El cine digital abolió la limitación que implicaba la duración de los rollos de película y permitió, finalmente, la realización de largometrajes en un único plano, como El arca rusa (Aleksandr Sokúrov, 2002) o La casa muda (Gustavo Hernández, 2010). Por supuesto, existía el antecedente de La soga (1948), de Alfred Hitchcock, que era “conceptualmente” en un solo plano pero técnicamente fue rodada en diez planos, con los cortes disfrazados por distintos artificios. Leí alguna vez que alguien había tildado ese tipo de proezas como “minimismo”. En un sentido lo es, porque desaparece el factor del corte. Por otro lado, el resultado incluye algunos de los planos más complejos que se hayan filmado en cuanto a la coreografía de movimientos de cámara y de movimientos de actores y objetos ante ésta.
Esta película parte de una idea más radical: su metraje de casi dos horas transcurre en un solo plano, pero fijo. Alguien tiene que haber tenido esa idea antes (al fin de cuentas, urdir una secuencia extensa y compleja en un plano fijo era un ejercicio que proponía Serguéi Eisenstein en sus clases, que nos llegaron por medio de apuntes de un alumno, material que a su vez circula desde entonces en cualquier escuela de cine del mundo). Pero yo, al menos, nunca había visto la idea llevada a la práctica.
Todo transcurre en el apartamento de Ana, escenógrafa de teatro, que recibe en su casa a Miranda, una muchacha más joven, que tiene talento para dibujar y se candidatea como su ayudante. El objetivo del encuentro es que se conozcan mejor, para que la diseñadora pueda evaluar a la dibujante desde un punto de vista profesional y personal. Mientras tanto, hablan del proyecto de una obra de teatro (una adaptación villera del cuento de Caperucita Roja), de cine, de sexo, de amor, de alimentación.
No se trata de un ejercicio de minimismo radical a la manera de Andy Warhol (quien a inicios de los años 60 hizo películas de más de seis horas de duración, con encuadre fijo y que consistían, por ejemplo, en filmar a un hombre que dormía durante toda la noche, o al edificio Empire State). El desafío en este caso fue generar la variedad de una película austera pero “normal”, sin recurrir a cambios de encuadre. Es realmente fantástica la forma en que eso se logra.
Hay cambios de iluminación que modifican considerablemente el color y la distribución de la atención en el espacio. Hay cambios en la ubicación de los personajes. Se modifica la ubicación de objetos chicos que están en primer plano (como el termo y el mate al inicio de la película) o que están al fondo pero son grandes y, por lo tanto, replantean el espacio (como el biombo). Se apagan las luces para estudiar la maqueta de la escenografía de la obra teatral, mientras con una linternita se simula la iluminación de las distintas escenas. Las músicas que van poniendo para escuchar ayudan a cambiar la ambientación sonora, así como la apertura y el cierre de puertas modifican la acústica, y las distintas goteras generan patrones sonoros rítmicos (antes de dirigir esta ópera prima, la experiencia cinematográfica de Adriano Salgado fue sobre todo como sonidista). Lo más espectacular es cuando apoyan un espejo sobre la mesa, dado vuelta hacia nosotros, que nos permite ver lo que hay en la “cuarta pared”, y que además, cuando alguna de las actrices sale de campo hacia atrás de la cámara, permite reencuadrarla y mostrar lo que está haciendo.
Esos cambios están además administrados para producir efectos. La mayoría del tiempo las dos están sentadas alrededor de una mesa que está justo frente a la cámara. Durante 80 minutos Miranda está siempre a la izquierda y sólo vemos su perfil derecho, excepto en forma muy fugaz y de lejos, en algunos momentos en que está parada. Cuando finalmente ella se planta frente a nosotros, en otro lugar de la mesa, verle bien el rostro completo causa un efecto considerable.
El hecho de que el apartamento tenga goteras sirve de pretexto para algunos de esos movimientos: hay que cambiar cosas de lugar para evitar que se mojen. Esto propicia el más radical de los efectos: cuando empieza a gotear arriba del revistero del título, cuya ubicación es la de la cámara, la muchacha lo tapa con un impermeable para protegerlo. Durante un minuto y medio quedaremos a oscuras; mientras tanto, las dos mujeres corren un poco hacia adelante el revistero y, cuando lo destapan, el encuadre se cerró un poquito (el revistero se identifica con la cámara). Es de suponer, entonces, que técnicamente la película no se hizo en un solo plano sino en dos, que conceptualmente constituyen un solo plano, como en La soga, y además, con un ligero cambio de encuadre.
Hay otros chistes formales, como cuando, al final de la película, la cantante de salsa del CD en vivo que Ana está escuchando empieza a despedirse del público (el de ella en su espectáculo, y nosotros mismos en el cine), y la presentación de los músicos (ficticios) se resbala hacia la presentación de los técnicos de la película (reales). O el hecho de que mucho de lo que ocurre gire alrededor de los dibujos de Miranda, que nunca vemos, pero que aparecen en los créditos finales (donde sí hay cortes), que transcurren mientras escuchamos una guajira que habla sobre Miranda y la asimila con Caperucita Roja.
El propio título de la película, descubrimos cuando la vemos, parece remitir al recurso formal de la ubicación de la cámara fija, más que a lo que por lo general asumimos como “el contenido” de la película (la historia, las cosas de las que se habla, las reflexiones que derivan de todo eso). Y, de hecho, ese recurso formal es lo más comentado acerca de La utilidad de un revistero (tal como en este artículo). No es poca cosa.
De lo otro (el “contenido”) se puede decir que es medio esnob. Porque hay algo de esnob en todo ejercicio de virtuosismo formalista (que deja bien a la vista sus recursos formales), pero eso igual tiene su sabor. También -y esto ya no es tan bueno- porque todo el tiempo la película parece comunicarse con una barrita de compinches chetos que van a recibir con una sonrisa los comentarios ingenuos de Miranda sobre las películas argentinas (que condicen con su calza animal print), o que van a percibir como un elemento de arte bienpensante la obra teatral para un público de clases altas sobre la población villera, así como la crítica (¿o autocrítica?) social en el hecho de que Ana, al parecer, se está apropiando de las ideas de la chica, o de que Miranda (de clase baja), pese a su trauma con el sexo oral, es quizá más lisa en su vida sexual que Ana (de clase media e “intelectual”), que hace de cuenta que está satisfecha con su pareja estable pero en la práctica necesita escapadas fogosas con un pianista negro puertorriqueño (me queda un gusto a misoginia en todo eso).
Las actrices son competentes (sobre todo la que tiene más experiencia, María Ucedo), pero el guion no les permite alzar demasiado vuelo. Uno detecta ese vicio característico de las obras “de cámara”, basadas en un grupo cerrado de personajes en un espacio delimitado y en tiempo real, que consiste en una entrada demasiado veloz en cuestiones íntimas y personales, destinadas a darle algo de intensidad al drama: lo que pretende ser “natural” se delata muy fácilmente como artificio.
Por lo tanto, el disfrute de la película va a depender un poco del grado de tolerancia del espectador con respecto a esas características. La obra fue premiada como “mejor película argentina” en el importante Festival de Mar del Plata, en un momento en que el cine argentino no viene nada mal. Lo cierto es que quienes estén interesados en los aspectos “cinematográficos” del cine pueden ir a ver La utilidad de un revistero con la seguridad de que van a apreciar una experiencia singular, concebida con inteligencia, realizada con virtuosismo y que, como mínimo, puede propiciar una buena discusión.