El perfecto comienzo de Sin hijos parecería jugar un poco con las mitologías cinematográficas de sus dos actores principales. Diego Peretti (que encarna a Gabriel) y Maribel Verdú (en el papel de Vicky) se encuentran en una oficina pública mientras posan para la foto del pasaporte. Peretti tiene una onda rockera que le queda algo grande, con esa ligera extrañeza que generan las pelucas. Esa poca naturalidad de la apariencia, más que molestar, nos reconecta con su polifacética identidad de Emilio Ravenna, el encargado de interpretar personajes claves en los operativos de Los simuladores. La española Verdú, por su parte, de la nada le confiesa que estaba enamorada de él unos años antes y lo invita a realizar un viaje relámpago al norte argentino, plan que si llegara a concretarse podría disparar la película como una especie de Y tu mamá también (el film que la catapultó a la fama) del Cono Sur. Al fin de la escena, que toca el fantasma bien masculino de esas mujeres míticas con las que nunca logramos concretar nada, vemos a Gabriel contemplar resignado cómo se aleja su femme fatale, pero sin permitírsenos entender por qué no se sube a ese atractivo vagón. La vuelta de tuerca sucede cuando lo vemos llegar a los asientos de espera, donde se sienta junto a la que descubrimos como su esposa, infumable y embarazadísima (Marina Bellati).

Este prólogo ingenioso, atravesado por una especie de descaro algo almodovariano, vira rápidamente a la normalidad de la comedia romántica hollywoodense (no se entienda esto último como algo inherentemente peyorativo), con un tono más didáctico, mostrándonos el acontecer diario de Gabriel varios años después. El protagonista es un superpadre que dedica casi cada minuto de su tiempo y cada metro cuadrado de su apartamento a su hija, mientras realiza el resto de sus actividades de una forma medio mecánica, sin demasiado entusiasmo. Lo vemos conflictuado por una relación con su padre, al mando de una empresa para la que trabaja su hermano (Martín Piroyansky, muy desaprovechado en el rol cómico), pero más que nada incapaz de volver a tejer un nuevo vínculo con alguna mujer. La razón principal es que no se permite a sí mismo habilitarse un espacio para dejar de ser exclusivamente padre, como si estuviera sufriendo la versión inversa de un complejo de Edipo. El tema es que su hija es Sofía (Guadalupe Manent), que no es cualquier niña. Gran parte de la gracia de Manent como actriz es su capacidad de manejar las convenciones del mundo adulto, pero en clave infantil (algo que, si nos apuran, nos podría remitir a la joven Julieta Zylberberg de esa especie de fantástico ChaChaCha hecho por niños que era Magazine For Fai), una especie de encarnación de la histeria femenina porteña en envase pequeño. Detrás del sano y liviano humor que atraviesa a todo lo que rodea a Gabriel y Sofía hay una corriente subterránea que marca, en el fondo, que lo que ellos interpretan es, más que una relación entre padre e hija, la de un marido y su mujer.

Esto se puede ver con mayor nitidez cuando reaparece Vicky, más diosa que la primera vez, y enseguida se engancha -esta vez, los dos están libres- con Gabriel. A la relación complicadamente dependiente de éste con su hija se le agrega el hecho de que Vicky odia a los niños, y la matemática nos da una especie de triángulo amoroso, en el que no pocas veces Manent parece encarnar a la esposa despechada. La “solución absurda” (la premisa base de toda comedia de enredos) es que, al menos en un comienzo, Gabriel intenta ocultar una de otra a las dos mujeres de su vida, y se genera un sinfín de desencuentros. Después, la película intenta disimular algunas costuras, guiándose por algunas trampas y trucos no del todo convincentes, pero nunca llega a perder del todo su swing. Más que nada, todo lo que puede hacer ruido se resuelve una y otra vez mediante el impecable oficio de Peretti (quien últimamente parece actuar todo “de taquito”, algo que señala, por un lado, el excelente momento de su carrera y, por otro, el riesgo de empezar a repetirse), la siempre seductora presencia de Verdú y esa caja de sorpresas que es Manent.

Lo que más hace ruido es posiblemente ese entorno demasiado cool, demasiado rico, que parece rodear no sólo a Sin hijos, sino a toda la camada más significativa de las comedias actuales argentinas. Pese a que el trabajo de vendedor de instrumentos musicales puede llegar a ser muy lucrativo, la casa de Gabriel parece sacada de la sección infantil de una revista de diseño de interiores. La exclusiva fiesta a la que lo invita Vicky tiene referencias bastante directas a la famosa escena del cumpleaños de Gep Gambardella en La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013), y a la casa vidriada de la nueva pareja de su ex esposa le falta poco para haber sido diseñada por el arquitecto Mies van der Rohe (al parecer, ser instructor de taekwondo da sus dividendos). Quizá asumiendo la inclusión de protagonistas como Verdú, metidos en el metraje por algún artilugio argumental, que es típica de la coproducción con España, la ciudad en que vive y transita Peretti parece una mezcla de Madrid con Buenos Aires, que recorta sólo lo más cheto de las dos. No falta la oportunidad de salir de la capital para brindarse un fin de semana de relax en un hospedaje elegantísimo, emplazado en las entrañas de un bosque, e incluso el hermano boludo de Gabriel puede permitirse incentivar su capricho por las motos con un modelo Harley sin una mancha de aceite, en lugar de agarrar un ciclomotor barato y tuneado. Todo es demasiado limpio, demasiado perfecto, demasiado caro.

Luego de una época en la que la aspereza de lo social del nuevo cine argentino se complementó con un estilo costumbrista (las películas de manteles a cuadros), estas últimas comedias pulcras y cool (pensemos en la gigantesca mansión del Guillermo Francella enano de Corazón de león, o en la casa blanquísima y vidriada de Dos + Dos), parecen asumir que la única manera de permitir que sus protagonistas tengan enredos banales es dotándolos de un tremendo capital, para que su vida y sus “soluciones absurdas” puedan circular por vías independientes y bien asfaltadas. O capaz que es sólo que los directores de arte son tipos salidos de la publicidad, sin demasiada idea sobre qué hacer con los escenarios más allá de que sean lindos.

Quizá el comentario más interesante acerca de esto, el film más sintomático con respecto a este ritornello escenográfico del cine argentino, sea el de El hombre de al lado, en el que la elección de la Casa Curuchet, diseñada por Le Corbusier, servía como implemento de la trama a la hora de pensar el conflicto de clases.

No es que le pidamos a una película como Sin hijos que sea esto, pero a veces uno se pone a pensar de dónde sacan los personajes el dinero para vivir vidas tan elegantes.