De todas las instituciones culturales uruguayas, es muy probable que el Centro de Fotografía (CdF) sea la que más visibilidad ganó y mantuvo en los últimos tiempos, gracias a campañas publicitarias efectivas (sin contar la visibilidad que le ofrecen las fotogalerías al aire libre en Montevideo), elevada capacidad organizativa y hasta “empresarial” (firmó hace poco convenios con empresas privadas que lo apoyarán económicamente en los próximos años) y, como es menester, una actividad febril (ya hablamos en otras instancias de la catarata de muestras y eventos que desata su propuesta bienal Fotograma, a la que se suman charlas, seminarios, talleres y publicaciones entre una edición y la otra): tal vez no es casual que tan loable éxito del CdF coincida con la explosión, descontrolada e incontrolable, de producción de fotos en el mundo, tanto en el ámbito profesional como en el amateur.
Claro está, con los billones de imágenes producidas y almacenadas en la web y los millares de exposiciones en el mundo, es cada vez más arduo usar conceptos como “calidad” y “originalidad” (es muy difícil ver hoy una muestra de fotos mal hechas, ya que los avances tecnológicos han uniformado la calidad, llevándola a un promedio de excelencia, en muchos casos aburridísima) o “valor histórico y memoria” (se fotografía, en general, con un criterio de quimérica omniinclusión y no de selección): tal vez ya no suenan tan descabelladas las palabras del artista Chris Wiley, que en 2011 delataba la paradoja de que el momento de mayor plenitud de la fotografía coincidiera con su posición al límite del agotamiento.
Por ende, con un presente tan “entreverado”, mirar atrás siempre es saludable. La muestra que ahora ocupa la fotogalería del Parque Rodó, Fotografías históricas, memoria contemporánea. Preservando el patrimonio fotográfico uruguayo, funciona en varios sentidos. Por un lado, recorre breve pero eficazmente la historia técnica del medio, que legítimamente la mayoría del público desconoce: en siete paneles se despliegan los procesos de captura y revelado, que a lo largo de casi dos siglos han permitido que ahora vayamos a todas partes con una cámara en el bolsillo. Se va de la heliografía al digital, entonces, pasando por daguerrotipos, ferrotipos, ambrotipos, etcétera, cada uno con explicaciones sencillas pero logradas, pedagógicamente intachables y siempre dotadas de un ejemplo “visual”. Por el otro lado, la exposición propone una reseña de varios de los actores (vale decir, en este caso, archivos) que salvaguardan material fotográfico del país y que promueven así la idea de la fotografía como evidencia histórica: los 42 paneles presentan las trayectorias, los propósitos y el tipo de material que custodian 14 instituciones de la más diversa naturaleza. Algunas son casi insospechadas, por ejemplo, la Administración Nacional de Puertos con la producción iconográfica de su Oficina de Relaciones Públicas, o la Casa de Mario-Comisión Vecinal de Pueblo Victoria, que reúne imágenes del archivo del fotógrafo “barrial” Mario Benabbi. De otras, por ejemplo, el CIDDAE/Teatro Solís-Comedia Nacional y el Museo del Patrimonio Regional de Rivera, se puede desconocer que tengan ricos acervos fotográficos, mientras que para organismos como el Foto Club Durazno y, máxime, el Archivo Nacional de la Imagen y la Palabra, se trata, como los nombres manifiestan, de algo fisiológico.
Como siempre, aunque sea menos que la punta de la punta del iceberg, las apenas tres fotos que representan cada institución abren mundos y ámbitos de gran diversidad, que arrojan una sugestiva luz visual sobre nuestro pasado: el trabajo de la fábrica en el caso del Archivo de Imágenes de la UTE, cantos y bailes “populares” en el Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán, momentos familiares para el Museo Zorrilla, curiosos acontecimientos históricos en la Biblioteca Nacional y en el diario El País, entre varios otros. Es un buen estímulo para ir a visitar y “explotar”, en términos investigativos, esos lugares, con la esperanza de que acercarse a sus acervos sea tarea sencilla (las fichas están completas y bien realizadas, pero falta el dato de qué tipo de acceso al público brinda cada archivo).
La tercera parte de la muestra está enteramente dedicada al CdF -por supuesto, ya incluido, como ente, en la anterior sección- y a su actividad en el marco del seminario de Conservación del Patrimonio Fotográfico del Uruguay, seleccionado por el Fondo Conjunto de Cooperación Uruguay-México. Ahí se pueden leer y ver las dinámicas de dicho evento que, como se explica, “se realizó en 2013 con la participación de cinco docentes mexicanos que trabajaron temas relativos a la conservación, documentación, digitalización y gestión de fondos fotográficos, y continuó en 2014 con la concurrencia a México de cuatro becarios uruguayos para realizar prácticas profesionales, visitando diversos archivos en instituciones mexicanas”. Aunque, según el texto de presentación, esto vendría a ser el núcleo disparador de la exposición, su extensión (30 paneles) resulta un poco exuberante en relación con el contenido: tal vez es fruto de un proceso de sostenida promoción del CdF en un momento clave, el de la reciente apertura oficial y definitiva de la nueva sede, en 18 de Julio, en el ex Bazar Mitre. Pero eso nada quita a los méritos por su labor para que la ciudadanía se acerque al registro visual de su entorno y también (igual de importante) a su preservación, esperando que ésta y otras iniciativas parecidas lleven a una básica concientización en el “uso”, activo y pasivo, del medio fotográfico.