La ciudad inglesa de Leeds, en West Yorkshire, se destaca por su efervescente escena universitaria y su facultad de Bellas Artes, de la que surgió en los años 70 una buena cantidad de proyectos. Entre sus jóvenes creativos y socialmente inquietos había algunos músicos con buena formación e ideas originales, que decidieron formar una banda: Gang of Four, una de las agrupaciones esenciales del after-punk británico, que inventaría una suerte de funk espasmódico, marxista y sumamente blanco, que puede considerarse un género en sí mismo. A su vez, The Mekons fue la banda que formaron, denominándola en honor a un villano extraterrestre del cómic Dan Dare, los amigos rockeros y de izquierda de los Gang of Four que no sabían tocar, a los que éstos les prestaban los instrumentos cuando no estaban ensayando.

En parte banda, en parte chiste conceptual y en parte representantes auténticos del espíritu amateur del punk, los Mekons decidieron suplir su ausencia de conocimientos musicales con una actitud escénica entusiasta y caótica (una crónica de aquel tiempo habla de un show que se disolvió en un estruendo inescuchable porque los integrantes de la banda habían escrito sus listas de temas en distinto orden y nunca consiguieron tocar el mismo juntos) que, increíblemente, les ganó un contrato de grabación antes que a los Gang of Four.

El resultado fue el simple “Never Been in a Riot” (“Nunca estuve en una revuelta”), canción con la que reaccionaban contra el primer simple de The Clash, “White Riot”, burlándose del deseo algo esnob de esa banda de participar en disturbios callejeros protagonizados por jóvenes blancos de clase media. Desafiante en la letra, “Never Been in a Riot” impresiona también por la torpeza de su ejecución, sólo comparable con composiciones naïf como “Forming”, de The Germs, o con las canciones del grupo de no-músicas The Shaggs, y puede considerarse más que nada un irreverente desastre que, no obstante, consiguió seducir al legendario disc-jockey John Peel, eterno defensor de causas perdidas y bandas inclasificables, quien difundió el tema con el mismo entusiasmo con el que impulsó en su momento a Pink Floyd y The Fall.

Pero si la ineptitud musical y el fastidio metapunk era lo más destacable de “Never Been in a Riot”, el segundo simple de la banda, “Where Were You?”, mostraba que ese amateurismo torpe no era el objetivo final de The Mekons; “Where Were You?” es una canción tan concisa y bien estructurada como la de cualquiera de las bandas de la época que “tocaban bien”, y se la puede considerar un clásico punk menor, apoyado en una sensible letra escupida en tono de reproche y que podría resumirse en la frase madre de todo el rock, “Do you like me?” (“¿te gusto?”), junto a un interminable redoble de batería que extrañamente recuerda a los antes atacados The Clash.

Por desgracia, The Mekons no volvería a producir un tema tan poderoso en un período posterior de más de cinco años, durante los cuales fue descartada por las compañías musicales y convertida en una puerta giratoria de integrantes, de los que sólo permanecerían los guitarristas Tom Greenhalgh y Jon Langford (este último se volvería, lentamente, lo más parecido a un líder que haya tenido esta banda anárquica). Los discos y simples editados desde 1979 en diversos sellos contienen algunas buenas ideas, pero son en buena parte olvidables, más allá de su desparpajo e inquietud conceptual, virtudes que les ganaron el favor del legendario crítico de rock estadounidense Lester Bangs. Éste, con su clásico estilo hiperbólico, desafiante y defensor de lo abstruso los calificó como “mejores que The Beatles”. Evidentemente no lo eran, y esos primeros trabajos siguen siendo los menos escuchados y respetados de su frondosa discografía, pero en 1984, cuando la banda casi había dejado de existir y ya no se presentaba en público, inesperadamente resucitó por la extraña confluencia de dos factores: el descubrimiento, por parte de sus integrantes, de la tradición de la música country; y la represión del gobierno de Margaret Thatcher a las huelgas de mineros.

Una causa y un estilo

En su búsqueda de estudios baratos, Greenhalgh, Langford y el entonces bajista Kevin Lycett llegaron a tomar contacto con el musicólogo John Gill, quien reconoció algunos puntos en común entre el último EP que habían grabado (The English Dancing Master, 1983) y la música folk-country inglesa (que simultáneamente tenía fascinados a Lycett y a Greenhalgh, luego del descubrimiento de un disco de grabaciones populares de antaño). Este interés por el country inglés los condujo inevitablemente a su pariente mayor, el country & western estadounidense, y todos los integrantes de la banda desarrollaron una admiración casi mística por figuras como Hank Williams y Merle Haggard. Según Greenhalgh, en algún momento “la línea entre los tres acordes del country y los tres acordes del punk se volvió muy borrosa”.

Al mismo tiempo, la realidad política de Inglaterra había vuelto a despertar el espíritu militante de los Mekons (que nunca han tenido problemas en definirse como “socialistas de clase trabajadora”). Ante el durísimo conflicto entre los mineros ingleses y el gobierno de Thatcher, decidieron armar una nueva formación para tocar a beneficio de los huelguistas. Entre los reclutados hubo músicos de la calidad de la violinista de formación clásica Suzie Honeyman, el exótico multiinstrumentista Lu Edmonds, el baterista Steve Goulding y (por un tiempo) el guitar hero Dick Taylor, fundador de la banda Pretty Things. Algunos de ellos, como Goulding, consideraban espantoso todo lo grabado hasta entonces por The Mekons, pero el entusiasmo y la inquietud musical de la banda terminaron generando una notable química entre estos músicos de gran calidad técnica y los antiguos punks de Leeds, y lo que iba a ser un pasaje transitorio por la banda terminó haciéndose permanente.

Thatcher terminó aplastando a la huelga minera y The Mekons se encontró con un nuevo formato, un nuevo sonido y una enorme de- sesperanza en relación con su país, por lo que varios de sus integrantes comenzaron a cruzar el Atlántico para interiorizarse en las raíces de la música que les interesaba; recalaron en Chicago y se involucraron con el sello de country Bloodshot. El resultado de esas migraciones y de nuevos contactos fue el más revolucionario de sus discos, Fear and Whiskey (1985), en el que casi involuntariamente inventaron una fusión de country y after-punk, luego continuada por artistas como Uncle Tupelo (la primera banda de Jeff Tweedy) y The Meat Puppets, y a la que se conocería como alt-country.

Algo notable a la primera escucha es que en simultáneo con el cambio de estilo se percibía también un upgrade técnico. Otra cosa parecía haberse evaporado con la llegada del country: la omnipresente ironía anterior en las canciones (a pesar de que continuara en la indumentaria de cowboys que estos ingleses solían usar en escena). Los temas de Fear and Whiskey son tan desolados, confesionales y emotivos como los de cualquier disco de The Smiths (¿o deberíamos decir de Hank Williams?): de la soledad alcohólica de “Chivalry” al desamor de “Last Dance”, la evocación furiosa de huelgas mineras en “Abernant 1984-1985” o el simple reconocimiento de la previa falta de humanidad en “Hard to be Human Again”.

Alternando entre Chicago e Inglaterra, The Mekons publicó algunos discos más en la senda de Fear and Whiskey y de similar calidad, incorporando como cantante a la novia de Langford, que terminaría siendo el rostro más reconocible de la banda: Sally Timms, también proveniente de Leeds, dueña de una voz cristalina y una personalidad volcánica. Rubia, corpulenta, con tatuajes baratos, permanente farol de gin en la mano y una extraña sensualidad, Timms se volvió la mekon favorita de todo el mundo, y su timbre enriqueció mucho las voces de la banda, hasta entonces divididas entre el gruñido furioso de Langford y la fragilidad de Greenhalgh.

Cuando el mundo, o al menos los fervientes y escasos seguidores del grupo, se habían acostumbrado a la extraña idea de un grupo de punks ingleses que hacían country como si hubieran nacido en Texas (y el alt-country ya era un género consolidado y exitoso), los tercos Mekons decidieron cambiar otra vez y explorar las aristas más pop/reggae del after-punk inglés con el disco So Good It Hurts (1988). Esa colección de canciones amables y de espíritu más británico no sería muy memorable si no fuera por la presencia de uno de los mayores temas de la banda, “Ghosts of American Astronauts”, una hechicera melodía pop sobre la que Timms -en su primera interpretación definitiva- canta: “Es sólo un pequeño paso para él, / es una agradable pausa de Vietnam / (filmada en una fábrica) / afuera en un descampado de Houston. / ¿Quién dice que la Tierra no es plana? […] Una bandera flameando en el vacío, / Nixon chupa un Martini seco, / fantasmas de astronautas estadounidenses / se quedan con nosotros en nuestros sueños”. Un texto ejemplar de las yuxtaposiciones político-emocionales habituales en las complejas letras de The Mekons: la teoría de que el viaje a la Luna fue una farsa, el Vietnam empapado de napalm de los años 60 y los sueños de flotar en el espacio se combinan en la voz etérea de Timms, expresando la multitud de sentimientos contradictorios que despertaba en estos iconoclastas la cultura estadounidense, y generando un clima único.

Otro hecho histórico, la caída del Muro de Berlín, les brindaría a estos testarudos izquierdistas ingleses la oportunidad de reflexionar, escépticos a la alegría general, en el tema “This Funeral is for the Wrong Corpse” (este funeral es para el cadáver equivocado), en el que se referían al socialismo preguntando: “¿Cómo puede algo estar realmente muerto / cuando ni siquiera ha existido?”.

La llegada de los años 90 sorprendió a The Mekons en sintonía con el espíritu independiente en ascenso en el rock anglosajón, y ante los elogios que le dedicaban muchos músicos una década más jóvenes, el sello Blast First le ofreció a la banda una nueva oportunidad para sacar un disco que tuviera una amplia distribución a ambos lados del Atlántico. El grupo hizo su mejor esfuerzo grabando The Mekons Rock'n'Roll (1989), con guitarras rugientes perfectamente adecuadas al sonido de aquellos días. Esa colección de canciones era posiblemente la más redonda que había producido The Mekons hasta el momento, y en la actualidad el disco es considerado el mejor de su nutrido catálogo. Ilustra perfectamente la dialéctica de amor-odio que habían entablado con el género que los cortejaba e ignoraba a la vez, y al que le respondían con igual ambigüedad: “Las batallas que combatimos fueron difíciles y largas / tan sólo para no ser consumidos por el rock'n'roll”. También se metían con el consumo de drogas (“Cocaine Lil”), hablaban sobre su historia y su sexualidad (“Club Mekon”) y le tiraban un par de palos al siempre irritante Bono Vox en “Blow Your Tuneless Trumpet” (“No queremos el glamour, la pompa, los tambores, / el mesías de Dublín esparciendo migajas”). El disco vendió un poco mejor que los anteriores, a pesar del insólito autosabotaje del sello que, por considerarlo demasiado largo, decidió editarlo en Estados Unidos sin la mejor de sus canciones, la inmortal “Heaven and Back”.

Convencidos de que fuerzas ocultas operaban en su contra, los Mekons editaron otro de sus grandes discos, The Curse of The Mekons (1991), cuya portada exhibía el título escrito con sangre de Langford sobre una maldición escrita con runas. Así, estos afectos a la magia y el neopaganismo intentaban espantar su insólita mala suerte, pero el sello lo consideró sin valor económico y canceló su contrato. Decidieron dedicar por entero su disco siguiente, I Love Mekons (1993) al más comercial de los temas, el amor; tenía dos temas excepcionales y gancheros: “Millionaire” y “All I Want”, pero una vez más no pasó nada, y para entonces ellos mismos se consideraban una causa perdida que, sin embargo, seguía adelante.

La venganza no es terrible

Durante el resto de los 90 los Mekons se dedicaron a proyectos solistas, tanto musicales como literarios o plásticos (Langford, Greenhalgh y el acordeonista Rico Bell son pintores razonablemente exitosos y respetados). Participaron en exposiciones colectivas y compusieron la música de una suerte de comedia musical junto con la impactante escritora posmoderna Kathy Acker (Pussy, King of the Pirates, 1996). Los integrantes de The Mekons pasaron a residir en lugares tan distantes entre sí como Chicago, Londres y Siberia, pero no disolvieron la banda, que de vez en cuando -en formaciones parciales o completas- se reunía para hacer giras o editar discos, entre los que brilla con luz propia Journey to the End of the Night (2000).

Aunque generalmente no es considerado uno de sus clásicos, es en este disco tan irregular como conmovedor que el pesimismo elegante, emotivo y absurdamente esperanzado de The Mekons llega a su punto más intenso, con canciones como “Tina” (“Yo no deseo nada, / es para creer eso que me entrenaron, / pero aún puedo soñar con cosas / que nunca fueron / pero algún día serán”) o, sobre todo, con la festiva, combativa y estremecedora despedida a Kathy Acker, que falleció en 1997, “Last Night on Earth”, un reggae increíblemente sencillo (casi elemental) que se convierte en una de sus mejores canciones gracias al entusiasmo del violín de Suzie Honeyman y a la infinita pena/furia de la voz de Langford y los coros de Neko Case (The New Pornographers) al entonar un texto definitivo que vale la pena reproducir casi íntegramente: “La vida es una deuda que algún día debe pagarse. / Nacidos donde nacimos, / nos dejó desamparados y egoístas. / Última noche en la Tierra. / No levantes esa lapicera, / estamos tan mal equipados para tratar con toda / la presión, el riesgo, el estrés. / No pueden herirte ahora, / no importa lo que digan. / Todavía podés sentir rabia a través de la tumba, / pero de cualquier forma fue divertido. / Era su tarea ver a través de toda esa mierda. / Ella se las arregló sola en algunos lugares muy, muy duros. / Pero el sistema está enfermo, / los barones ladrones rondan / recogiendo sus deudas y llenando los pabellones de la muerte. / No podés vivir solo, / no podés vivir solo”.

De sus otras ediciones en este siglo se destaca el disco Punk Rock (2004), prueba de la extraña coherencia conceptual de la banda; se trata de una colección de regrabaciones -ahora “bien” interpretadas- de canciones de su etapa punk, pero a pesar de los drásticos cambios de sonido y formación que The Mekons había sufrido en las décadas posteriores, el material funciona perfectamente en el nuevo formato. La banda se reapodera de sus canciones, las rearregla para sus nuevas voces y descubre, como señaló la crítica en su momento, que la furia anti Thatcher que había inspirado a muchas de ellas sonaba completamente actual para los tiempos de George W Bush.

Convertidos en una formación estable de ocho integrantes -varios de ellos ya próximos a los 60 años- los Mekons ocupan hoy en día un sitial de enorme prestigio que los hace contar entre sus fans a personajes como Bonnie Prince Billy (Will Oldham), quien les dedicó su primer simple, “For The Mekons et al.”, el escritor Jonathan Franzen, la cineasta Mary Harron y el crítico Greil Marcus. Sus últimos dos discos, Natural (2007) y Ancient and Modern (2011), los mostraron en plena forma y están a la altura de cualquiera de sus obras anteriores. Sus descontracturados conciertos -en los que suelen interactuar y hasta emborracharse con el público- siguen siendo considerados de los mejores shows en vivo que se pueda tener la suerte de ver, y en cierta forma da la impresión de que el mundo está listo para, finalmente, reconocer la gloria de estos perpetuos perdedores. O al menos eso creyó el director Joe Angio, quien, luego de fracasar en su intención de hacer un documental sobre los susceptibles Yo La Tengo, decidió dedicarles un estudio documental de dos horas llamado Revenge of The Mekons (Venganza de los Mekons), cuyo nombre hace referencia a la escasa posibilidad de que el documental termine haciendo justicia y trayéndoles el éxito que se les ha negado durante tres décadas y media.

Pero si algo consigue el documental es simplemente relativizar nuestra concepción de éxito y fracaso, y desmitificar la leyenda negra de The Mekons: si bien la persistencia, a pesar del fracaso, es sin duda una característica notoria del grupo, cualquier melómano puede rastrear bandas igualmente tercas que llevan el mismo tiempo (o más) negándose a abandonar los escenarios, y en su caso, además, esta constancia es relativa, ya que sólo Langford y Greenshalgh permanecen desde la formación original.

Los motivos por los que en realidad sorprende su falta de popularidad son simplemente la calidad excepcional de su música, lo accesible que es y el favor casi incondicional del que siempre han gozado por parte de la crítica (lo que probaría, por otra parte, que el poder de la crítica para consagrar artistas es mucho más relativo de lo que se cree). Es decir, sorprende que no haya sido una banda enorme. Pero, al mismo tiempo, es un grupo razonablemente reconocido, que no sostiene económicamente a ninguno de sus integrantes pero que les permite viajar y vivir aventuras insólitas sin tener que hacer absolutamente nada en contra de su voluntad. Un grupo humano de artistas talentosos que se respetan entre sí, que evidentemente se tienen afecto (lo que incluye a los ex integrantes, todos visiblemente felices de poder hablar de su experiencia en la banda) y que siguen produciendo música de primer nivel, muy superior a la que actualmente inunda los medios.

“La clave de nuestro éxito es nuestra falta de éxito”, decía Jon Langford hace ya un par de décadas. Detrás de la paradoja aparente se puede sentir -tanto viéndolos en vivo en el documental como escuchando sus discos- que para este colectivo no hay paradoja absoluta, sino simplemente la coherencia de artistas que no consideran el valor de un proyecto en términos de logros materiales, sino a partir de la convicción de que “no podés vivir solo” y hacer algo para evitarlo.

Tal vez la última de las bandas genuinamente idealistas y conservadoras de la pureza del punk -algo a veces difícil de notar detrás de su ironía autodestructiva y de su sentido del humor-, es posible entender plenamente el espíritu contradictoriamente humanista de The Mekons en su reciente tema “Cockermouth”, en el que Langford canta un plácido reggae acerca de estar vagando por el campo mientras los bombarderos jets preparan el Armagedón, para llegar a un estribillo en el que Timms entona suavemente: “No tenés que creer al final, / tenés que creer que es el final”, frase que van recortando hasta que Langford tan sólo dice I believe: yo creo.