Era para todos “el gordo” de Les Luthiers, aunque hacía décadas que no tenía un notorio sobrepeso. Con el casi siempre serio Marcos Mundstock formaba, en oposición, el eje más histriónico y teatral de ese conjunto que alguna vez fue básicamente instrumental. No fue el primero de los Luthiers en irse -lo había precedido en 1973 el creador del grupo y su más auténtico luthier de “instrumentos informales”, Gerardo Masana-, pero era probablemente el más querido de esa formación de humoristas atemporales que, pese a lo insular e inimitable de su propuesta, puede considerarse parte del extraordinario movimiento de vanguardias musicales y teatrales generado alrededor del Instituto Di Tella y la escena de los café-concerts de Buenos Aires a fines de los años 60.
Era el más gracioso físicamente y, en parte por su frágil memoria, el más propenso a desviarse de los textos estrictamente guionados del grupo, causando a menudo que sus compañeros se tentaran. Mientras ellos hacían lo imposible para mantener la flema de sus personajes de concertistas, Rabinovich era el eterno Toto Paniagua, el que nunca iba a poder quedarse quieto en su smoking, el que sobraba a su interlocutor diciéndole: “¡Calentito quedaste!”, tras haber respondido -mal- al pueril acertijo de una payada, el que cantaba en onomatopéyicos dialectos indígenas que nunca existieron ni van a existir.
Su relación con el grupo era intermitente desde su primer problema cardíaco, en 1994, y últimamente había sido reemplazado, dejando al público con un “pero” de insatisfacción al saber que no estaba. Ahora ya no va a estar y, ante la noticia de su muerte el viernes, las redes se llenaron de sentidos lamentos provenientes de músicos, académicos, punks, opinadores de derecha y de izquierda, gente de teatro, de cine, figuretis, personas de cuatro generaciones distintas y amantes de la risa en general, desolados y hermanados por lo que puede considerarse una señal de estos tiempos, en los que el humor refinado e inteligente retrocede ante la carcajada vulgar.