Con una sorprendente trayectoria que toca siete décadas, expone una selección de su producción reciente en la Fundación Unión: obra vital y penetrante como siempre. la diaria aprovechó su presencia en la inauguración de la muestra (que permanece abierta hasta el 16 de octubre) para conversar con este referente absoluto de la pintura argentina.

-Quiero empezar con el título de la muestra: Noé siglo XXI. ¿En qué difiere del Noé siglo XX? Consecuentemente: ¿puede explicar qué expone en Montevideo?

-Mi primera muestra es de 1959, hace más de 55 años que vengo exponiendo. Como todo artista que comienza, era alguien que se subió a un tren sabiendo, más o menos, a dónde iba, pero sin conocer los lugares que iba a atravesar, las distintas estaciones. Mi tren tenía como destino final, como cartel, “Caos”. Y no podía ser de otra forma: nací en 1933, el año en que Hitler subió al poder; cuando tenía seis años llegaban a mi casa los ecos de la Guerra Civil Española, y después, los de la Segunda Guerra Mundial; luego surgió el peronismo, que fue una ruptura; mi padre era antiperonista, pero de afuera llegaba el ruido peronista y eso generaba en mí cierta tensión. Es lo que sentía cuando comencé y fue mi evolución.

Ahora voy a publicar el primer tomo de un libro que se llama Mi viaje: ahí mis obras se dividen en diez períodos, y el décimo es el que se refiere a la producción de los últimos años, o sea de este nuevo siglo. Siempre, ya a partir de mi trabajo con el grupo Otra Figuración -así se llamó la primera muestra y no “nueva figuración” como se dice- donde estaban Rómulo Macció, Ernesto Deira y Jorge de la Vega, anduve por el lado de una superación de la división entre figuración y abstracción, pero también tenía latente superar la diferencia que hace la gente entre el dibujo, entendido como línea, y la pintura.

Esa latencia se agudizó y luego estalló en este siglo: en 2002 tuve un accidente en Francia, me lastimé el brazo derecho, que desde entonces no puedo levantar demasiado. Dejé de trabajar con las telas verticales y pasé a trabajar horizontalmente, y entonces pude desarrollar más la experimentación de mezcla entre línea y color. Acá se pueden ver estos tipos de trabajos. Sin embargo, tengo pronta una undécima etapa, que empecé el año pasado y que remite a otro período de mi producción, a las instalaciones de mediados de los 60, vale decir, a jugar con el espacio, con piezas escultóricas: acá hay un ejemplo de eso [Facetas, 2015].

-Seguimos con los títulos. En 1966 escribió un artículo que se llamaba “En la sociedad pop la vanguardia no está en la galería”. En 2015, en una sociedad pospop (o como se la quiera llamar), ¿dónde está la vanguardia?

-No hay vanguardia en la actualidad. Es una categoría de los siglos XIX y XX, que se desarrolla entre el romanticismo y el arte conceptual. Ahí se termina un fenómeno que, sobre todo refiriéndome a la pintura, que es mi campo, asocio con el strip-tease: cada vez menos y menos. Luego de 1965 se entró en un gran desconcierto, con gran número de diferentes propuestas, desde la disolución del arte en lo social hasta el hiperrealismo -o sea, volvamos a ser serios, combinemos la pintura y la foto-, etcétera. Ahora, la situación es de juego abierto. La vanguardia es una sucesión de rompimientos, y hoy no hay rompimiento con nada, en este momento el juego es libre: tan abierto que la gente está desconcertada. La libertad es una gran cosa, pero desconcierta. Probablemente va a haber un momento en el que de todo este desconcierto vaya a salir algo que se destaque. Por supuesto que hay mucho macaneo, estupideces, pero también cosas que se van abriendo. Por ejemplo, es interesante el concepto de red que está surgiendo, no necesariamente vinculado con la tecnología: está la red del pescador, la de contención, y la red de relaciones. Por ahí, la Imago mundi de nuestra época será ésa.

-Se cumplen 50 años de la salida de su célebre libro teórico Antiestética. Le pido que me diga cómo resume hoy la idea central de aquella obra, y si piensa que sigue vigente.

-La idea no era estar en contra de la estética, porque creo que la estética creativa siempre es una especie de antiestética que lucha contra las estéticas anteriores. Trataba ahí de formular qué queríamos quebrar y superar, trataba de acabar con prejuicios y tonterías -como la de la unidad de la obra, en un mundo donde no hay unidad-: para mí se trataba de asumir el caos. Creo que el caos sigue vigente, pero tal vez la idea ya no es tan rupturista, porque estamos acostumbrados a él. Quizá el libro ya no está vigente en un sentido de “revelación”, no hay novedades sobre eso. Culturalmente promovía la idea de ir hacia lo nuevo, pero “lo nuevo” se ha debilitado en la posmodernidad, hoy uno tiene que estar fuera de las cosas, nada calienta, y Antiestética es un libro en caliente: ahora todo es cool, todos se hacen los distraídos. Entonces, para la situación actual puede ser vigente, pero culturalmente no es eco de lo que está sucediendo.

-¿Con qué conceptos le gusta trabajar?

-Siempre me gustó trabajar con la paradoja, la contradicción y, últimamente, con el oxímoron. En 2009 mandé dos obras a la Bienal de Venecia y la más grande, de 11 metros por tres, se llamaba, justamente, La estática velocidad. Ahí estaba ensayando con lo que se ve de un lado y lo que se ve de otro, siempre me ha atraído la imagen de un oxímoron real, por ejemplo, la idea de lo cóncavo-convexo. Lo opuesto, lo que se da del otro lado. Aquí hay una pieza que va por ese camino [Oxímoron, 2014].

-Usted fue parte -como una de las figuras más destacadas- de la explosión vanguardista del arte argentino en los 60, y compartió su taller con dos artistas que murieron jóvenes y que se han vuelto míticos, Alberto Greco y Jorge de la Vega. ¿Qué recuerdos tiene de ellos?

-Greco era una persona muy singular, estaba en aquel momento en su etapa informalista, pero era sobre todo un antiformalista. Mediante su actitud influyó mucho sobre varios artistas de mi generación, ayudándolos a mandar al diablo una cantidad de prejuicios. Era un tipo con muchas contradicciones internas, pero fue importante. En 1970, a los cinco años de que se suicidara, organicé una exposición de su obra y escribí un largo texto sobre él. Con De la Vega se trató de otra cosa, fue la persona con la que más me entendí en la aventura pictórica. Lo quise mucho, mucho: fue -aunque nuestras obras sean tan diferentes- mi álter ego. Nos consultábamos continuamente, me sirvió mucho y creo que yo le serví a él. Tanto su proceso como el mío habrían sido diferentes si no hubiésemos tenido tanto diálogo. Desafortunadamente, murió muy joven, a los 41 años. Yo ahora tengo 82, viví el doble de lo que pudo vivir él.

-Hace años que promueve el dibujo en Argentina. ¿Por qué?

-Me gusta dibujar, el dibujo como trazo. Por algo tuve la iniciativa, hace años, de organizar en el Centro Cultural Borges una serie de muestras -que siguen- con el título La línea piensa. Porque ya sea que uno busque o no la figuración, se deja llevar por la línea, como en un discurso se deja llevar por las palabras.

-El dibujo se liga con la idea de gesto, de manualidad. ¿Sobre lo digital que opina?

-De lo digital te puedo hablar poco, soy un analfabeto tecnológico. Lo que me llama la atención en la computadora es cómo ciertos programas te hablan de paleta y no hay paleta, te hablan de pincel y no hay pincel. Me hace acordar a los primeros autos que hubo, que se parecían a los coches de caballos: la relación de la tecnología con lo que la precede. De todas maneras, ha empezado a formarse una visión del mundo que viene de la tecnología y que la palabra “red”, como te decía, sintetiza bien. Y a mí me interesa pescar ese espíritu de red, entendido como cosmovisión, aun utilizando métodos anteriores a los informáticos, como dibujar y pintar, que son cosas que no van a desaparecer, como no se va a dejar de hacer el amor. Creo en lo físico.

-A menudo, usted subraya su condición de artista de América Latina. ¿Hoy es es una ventaja o una desventaja hacer arte desde Latinoamérica?

-Es una situación difícil. Como es difícil no es una ventaja, pero como es difícil es más interesante. Creo que si uno se toma seriamente esa condición, y no repite sencillamente clichés -refugiarse en lo precolombino rápidamente y cosas por el estilo-, si entiende de verdad qué gran quilombo es América Latina, y más en estos tiempos tan complejos, puede ser una ventaja: no por facilidad, sino por dificultad.