El domingo llegó a su fin en el canal para abonados HBO la segunda temporada de True Detective. Pasado el shock emocional, por decirlo de alguna manera (las terribles escenas del desierto y el bosque de secuoyas, dos ambientes opuestos para construir los finales esencialmente iguales de dos de los protagonistas), ha llegado el momento de pensar un poco más, precisamente, respecto de una serie cuya complejidad narrativa demanda reflexión, memoria y, por qué no, rever cada episodio, aunque dista mucho de ser el “laberinto” que algunos críticos descuidados y espectadores haraganes están proponiendo como queja.
Probablemente la primera reacción -o la más fácil- pasa por comparar la temporada que acaba de terminar con su predecesora, aquel híbrido de novela negra con relato weird a lo HP Lovecraft, bellamente llevado adelante por las poderosas actuaciones de Matthew McConaughey y Woody Harrelson. Aunque, ¿realmente vale la pena pensar de esa manera? Las expectativas pueden haber sido inevitables, pero quienes esperaban otro relato sobrenatural salpicado de Thomas Ligotti, Emil Cioran y la filosofía del horror (o el horror de la filosofía) de Eugene Thacker quizá simplemente estaban formando fila para una desilusión inevitable. Al menos si se tiene en cuenta el formato “antología” de la serie, caracterizada como una sucesión de historias independientes y no necesariamente vinculadas por códigos estrictos de género o subgénero.
De todas formas, no mucho después del fin de la primera temporada, su creador y guionista, Nic Pizzolatto, declaró que la segunda iba a tratar de “hombres malos, mujeres duras y la historia secreta y oculta del servicio postal de Estados Unidos”. A partir de esas palabras, algunos pensamos que habría alguna conexión con la novela La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon (que incluye en su trama una sociedad secreta, el Trystero, que opera por medio de un servicio de correo alternativo, de iniciales WASTE o RESTOS, según la traducción al castellano) y que lo de “oculto” (en inglés, la palabra occult es más unívoca al referirse a lo sobrenatural, lo místico o lo mágico) iba a implicar una vez más vórtices espirales en el cielo y seres primigenios que son invocados hacia nuestro plano de existencia, como vimos el año pasado.
Pizzolatto desmintió después ese avance (o admitió haber cambiado de opinión), pero una mirada atenta a la segunda temporada encuentra, sí, algunas referencias interesantes a la primera y a cierto clima “oculto” o de tensión entre una solución narrativa realista a la trama y una salida fantástica o sobrenatural (que, en este caso, nunca se desata en verdad). El trasfondo pynchoniano, de hecho, no pareció quedar del todo extirpado: vimos a una mujer llamada Antígona (que resuena con la Edipa Mass de La subasta…), encontramos una suerte de culto o secta en plan new age (que también remite a las otras novelas “californianas” de Pynchon, Vineland y Vicio propio), una especulación inmobiliaria con terrenos baldíos o inservibles, una corporación misteriosa (Catalyst, que funciona de manera parecida al Trystero de La subasta…) y una conspiración que empieza a manifestarse y ofrece un nuevo contexto al “caso” principal (la ejecución de un testamento en la novela de Pynchon, el asesinato del funcionario público corrupto Ben Caspere en la serie). Además, algún episodio hizo un guiño a la temporada anterior (por ejemplo, “Church in Ruins” -“Iglesia en ruinas”-, título del sexto, que recordaba a una de las localizaciones clave del relato precedente), en más de un momento aparecieron comentarios de tipo metanarrativo (el personaje de Vince Vaughn habló de una “serie de ocho capítulos”) y guiños (o pistas falsas) hacia una posible resolución esotérica o sobrenatural, incluso mediante la aparición en escena de libros fácilmente incorporables a la tónica de la primera temporada (como un tomo de Meister Eckhart, propiedad del personaje interpretado por Colin Farrell).
De todos modos, ninguno de esos elementos logró llevar esta temporada hacia el territorio narrativo o genérico de la primera, eso está claro. Para quienes prefieran el horror weird al relato policial o negro es fácil la decisión.
Son odiosas
En cualquier caso, quienes se pregunten si la temporada 2015 quedó “a la altura” de la primera, posiblemente deban encarar ante todo variables como la elección de los actores, la exposición de la trama y la construcción de atmósferas. Y en ese sentido, es fácil encontrar por ahí una serie de críticas negativas. La que quizá sea la más común señala lo “complicado” o “enrevesado” del argumento, que abundó en personajes secundarios y que no parecía terminar de definir qué estaba pasando o qué era lo que debía ser resuelto. Lo cierto es que una mirada atenta no tropieza con dificultad alguna; podrá decirse que cabía escribir esa historia con menos demandas al espectador, pero eso, evidentemente, implicaría otra historia, otra serie.
La segunda temporada de True Detective, en última instancia, asumió la dificultad (relativa, por otra parte) y la jugó como una carta más a la hora de crear atmósferas y climas. En ese sentido, es posible pensar que la serie apostó especialmente a eso, a jugar con ambientes, escenarios y ritmos narrativos. Los espectadores recordarán momentos en los que parecía “no estar pasando nada” y otros de acción vertiginosa (el tiroteo al final del quinto capítulo, por ejemplo), intercalados de una manera no siempre fácil de decodificar en función de una economía narrativa de efectos, tensión y relajación. Y por ahí cabe proponer otra de las virtudes de la serie: Pizzolatto eligió contar de otra manera, o partió de la suposición de que es posible eludir las pautas más consagradas de construcción de un relato, al menos en el mundo de las series de televisión.
Es decir: sí, hay muchos personajes secundarios cuyo rol en la trama no queda inmediatamente claro; hay, sí, momentos en los que se avanza a toda velocidad y otros en los que el relato parece estancado; hay, también, una exacerbada construcción de atmósferas emocionales (a veces incluso exagerada) que parece apelar a clichés inmediatos para construir su efecto, pero señalar que todos esos elementos en sí mismos comportan un error, una falla o un defecto sólo pone en evidencia el horizonte de expectativas de quien enarbola esas apreciaciones como críticas negativas.
Está claro, entonces, que quienes apoyen un encare conservador, poco arriesgado, “seguro” o incluso “tradicional” de la narrativa pensarán seguramente que un guion tan “complicado” (se dijo incluso que se volvían “necesarias” las explicaciones) ha fallado, que la serie debió dedicar más tiempo a “explicar” o que habría sido mejor quitar las subtramas “improcedentes”, pero lo cierto es que adoptar cierta postura alternativa se ha vuelto, desde hace ya unos cuantos años, una marca de las series más interesantes. Quizá el caso paradigmático sea Lost, serie que redefinió la narrativa televisiva y estableció claramente la posibilidad de apelar a cabos sueltos, misterios no resueltos y planteos narrativos complejos que jamás son explicados y que proponen la teorización de los fans como parte del disfrute de la serie, y que por eso fue (o es) detestada por los partidarios de una narrativa que apele a la comunicación sin fisuras con el espectador, que le ponga las cosas lo más fáciles posible y sostenga como valor fundamental el manido “contar una historia”.
La temporada 2015 de True Detective, entonces, no cuenta “una historia”: cuenta varias, y algunas de ellas se expanden más allá de los límites de la serie. Ante algunas, los espectadores nos quedamos de este lado, mirando sin entender del todo, y con otras no sólo vemos que se alejan de nosotros sino que sentimos que nos vamos con ellas, bien lejos del punto de partida. La sensación final es, por cierto, la que se vuelve el eje, la constante de la serie: el desasosiego, la angustia, la ausencia de salidas. Y así como al final de la primera temporada la esperanza se planteaba en términos ajenos por completo al ámbito de lo humano, acá el happy ending queda por fuera de la serie; quizás esté ahí, pero, como dijo Kafka, no es para nosotros.