Este invierno la editorial Topito, que dirige Manuel Soriano y cuya producción está dirigida al público infantil, sorprendió con una propuesta ambiciosa: un libro de poesía en el que trabajaron juntas ocho parejas de poeta e ilustrador, a partir de una consigna: ¿cómo sería soñar en un solo color? La nómina de los convocados, por sí sola, promete.

Según se explica en la última página, cada ilustrador dibujó su sueño monocromático y luego, cada poeta escribió a partir de esa ilustración. Además, en cada sección se acompaña al poema con una página que incluye la definición y una lista de cosas que pueden ser de ese color (asociaciones más o menos arbitrarias, más o menos personales: así, por ejemplo, son verdes la menta y el olor a melón, así como son anaranjados los quinotos y una promesa de amor) y se complementa con la traducción de esa palabra a diez lenguas (inglés, francés, japonés, alemán, árabe, portugués, italiano, griego, quechua y ruso).

Es bienvenida esta edición, en primer lugar, porque en Uruguay no hay una tradición sostenida en la edición de poesía para niños, más allá de que existen y han existido talentosos poetas que han dedicado su trabajo a ese público y a que hay unos cuantos esfuerzos que desmienten con rebeldía esa afirmación de índole general. Se destacan, pues, honrosas excepciones de calidad en esta materia en los últimos años (la colección Desolvidados de la editorial ¡Más Pimienta!; La octava cerradura, de Germán Machado [Banda Oriental, 2011]; el volumen Mirá vos, de Fabio Guerra y Alfredo Soderguit, y 21 poemas raritos, de Fernando González y Sebastián Santana [Alfaguara, 2006]; Los poemas de Timotea, de Lía Schenck [Fin de Siglo, 2012], entre otros). Por otra parte, con frecuencia poetas uruguayos que escriben libros para niños editan afuera lo que, muchas veces, no resulta sencillo publicar acá. Es el caso, por ejemplo, de Mercedes Calvo (Los espejos de Anaclara, Fondo de Cultura Económica, México, 2009; En los dedos del viento, Estrada, México, 2013; Por las dudas, Ediciones Treinta y Seis, Buenos Aires, 2015), Germán Machado (Ver llover, Calibroscopio, Buenos Aires, 2010; La escuela de gatos de la señorita Cara Carmina, Calibroscopio, Buenos Aires, 2014) y Magdalena Helguera (Cuando sea grande, Calibroscopio, 2014).

En El libro uruguayo de los colores, cada color abarca cuatro páginas: en las dos primeras aparece la ilustración; y en las dos siguientes, el texto. Las referencias y las asociaciones no son obvias, en la medida en que las derivas son diversas (tanto como los 16 autores). El libro comienza con el negro: una ilustración inquietante (de Gonzalo Firpo) que tiene como protagonistas a la oscuridad y la noche; un poema (de Germán Machado) que habla de sueños y pesadillas, de niños y adultos y del miedo a la oscuridad. Cierra con el blanco: una construcción espacial de papel, de Daniela Beracochea, un bosque en el que los protagonistas son las luces y las sombras que contienen, muestran u ocultan a animales y plantas. El texto de Circe Maia refiere precisamente a las ausencias, a los colores escondidos en su falta.

En el medio, se suceden los otros seis colores del espectro propuesto (de un extremo al otro de lo que puede captar el ojo humano: del rojo al violeta, intercalando colores cálidos y fríos, en pares de complementarios). En el rojo (ilustración de Pantana), mil historias se entrelazan en la charla de una pareja: contrastes y acumulación en una historia contada entre dos. Leonardo de León se despacha con un soneto con el que interpreta las imágenes condensadas en el dibujo, apelando al ritmo y la rima. Para el verde, Patricia Segovia propone una escena de lluvia y naturaleza, en la que pone en cuestión el miedo: quién le teme a quién; Lía Schenck elige una estampa pequeñita en la que la rima y la repetición de palabras aportan la cadencia. Claudia Prezioso identifica el anaranjado con la música, posta que recoge Claudia Magliano en sus versos, que llenan de música y color la noche que parece eternizar el atardecer. A Matías Acosta le tocó el azul; los pequeños detalles, la luz y la sombra delinean una escena marina en la que reina la calma, un mar en el que bucea sin prisa el texto de Horacio Cavallo. Amarillo de mediodía y luz intensa inundan la ilustración de Federico Murro y el texto de Laura Chalar. Por fin, el violeta invita, de la mano de Alejo Schettini, a recorrer otros mundos, a viajar en el espacio, y Mercedes Calvo reflexiona sobre la mirada y la capacidad de ver.

El resultado es un caleidoscopio de colores, impresiones, miradas, palabras y juegos con el lenguaje, que convoca a leer, a imaginar, a disfrutar de las combinaciones. Cuando era niña solía leer un libro que me fascinaba. Era de mi madre, que es maestra, y ya era viejo entonces (fines de los 70, principios de los 80). Lo leí y releí muchas veces y nunca lo volví a tener en mis manos, pero por alguna razón su recuerdo es indeleble. Se llamaba La niña de los sueños de colores (Aurora Díaz-Plaja, 1955) y es una obsesión pequeñita que me acompaña. La premisa era cercana a la de El libro uruguayo de los colores: una sucesión de cuentos en los que una niña, cada noche, sueña en un solo color.

Una noche de éstas vuelvo de trabajar. Es tarde. Mi hijo, que tiene ocho años, me espera para irse a dormir. Tomo un libro para leerle. De cuentos. “No. Traeme el del otro día. El de los colores”. Compruebo que esa magia sigue funcionando. Bienvenida.