Si definimos a una película “de culto” como una que es apreciada con enorme entusiasmo, pero solamente por un grupo muy minoritario y específico de espectadores, es lógico que los objetos de esos cultos varíen de país en país, o más bien de cultura en cultura. Así, por cada película que es un objeto de culto más o menos mundial (Blade Runner, The Warriors), hay otras limitadas a públicos más específicos (El topo, Pink Flamingos) y por último algunas distintivas de una comunidad en particular (Kaos, Acto de violencia en una joven periodista), desconocidas para el resto del público cultista. De esta forma puede entenderse que una de las mayores películas “de culto” de las últimas dos décadas sea virtualmente desconocida en Uruguay, lo cual es una injusticia sencillísima de solucionar, aunque más no sea para intentar acercarse a la serie con la que Netflix pretende continuar el extraño fenómeno de Wet Hot American Summer, una comedia de 2001 dirigida por David Wain, que, sin más ambiciones que la de satirizar a las comedias fuertemente sexuales y tontas de los años 80, se ha convertido en uno de los fenómenos de culto más intensos del cine reciente, a la que sin embargo ignoraba por completo la mayoría de los cinéfilos uruguayos, que tal vez se pierden así un importante eslabón de la comedia contemporánea.

Cuando Wet Hot American Summer se estrenó, las críticas fueron pésimas en su mayor parte, y la película pasó más bien inadvertida. Con el tiempo -y a medida que sus antes desconocidos protagonistas se hacían cada vez más famosos- el film fue reconsiderado y se convirtió en uno de esos que son vistos una y otra vez por sus seguidores.

Ahora bien, las películas de culto suelen tener en común no haber sido muy exitosas en su estreno porque sus virtudes fueron subvaloradas (debido a que eran demasiado vanguardistas o sutiles), haberse descubierto luego, después de varias revisiones, y tener una mirada especialmente sensible a su tema. Pero también, en algunos casos, adquieren carácter de culto por su total carencia de virtudes, o por la adhesión total a una estética ridícula que, con el tiempo, se ha vuelto involuntariamente graciosa o inesperadamente cool. Lo extraño de Wet Hot American Summer es que no es ni una cosa ni la otra.

No se trata de una gema de bajo perfil o adelantada a su tiempo, ni de un desastre con final feliz al que los cambios culturales hayan dotado de cierto encanto, sino más bien de una película de una torpeza inaudita en términos narrativos, que se limita -bajo la excusa de ser la imitación de Porky’s y otros desastres ochentosos- a amontonar una serie de gags de humor a veces efectivo, otras demasiado hermético o pedante, sin generar casi la menor ilusión de unidad temática. De hecho, el film parece haber carecido de un continuista; no es una simple acumulación de chistes divertidos e independientes, como ciertas sátiras de Abraham-Zucker o Mel Brooks, sino que algunos de los gags se interrumpen abruptamente, otros se arrastran a lo largo de toda la película, y rara vez se relacionan entre sí, por lo que el conjunto se convierte en un monumento a la estética non sequitur.

En ese caos, sin embargo, la película termina revelando un extrañísimo encanto, basado en buena medida en el carisma de sus protagonistas, entre los que encontramos a Janeane Garofalo y a Molly Shannon (provenientes de Saturday Night Live, y por lo tanto los únicos rostros relativamente conocidos en 2001), pero también a un Paul Rudd ya brillante, a una Elizabeth Banks hipersexy, a la siempre graciosa Amy Phoeler (que acababa de desembarcar en Saturday Night Live), a Bradley Cooper en su primer rol cinematográfico y a un Christopher Meloni tan demoledor que cuesta imaginar por qué no es hoy en día uno de los mayores actores de Hollywood.

Pero Wet Hot American Summer no se rescata sólo por su elenco; también posee una incongruente mezcla de humor pasado de rosca en su violencia absurda y un clima extrañamente nostálgico, obtenido mediante una elegante fotografía y una edición lenta y vintage, sumada a un tono agridulce, de fin de verano, que remite en estética y espíritu a la maravillosa Dazed and Confused (1993), de Richard Linklater (reconocida por el director como una de las influencias más claras de la película que nos ocupa).

En todo caso, se puede argumentar acerca de las bondades de esta comedia, pero siempre teniendo en cuenta que muchas de ellas parecen fruto del azar, o de una particular química momentánea entre sus responsables. Es decir, casi un accidente, que nadie en su sano juicio intentaría reproducir o continuar; sin embargo, el canal Netflix piensa de forma distinta, y el resultado es la miniserie Wet Hot American Summer: First Day of Camp.

Después de todo, pero antes

No es la primera vez que Netflix se mete a extender una comedia de culto: ya lo había hecho con la adoradísima serie Arrested Development, de la que produjo la cuarta temporada que todos sus fans se habían quedado esperando (y que si bien los decepcionó un poco, por algunas irregularidades, terminó siendo tan buena como las otras). Pero justamente Arrested Development era una maravilla de continuidad, donde el limón que se arrojaba al aire en un episodio servía para condimentar una comida siete u ocho episodios después, es decir, una serie que pedía secuelas y continuaciones, algo muy distinto de Wet Hot American Summer, que, siendo además una serie sobre jóvenes en verano, se hacía menos recreable con cada mes que pasaba desde su ya algo lejano estreno, hace 15 años. El caso es que Wain y el guionista-actor Michael Showalter no decidieron abordar una empresa difícil -la de narrar qué había pasado con aquellos personajes una década y media después- sino una imposible y absurda (al menos utilizando el mismo elenco): contar qué había pasado antes de la película original.

Recapitulemos: Wet Hot American Summer tenía cierta cualidad nostálgica, ya que ubicaba sus acciones en el último día de un campamento de verano, donde los aún adolescentes coordinadores y encargados de actividades querían utilizar las últimas horas para cumplir alguna fantasía erótica o declararle su amor a alguien, una situación más bien tópica que constantemente era frustrada por la extrañeza del film, hasta culminar en el final menos romántico de la historia de Hollywood. Ahora, el objetivo de Wain y Showalter para su miniserie es contar cómo se llegó a aquel último día, cómo fue el mes que precedió a esa despedida.

Ya en 2001 el casting había sido bastante generoso, con actores veinteañeros y alguno casi treintañero para interpretar roles de chicos y chicas de 16 o 17 años. Para hacer Wet Hot American Summer: First Day of Camp, Showalter y Wain consiguieron la hazaña de reunir a todo el elenco original, entre ellos a gente como Rudd o Cooper, que hoy en día están entre los actores más caros de Hollywood. Todo un logro, pero con un problema significativo: pasaron 15 años, y si algunos ya estaban pasados de edad en 2001 para que se los tomara por adolescentes, eso ahora es totalmente inviable. O no: lo que hizo Wain, convirtiendo de paso a la miniserie en uno de los productos más jugados conceptualmente de la televisión actual, fue dejar de lado toda pretensión de realismo visual y simplemente narrar las historias de los personajes, como si para el elenco no hubiera pasado el tiempo. Al fin y al cabo es televisión, ficción.

Mientras que las actrices aparecen por lo general bien conservadas, los cambios físicos en algunos de los actores han sido muy notorios. Rudd parece haberse caído en la fuente de la juventud, pero sólo por diez años, no los 20 que necesitaría para tener el physique du rôle correspondiente a su personaje. Es el caso de casi todos, pero el extremo es Michael Showalter, quien en la película de 2001 había sido el principal protagonista y aparecía como un joven desgarbado, narigón y delgado, con un corte de pelo en taza algo ridículo y un carisma similar al del Shaggy, de Scooby-Doo. El Showalter de la serie tiene 30 kilos más y parece incluso mayor de lo que es, pero encarna a su personaje adolescente y enamoradizo como si esto no importara en absoluto y el corte de pelo en taza no le quedara, ahora, absolutamente atroz. Partiendo de esta premisa de descreimiento total en el realismo -y burlándose expresamente de la verosimilitud visual, al hacer que Elizabeth Banks, la única del elenco que podría pasar por apenas veinteañera, represente justamente a una mujer que se hace pasar por adolescente-, Wet Hot American Summer: First Day of Camp se arroja de cabeza en el disparate absoluto y en el ambiente de fiesta privada que impregnaba a la película.

Claro que si hay algo irreproducible es la espontaneidad que desbordaba el film original, por lo que esta serie es inevitablemente más racional en sus estructuras y en sus guiñadas culturales (que atestan los guiones de punta a punta, pero pueden pasar inadvertidas por su sutileza). A la vez, todos los personajes son aparatosos en su carácter de caricaturas de estereotipos, que parecen más tomados de la historia del cine que de prejuicios reales.

El resultado es la serie más extraña que se esté emitiendo actualmente, cuyo humor nos puede hacer descostillar de la risa o eludirnos por completo, dependiendo de nuestra receptividad y no de la calidad del episodio. Wet Hot American Summer: First Day of Camp es absolutamente imposible de ver o entender sin conocer y apreciar la película original alrededor de la que orbitan todos sus episodios, pero éstos son, en cierta forma, un refinamiento y una destilación de algo que existía y funcionaba en estado bruto, y no deja de asombrar que vuelva a funcionar a pesar de lo improbable de la propuesta. Seguramente tiene mucho que ver con la aún persistente química entre sus protagonistas, entre los que reina un Rudd majestuoso y capaz de convencer a cualquiera de que su cuerpo de cuarentón joven encierra a un chico caprichoso de 17 años. Pero para eso hay que estar dispuesto a sumergirse en la serie sin preguntar por la temperatura o la profundidad del agua. Es más, sin preguntar siquiera si es agua, simplemente disfrutando de la experiencia.