“¿Autobiografía? NO. Ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales. Si se quiere, autoficción, por haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje”, se leía en la contraportada de Fils (1977). Cuando su autor, Serge Doubrovsky, acuñó, a propósito de esta novela, el término “autoficción” para contraponerlo a la cansada “autobiografía”, es poco probable que previera que éste se volvería, décadas más tarde, objeto de coloquios internacionales, de talleres teatrales, de publicaciones académicas y blogs, mera receta en cada página de Facebook. O tal vez imaginó todo eso. Había intuido potencial y alcances de la cosa, y supo ponerle esa etiqueta tan prêt-à-porter. En una entrevista de 2014, el escritor, ya octogenario, afirmaba “La autoficción existía antes que yo. Simplemente le di un nombre”, para introducir su capacidad de haberla convertido en género y trazar su línea genealógica. Impecablemente autorreferencial, Doubrovsky parte de 1928, año de su nacimiento, para fijar una suerte de inicio en la publicación de Naissance du jour, de Colette, y sigue con la Nadja (1928), de André Breton, para retroceder hasta el James Joyce de A Portrait of the Artist as a Young Man (1916).

Desde que Doubrovsky sorprendía y seducía a los lectores setenteros con aquella contraportada, la doble aventura del lenguaje ganó terreno y, para el caso, escenario. Hace exactamente una semana, la sala Zitarrosa exhibió por única vez Tercera generación. Docudrama musical, de Marianella Morena, un espectáculo que conmemoraba el nacimiento del político e historiador Vivian Trías. En el escenario habló la actriz y nieta Josefina Trías, precisamente desde el lugar autoficcional: por el tiempo que durara el espectáculo, sería a la vez ella y su personaje, advirtió al público, diciendo como suyas palabras que Morena había escrito para ella.

“La ficción ya forma parte de lo real, y no solamente en el arte; todos editamos, seleccionamos y armamos nuestro relato. Ficcionar es más que eso, porque colabora con la historia; un sitio puede ser un lugar transitorio o convertirse históricamente en un acontecimiento. Podemos elegir si somos pasivos o vamos a la acción”, se lee en el programa y casi podría jurar que afirma Trías en escena. Como en la película Los rubios, de Albertina Carri, la acción consistía en recuperar la figura de un ser perdido durante la dictadura, activar recuerdos ajenos y hacerlos propios, convertir el trauma en otra cosa, estar y no estar.

Juego de espejos

La ira de Narciso, escrita y dirigida por Sergio Blanco como parte de los festejos decenales de la compañía Complot, adhiere ostensiblemente al mismo género. Gabriel Calderón entretiene al público, minutos antes del comienzo en la sala Hugo Balzo del Auditorio Nacional del SODRE, cantándole canciones melódicas. Y la distancia (que la autoficción propone) empieza ahí: ya no se trata del uso del kitsch -piénsese en la banda sonora de Mi muñequita-, sino del canto en vivo que matiza ese kitsch, para transformarlo en otra cosa y cambiar su valor escénico, por medio de una precariedad ostensible (Calderón hace muchas cosas bien, pero está lejos de ser el nuevo Raphael y lo sabe). Se corta de ese modo, si queremos, el hilo último/íntimo que unía a cada persona del público con la versión original.

Tras los prolegómenos, el comienzo del espectáculo opera otro corte neto. Cada objeto y mueble presente en el escenario desde el principio se transforma, como el propio Calderón, en lo que será durante toda la obra. Las sillas, la mesa larguísima, diferentes objetos, los libros, las tres Mac (cuya función material, para un solo personaje, se me escapa) serán una habitación de hotel en la ciudad de Liubliana, y Gabriel Calderón será Gabriel Calderón interpretando a Sergio Blanco, quien a su vez exhibirá a tal punto el juego que lo devolverá, finalmente, al cuerpo inicial. Última (¿?) estación de un teatro metateatral, el texto alardea de su factura equívoca, se regodea en la escritura de minucias cotidianas, exquisiteces de free shop y piruetas filosóficas, instaurando un pacto ambiguo con el público.

La anécdota policial abiertamente nimia, los hechos y detalles voluntariosamente atrevidos y un final claramente previsible parecen no importar per se, sino por los procedimientos performáticos que esa máquina pone en juego: el extremado juego de espejos y multiplicaciones de Calderones y Blancos. Esta intermitencia del ser y no ser, de mostrarse y negarse, de la mediación, había sido sondeada en Tebas Land (2013), en la que Gustavo Saffores representaba a Blanco en la investigación de un parricidio como material de escritura. Y fue el centro de Ostia, el mes pasado en la Zavala Muniz: allí el propio Sergio y su hermana, la actriz Roxana Blanco, leían un texto que reconstruía, explícitamente falsificándolos, recuerdos y traumas comunes, en un set sobrio de escritorios paralelos.

La versión teatral del modo autoficcional (más efectiva en Ostia, por el uso/abuso de aquellos dos cuerpos auténticos en escena, que en Tebas Land o La ira de Narciso) parece confiar demasiado en sus capacidades de seducción; parece haberse enamorado en forma narcisista de sus propias rupturas y creer a pie juntillas -retomando a Doubrovsky- que “escribir sobre uno mismo es escribir sobre los demás” y que eso importa, sin contar con la proliferación violenta y mediática de las escrituras del yo y de los otros.

A través del personaje

Mucho de Ofelia, con dramaturgia de Mariana Percovich e interpretación de Gabriela Pérez, completa los festejos de Complot. En la misma sala, ambientada con lo que podríamos pensar como materiales básicos del oficio (sillas, bancos, mesitas y un perchero con vestuario), el espectáculo empieza por crear dos espacios de recepción: la platea frontal y el propio escenario. Tres sillas a cada lado de éste, ocupadas en la función del lunes por seis mujeres, ofrecen diferentes contratos. Entre ellos, el de ejercer la mirada desde otro lugar y salir de la oscuridad tranquilizadora de la platea para quedar a la vista. Punto, este último, doliente y constituyente de la pieza: Ofelia problematizada, atravesada, manoseada, exhibida, mirada. Percovich continúa su serie de reescrituras clásicas (Medea del Olimar, Chaika, Pentesilea, Clitemnestra) y, dentro de ella, mantiene un diálogo más específico e íntimo con Algo de Ricardo (2014), por su similar combinación sutil de música y audiovisual, por su semejanza de título y por la presencia en pantalla de Saffores, protagonista de aquélla, como Hamlet.

La obra que puede verse hasta hoy construye por estratos al personaje shakespeareano, recurriendo a textos de Sylvia Plath, Katherine Mansfield y Romina Paula, para hacer visible la sedimentación, y exigiéndonos pensar el título: ¿dónde hay mucho de Ofelia?¿En la directora, en las mujeres sentadas en la escena, en las mujeres tout court, en el teatro contemporáneo? El exceso, ese “mucho” que tiende al “demasiado”, aparece en la performance de Gabriela Pérez, una Ofelia (o muchas) sobrepasada y crispada por las capas que la conforman, por haberse convertido en el personaje que es y por deber ser, todavía, lo que le exigen los textos. Exigencia en varios sentidos: desde los textos del isabelino y de las escritoras mencionadas, pero además desde la pantalla donde, con títulos en blanco sobre negro, se instaura un orden para el desgarro y los pasajes abruptos de una Ofelia a otra, de la sumisa versión primigenia a la combativa de la contemporánea argentina Paula. El trabajo dramatúrgico de Percovich, la trama de escrituras ajenas y propia, muestra los mecanismos de la ficción teatral y cuestiona sus propios fundamentos. Otra vez, la irritación de Ofelia se derrama hacia fuera del texto.

Los festejos de Complot, confiados a La ira de Narciso y Mucho de Ofelia, prosiguen una discusión centenaria sobre las posibilidades de la representación clásica. Pero quizá vayan más allá: el uso de la auto y metaficción en tiempos en que esos recursos aparecen cansados, y hasta ojerosos, parece aspirar lisa y llanamente a la tabula rasa. Aniquiladas las posibilidades de la representación y, con la misma fiereza, las de la presentación, queda el silencio o nuevas construcciones menos alienadas.