores del prostíbulo están tan sacados que llegan a bordear el absurdo, y los fotógrafos de castings -legales- de menores hacen ver a Jorge Corona como Gustave Flaubert. Una vez más, no es que no haya personajes como ésos en la vida real, pero la burda generalización de la forma en que son retratados es parte crucial del problema.
Lo peor es que el elenco masculino podría considerarse envidiable en el panorama de los actores de teatro uruguayos, pero las líneas de diálogo hacen ver flojas a figuras de la talla de Gabriel Calderón. Quizás en este terreno incida que algunos recursos del lenguaje audiovisual suelen funcionar en el teatro pero no en el cine. En el teatro, el contrato de veracidad que se establece entre la obra y el público es más abarcativo, y ciertos excesos de perversión o ciertos recursos de explotación de lo expresivo pueden funcionar sin problemas, mientras que en el cine son necesarios más artilugios para sostenerlos (ya que estamos con Calderón, hagamos el ejercicio de imaginarnos, por ejemplo, llevar al cine Mi muñequita tal como fue montada para teatro). En una obra teatral, una escena como la de las mujeres del prostíbulo y sus clientes tomados de la mano y cantando “Yo te daré...” podría funcionar como un espacio de suspensión de la realidad que oficiase como comentario o permitiera adentrarnos en ese tono taciturno y apresado, de bailarina de cajita musical, que suelen tener las trabajadoras sexuales. Sin embargo, en el film, tal como Ventura decide presentarla, aparece como un intento torpe de poesía, bombástico y solemne.
Clichés en cadena
Al ahondar un poco en el porqué de estos problemas, se ve que están vinculados con el formato cuasi episódico en el que la película parece desmontarse, en donde cada una de las viñetas, más que seguir el hilo conductor de la trama, quiere hablar de algo preciso, cerrado en sí mismo, del mundo juvenil o del tráfico de mujeres. La cuestión es que la mayoría de estos minirretratos y microtópicos parece recurrir a clichés o a un imaginario común y burdo de lo que es “la idea de”.
Así, la película es una sucesión de escenas en las que parece presentársenos la idea de lo que es una conversación entre adolescentes (las dos chetas jodiéndose con el sobrepeso o sacándose fotos en ropa interior -sin que la cámara escatime fotogramas para mostrar el cuerpo de Paula-); la idea de lo que es un padre ausente (la arquetípica vieja rivotrilizada y su esposo que nunca está en la casa); la idea de cómo son las fiestas de gente sórdida y con plata (la escena del baile, que muestra entre su fauna a un hombre montándose a un muñeco inflable); la idea del cariño fraternal, con los hermanos de comercial disfrazados de indiecitos al comienzo; la escena -mil veces filmada en otros géneros- de la persona captada desde un perfil, mostrando algo terrible que le pasó cuando la cámara la toma desde otro ángulo.
Los momentos más salvables están vinculados con algunas decisiones de fotografía y edición, especialmente en los dos planos secuencia en las escaleras del burdel y las escaleras de la casa (que logran paralelismos formal y emocionalmente efectivos), o el montaje paralelo en la escena de la chica delirando. También se destaca algún recurso actoral, como el de Vera Navrátil poniendo los ojos en blanco cuando le cuenta a su amiga que su madre le compró un vestido a su perro.
Quizá lo que propone la película -aterrarnos con el panorama de la explotación sexual de adolescentes y advertir a las jóvenes generaciones sobre la delgada línea que las separa de ese sórdido mundo- termina por funcionar a fuerza de violencia, algo que, en muchos sentidos, la emparienta con Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000), pero aun así, es justamente la forma en que se decide montar y administrar esta violencia lo que termina traicionándola, desde adentro.