Es inherente a las road movies tener una anécdota deshilachada, episódica, no clásica sin ser anticlásica, una que tiene más la lógica del viaje que la de la historia. Con ésta pasa algo extraño: quizá los episodios son especialmente insignificantes en lo anecdótico, y por eso el espectador vuelve a buscar la lógica en el tronco general, que se podría resumir así: un enfermo terminal (español residente en Buenos Aires), acosado por dolores y resistiendo en base a inyecciones de morfina, decide largarse por ahí en un viaje sin rumbo por el norte de Argentina. En las afueras de la capital se suma al viaje una mujer. Se da una buena química entre ellos. Visitan lugares curiosos. Esta sinopsis panorámica también es “mínima”, pero envuelve un desarrollo (el vínculo entre Santos y Érika) y un “punto de fuga” (la muerte de Santos y, más allá del punto de fuga, lo que esos momentos dejarán en Érika).

Las road movies no suelen depender tanto de una “historia”, sino de impalpables varios que a menudo hacen el valor de un viaje, muchas veces con un carácter iniciático (uno aprende, se transforma, crece), y algunas veces al mismo tiempo “terminal” (Easy Rider -Dennis Hopper, 1969- era así, ésta también). Con gestos mínimos, José Sacristán y Roxana Blanco dan concreción a la profundidad del vínculo que se va estableciendo entre sus personajes, sin necesidad de que la película nos “ayude” con música sentimental o con miraditas de comprensión trascendente y tierna que intenten plasmar en la pantalla las supuestas epifanías -los pecados de Rincón de Darwin (Diego Fernández, 2007), por ejemplo-. La cámara de Santiago Racaj dirigida por Rebollo también es muy poderosa: hay que ver cómo pone en valor los locales visitados, la propia carretera u otras observaciones armadas en secuencias de montaje (deslucidas fachadas de hoteles de carretera, perros abandonados que viven en estaciones de servicio).

La película tiene más niveles que los habituales en una road movie. Está el pequeño toque de comedia romántica entre Santos y Érika. Y hay todo un juego posgodardiano que envuelve una trama de thriller: resulta que Santos es un asesino a sueldo, recibe un encargo para matar a alguien, no lo cumple (pese a haber cobrado) y su viaje es, al mismo tiempo que un periplo vivencial, una fuga. Santos tiene una cara seria, quizá con algo de “malo”, porta una pistola y usa sobretodo. Esa capa genérica de thriller contamina la road movie, sin llegar a tomarla. La distancia está dada por el hecho de que esa línea anecdótica nunca llega a afectar la línea principal (la del vínculo de Santos con Érika), que a Santos nunca lo llegamos a sentir como alguien efectivamente peligroso, que la escena del asesinato fallido está rodada en una forma desdramatizada y esquemática, y que el que encarga la muerte es la figura físicamente imponente pero también cómicamente rígida del crítico de cine uruguayo Jorge Jellinek (actor principal de La vida útil), con quien Santos intercambia contraseñas que son un montaje absurdo de letras de canciones de Leonardo Favio.

Fuera de pantalla

Pese a que El muerto y ser feliz resiste bastante bien en ese fondo anecdótico de road movie con pizcas de thriller y comedia romántica, hay otra dimensión que constantemente desarregla y problematiza ese mundo anecdótico, y que se ubica más en la superficie, en la textura, en la realización, en el acto de narrar y componer la película. Es aquí donde está, quizá, lo grueso de la “acción”. Para empezar, hay una narración en voz over presente de inicio a fin. El acento español de la subnarradora (la voz es de Lola Mayo, coguionista de la película) introduce un elemento que, al menos para nosotros, latinoamericanos, es de distancia. Pero además la narración es esquemática, de frases breves y construcción directa, con un desapego bressoniano, refiriéndose a algunos personajes sin nombre siempre con las mismas extensas descripciones (el personaje de Jellinek es “el hombre grande con anteojos de muchas dioptrías y ojos chiquititos que lo contrató para un trabajo que no ha hecho”). Esa voz narradora a veces dice objetivamente lo que ve, a veces es groseramente redundante con respecto a lo que vemos, a veces es omnisciente y dice lo que los personajes están pensando (tendemos a creer que efectivamente lo sabe), a veces emite una opinión o sugiere una posible interpretación de los hechos, a veces contradice lo que vemos y a veces esa contradicción configura una ironía (aunque es difícil decir si la intención de ese “personaje” subnarrador es efectivamente irónica, o si la ironía se da en un plano superior de la narración).

Hacia la mitad de la película empieza a intervenir esporádicamente una segunda voz subnarradora, que es la del propio Rebollo, el otro coguionista, y además el “autor”. Para quienes la reconozcan, la presencia de la voz subnarradora del director configura otro rasgo godardiano. Ambas voces están constantemente poniendo de relieve lo arbitrario, lo no necesario de las decisiones narrativas, y convirtiendo esas oscilaciones en una poética. Algunas veces la voz subnarradora aporta algunos de los mejores rasgos de comedia que se hayan visto en un cine en tiempos recientes. Una comedia muy extraña, una comedia que no lo es, que no le roba la seriedad a todo lo que contiene de serio. Mucha de la riqueza visual de El muerto y ser feliz reporta a la riqueza sonora, a la forma en que esa voz subnarradora le da espesor a lo visto.

Y hete aquí una película que es visualmente muy rica, pero que es quizá, antes que nada, un regocijo para la sensibilidad e inteligencia auditivas. Además de divertirse y compenetrarse con el vínculo entre las voces subnarradoras y el discurso visual, pasa de todo a nivel sonoro: el ambiente de pronto desaparece, una voz queda sola, intervienen piezas musicales improbables (entre ellas la sonata de Alban Berg) tocadas en un piano grabado (o trabajado) en forma muy lo-fi y abruptamente cortadas. Las voces de los subnarradores o de los personajes dialogantes pueden retroceder paulatinamente hacia lo apenas audible y mayormente incomprensible, mientras el ambiente se mantiene estable. Hay también unos sensacionales fragmentos de música folclórica: una chacarera diegética y en sonido directo en Santiago del Estero, y una pieza incidental cantada aparentemente en aymara y cuya letra (subtitulada) comenta cosas de la anécdota de la película. A veces la voz interior de Santos (la imponente voz grave y rugosa de Sacristán) se dedica a recitar los nombres de todas las personas que mató en su vida (una lista absurdamente larga), que quedan ahí, como una textura sonora de fondo que a veces emerge, de pronto superponiéndose con la capa sonora contrastante de alguna voz femenina. Y hacia el final misterioso, donde no sabemos bien qué ocurrió, qué va a ocurrir, cuál es el estatus de realidad de lo que estamos viendo, ambas voces narradoras (Mayo y Rebollo) se superponen contando versiones alternativas de la historia, parcialmente incomprensibles debido a la competencia de discursos.

El muerto y ser feliz es algo fuera de lo común en su planteo y en su manera de ser. No tiene mucho sentido decir que es “redonda”, porque sus propias aristas y recorridos laberínticos contradicen la previsible regularidad inherente a lo redondo. Pero aúna como pocas películas corazón, inteligencia, humor, sagacidad, ternura, y un gozoso y permanente espíritu de invención. Todo eso se combina en forma preciosa con la dedicatoria -que se escucha al inicio, en la voz autoral de Javier Rebollo sobre pantalla negra- a Cinemateca Uruguaya: amor al cine, amor al cine más sorprendente e inusual, amor a la militancia por el cine. Cinemateca ganó una película que le hace justicia, y esa película devuelve efectivamente parte de las cosas que Cinemateca tiene para regalar.