Sightseers es el tercero de los últimos cuatro films de la carrera sorpresivamente intensa y prolífica del director Ben Wheatley. Lo “intenso” se refiere no sólo a que llevó a cabo esos cuatro largometrajes en sólo cuatro años (y a la lista se le suman una película en filmación y otra ya terminada, próxima a estrenarse), sino a su variedad temática y estilística, que se reinventa película a película de este realizador inglés.

Uno le sigue el tranco a Whea-tley y ve un diseño de carrera en el que se ha dedicado a explorar las distintas posibilidades de hibridización que permiten ciertos géneros cinematográficos, conservando, sin embargo, un sólido universo propio. Su debut, Down Terrace (2009), fue un film de criminales compuesto sobre la partitura de un drama familiar propio del realismo kitchen-sink. La perturbadora Kill List (que sería una gigantesca película de no tener un giro demasiado emparentable, casi idéntico, al de A Serbian Film, estrenada un año antes, aunque sus procesos de producción fueron casi paralelos) empieza como un thriller centrado en dos ex soldados convertidos en asesinos a sueldo, pero en el último tercio empieza a tener otros tintes, y se acerca al formato de una película de horror. Por su parte, adelantándonos un casillero, la más reciente A Field in England (2013) es un film histórico sobre la guerra civil inglesa, que rápidamente diverge hacia un estilo onírico y místico que la emparenta con el cine de Alejandro Jodorowski. Finalmente -retrocediendo un escalón-, Sightseers es una comedia negra que se aproxima a los vericuetos de una relación romántica, salpicándola -se podría decir que literalmente- con espesas gotas de gore.

Coescrita junto con sus protagonistas, cuenta la historia de Tina (Alice Lowe), una “psicóloga de perros” que vivió gran parte de su vida asfixiada por su madre (Eileen Davis), y que de golpe encuentra el amor en Chris (Steve Oram), un hombre simpático y aparentemente sencillo que la invita a un road trip alrededor de emblemáticos escenarios de Inglaterra. Los lugares elegidos por Chris -entre ellos, el Museo del Tranvía de Crich y el Museo del Lápiz de Keswick- se hallan en el punto exacto entre la belleza natural de su entorno y lo aburrido de su propuesta, para dar pie a un humor cáustico bien inglés (aunque cada uno podría ser, sin ningún problema, emplazamiento para directores como Aki Kaurismäki o nuestro compatriota Pablo Stoll), galvanizado por una cota ligeramente absurda y melancólica.

Hay una línea punteada imaginaria, en la que podríamos perdernos, de los encuentros y desencuentros de esta pareja, que se descubre en escenarios que parecen dialogar con su propia extrañeza vital, pero es ahí donde Wheatley introduce la premisa del film: detrás de la capa plácida y cívica de Chris se esconde un asesino en serie, que mata de acuerdo con un inflexible criterio de buenas costumbres, aunque no tardamos en darnos cuenta de que los móviles tienen mucho más que ver con sus miserias y frustraciones personales.

No hay un particular pathos en los homicidios que nos haga ver a Chris como un ser atormentado. Por el contrario, nos encontramos con un tipo demasiado adaptado, a quien los asesinatos que comete le preocupan menos que la forma en que pueden afectar el desarrollo del viaje con su flamante novia (es divertidísimo el casi latiguillo, muy propio de la economía amorosa de las parejas, que se arma a base a los “se me arruinó el museo”, o “me arruinaste el restaurant”, después de que ocurren actos de inesperada violencia). Lo más gracioso del film es que Tina, inexperiente y embobada por la novedad de la escapada romántica, no logra vislumbrar lo que pasa frente a sus narices, pero la trama da un giro al introducirla como eficaz homicida, una vez que descubre las “mañas” de su novio. La película se torna, así, una especie de Asesinos por naturaleza (Oliver Stone, 1994) a la inglesa.

Esto, que remite al asesino por descubrir dentro de cada uno de nosotros, es una de las principales señas temáticas de Wheatley en tanto autor. Mientras que en Down Terrace el legado homicida circula por una familia, Kill List plantea una violencia descontrolada y loca que permanece agazapada en el interior de su protagonista, pero que una vez despertada arrasa con todo, como un rinoceronte en una cristalería. Kill List, de hecho, plantea la idea de una violencia que anida en círculos concéntricos, como un guionado perverso más allá de la comprensión del personaje, y eso justamente habla de una suerte de violencia natural, o de una naturaleza violenta, inherente al ser humano.

Mientras que en Kill List el final obedece a la colocación del protagonista en una escena particular, orquestada por los seguidores de un culto pagano -posiblemente druídico-, en A Field in England la violencia es catalizada por el consumo obligado de hongos alucinógenos. En Sightseers, esa violencia inherente parece correr en paralelo con el amor: los actos asesinos como una serie de ritos a cumplir en escalada -aunque nunca en perfecto trazo paralelo- hasta el acto final, en cierto modo también largamente planeado por uno de los protagonistas.

Toda esa referencia a lo natural toca otro asunto que parece una particular obsesión del director: el pasado pagano/místico de Inglaterra. Mientras que en Kill List y A Field in England lo místico aparece directamente en escena, en Sightseers es una referencia lejana en monasterios y monolitos visitados por los protagonistas, y a la vez una especie de teoría justificativa del homicidio, visto como una medida ecológica (por más radical que esto parezca, no se diferencia mucho de la postura actual de ciertos neodruidas misántropos, muchos de los cuales coquetean con el nazismo más oscurantista).

Esa idea de la ecología y la preservación del patrimonio atraviesa el film, que en todo momento parece abordar de forma explícita la “britanidad”. La mayoría de los asesinatos tocan algo peculiarmente inglés, en el intento de formalidad y buenos modales que rodea a los actos más violentos. Eso sirve para plantear, desde una perspectiva paroxística, problemas civiles muy británicos, algo que se procesaba de manera similar -pero en prisma californiano, estadounidense- en Un día de furia (Joel Schumacher, 1993), o incluso, en el juego de la licuadora de géneros, en las inglesísimas versiones de esta premisa en las obras de Edgar Wright (entre ellas, la película de zombis Shaun of the Dead -2004-, la de acción Hot Fuzz -2007- y la similar, pero en clave de ciencia ficción, The World’s End -2013-).

La próxima película a estrenar de Wheatley es High Rise, basada en la homónima novela de ciencia ficción de JG Ballard. La elección parece, justamente, señalar la perpetua reinvención del director film a film, género a género, pero de seguro su pequeño corazón va a seguir bombeando sangre negra.