Con números de visitantes que rozan los récords de las recientes megaexposiciones de Rafael Barradas y Carlos Federico Sáez, Ignacio Iturria: pintar es soñar es todo un éxito, algo que fija lo que fácilmente se podía conjeturar: Iturria es el pintor viviente uruguayo más popular del país. En efecto, la gran muestra balancea cierto déficit expositivo local y permite dicha consolidación: habiendo vivido buena parte de su vida (y carrera) en España, aunque con incursiones frecuentes por estos lares, no se había dado todavía la posibilidad de ver concentradas tantas obras suyas, y de un ingente lapso histórico, en el mismo lugar (quizá el precedente más cercano se ubique en el mismo Museo Nacional, en 2001, en ocasión del Premio Figari). Mirada atrás, entonces, pero de un artista todavía activísimo (en 2013, por ejemplo, abrió su Fundación en Carrasco, donde organiza muestras y residencias para otros artistas), tal como atestiguan varias telas de inmenso tamaño producidas en el último par de años (una, Mundo fragmentado I, de 2014, es especialmente llamativa, por el empleo de colores bastante inusuales, y quizá vislumbre sucesivas salidas sistemáticas del tono generalmente umbrático que lo caracteriza).
Como jugando
El importante conjunto de 106 piezas (las más antiguas son de comienzos de los años 80; la más nueva, la instalación del “cuartito” hecha in situ, con pintura todavía fresca) ha sido fragmentado por el curador -el español José Jiménez, que conoce muy de cerca la trayectoria iturriana- en cuatro estaciones (“Las enseñanzas del juego”, “Las redes del mundo”, “Brazos al cielo” y “La luz de los sueños”), que de inmediato dan la tónica de la presentación y pueden ágilmente traducirse: aire lúdico, esperanzado, en perpetua rêverie, pero sin olvidarse nunca de la dureza del mundo y sus peligros. No creo que se pueda agotar así el amplio (aun en su dimensión microcósmica) espectro de los elementos que conforman el arte de Iturria, pero es una diligente entrada en sus construcciones visuales. Sin embargo, mientras que la primera “sala” -la del “juego”- es extremadamente eficaz en cuanto al montaje, las otras padecen un poco la gestión del espacio: sobre todo en la sala grande del primer piso, donde los enormes tabiques que la cortan absorben -junto, quizá, a un exceso de piezas- el aire entre una obra y otra, y pueden reprimir una fruición meditada.
Volviendo a la planta baja, la idea de “Las enseñanzas del juego” es gozosamente iturriana: una treintena de obras están alojadas en una especie de gran habitación, de muros altos sin techo, que la transforman en una caja dentro de otra caja (el museo y su selección del acervo): se parece a uno de los paralelepípedos que emergen a menudo en la obra de Iturria, contenedores que tratan de sujetar a los personajes y situaciones, como si fuesen las rejas de un constructivismo desmotivado y humoral. Desde lo alto del primer piso, además, se crea un interesante diálogo entre el primer espacio y lo que está colgado en las afueras de su “cercado”. Ahí Jiménez concentró lo más (aparentemente) infantil del pintor. Hay una especie de “rincón” del elefante, con numerosas telas que lo retratan: sobresale la “reflexiva” Juntos, de 1997, en la que se presenta un elefantito arriba de un sofá-elefante, mueble de 1995 que está expuesto a pocos metros de distancia, divertida concreción tridimensional pintada del animal (de paso: se lamenta la escasez en la muestra de especímenes de la obra escultórica de Iturria, una de sus vetas más atractivas). Cierta sana ansiedad por taxonomizar los estímulos (sin división entre los más directos y las puras sugestiones) es patente en lienzos como Relación y Acción, ambos de 2012, en los que se amontonan referencias personales más o menos ocultas a citas directas que cuchichean entre sí -y Pablo Picasso es probablemente el autor más evocado-, pero también dan la pauta de cómo trabaja, en instancias menos atiborradas, Iturria a nivel compositivo: una acumulación rítmica de elementos repetidos que no es difícil rastrear en varias piezas, supuestamente menos agitadas (por ejemplo, la pequeña y brillante serie de Nueva York; el Stanno tutti bene, de 1995; la deliciosa estantería con juguetes Jubilados, de 2012; o la floja Todo gira, de 2006).
En cuanto a los “contenidos”, se reafirma, en la cantidad, lo que se conocía en los casos particulares: los hombres y las mujeres reducidos a pequeños seres filiformes entre Alberto Giacometti y unos prisioneros demacrados, siempre minúsculos en comparación con su entorno; la presencia constante de animales (un verdadero minizoológico con sus tigres, leones, gorilas, perros, gatos, caballos), digamos de matriz más vinculada con Esopo que con Lautréamont; el humor surrealista (esos ojos desorbitados y cartoonescos que cruzan los lienzos); sets recurrentes -cubículos, edificios, medios de transporte y, sobre todo, mesas a modo de “escenarios”, como si todo fuese efectivamente un onírico juego de mesa-, embebidos de anécdotas misteriosas (caso ejemplar, también por su calidad pictórica, Una noche en mi casa, de 2001, en el que en una ventana aparece la madre del pintor dando clase, mientras afuera deambulan, alucinados, dos marcianos de un verde que hiere).
Infiltra los cuadros un aire de blanda soledad, de incongruencia del individuo con la rarefacción del mundo que lo hospeda, pero las escenas raramente carecen de cierta ternura e, incluso, de erotismo. Ahí, y en un atmósfera frecuentemente sombría, se entrevé el adulto en ese mar de infancia: el coito de Hasta los huesos, de 1994, es el caso más descarado y resuelto, con astucia, en un sorprendente abrazo vermiforme.
Ventajas de la perspectiva
El arco temporal generoso revela puntos altos (el uso de los espejos en La luz de los pozos, de 1997, y Espejismos, de 2001) y delata hoyos (las pocas piezas de los 80 empalidecen en comparación con las posteriores), pero no hay duda de que la fuerza de la obra de Iturria se aprecia más cuando se mira en amplio conjunto que aisladamente. En cierta medida, al comparar fases diversas se redescubre al artista. Por ejemplo, la cuestión del color, a menudo debatida: ¿es la suya una paleta sumamente uruguaya? (y todos pensamos en los Torres “tenues”, obvio). Claro está que sí, pero los omnipresentes ocres, grises y negros no siempre cumplen las mismas funciones y quizá vengan también de más atrás, de los Picasso y Georges Braque más analíticos: para dar un solo ejemplo, los grises surreales de El camino, de 1993, no son los grises inquietos de La maquinaria, pintada diez años después. Además, con un centenar de cuadros a disposición, empiezan a aparecer sistemáticas rupturas a la tácita “regla” tonal: halos de rojos (El corazón del corazón, de 2000; El ruso, de 2001), fecundos espectros de azules vivos (las dos “lluvias” de 2007; Catarata, de 2008), manchas al borde del pop en Soplando estrellas, de 2015. También se aclara cómo su manejo matérico del óleo para dar espesor a ciertas figuras, llegando a verdaderos bajorrelieves, no es, por lo menos en gran parte de los casos, un mero efecto para asombrar, sino un recurso (para)dramático dosificado en forma coherente.
En definitiva, dentro de los códigos de la pintura, si Iturria no se atreve a todo, se atreve a mucho, y la exposición lo demuestra. Se atreve, pero, por supuesto, nunca desborda, nunca es un atrevido. Pinta, como parece haberlo entendido plenamente el público uruguayo, con delicada pero resuelta punta de pincel, y llega por medio de imágenes visionarias que quizá no pretenden hacer cosquillas al sueño jungiano de los arquetipos, pero que sí son compartidas.