-¿Cómo surgió la idea de adaptar esta novela de Boris Vian?

-Se le ocurrió en 1983 a Mercedes Pallares, porque ella había visto hace muchos años la obra El rumor, de Vian, dirigida por Alberto Restuccia, y se puso a adaptar la novela. La adaptó, pero resulta que no habían pasado 50 años de la muerte del autor y no se permitía hacer adaptaciones. Pasaron muchos años y en 2014, cuando estábamos viendo qué hacer, entré a revolver entre todos los papeles y encontré la adaptación de El arrancacorazones. La releímos y la readaptamos, porque estaba muy engorrosa. Empezamos a modernizarla, a traerla más a la época actual, y vimos la actualidad que tiene si mirás que todas las personas honestas están detrás de rejas, que todos ponen rejas en las casas y que en este país los que más trabajan son los herreros. Por ejemplo, en la esquina de mi casa vive un señor que es profesor de matemáticas y tiene un patiecito de cuatro metros por cuatro, donde se sentaba a tomar mate. Un día lo asaltaron, le pegaron, le hicieron de todo, y el hombre agarró y enrejó todo; ahora toma mate en ese patiecito enrejado que da a la vereda, y quedó como dentro de una jaulita. También están los recicladores, la gente que duerme en los contenedores, aunque tratemos de mirar para otro lado. En Montevideo hemos perdido la sensibilidad. De eso se trata esta obra. Vimos la actualidad de esta obra en la que aparece un psiquiatra que dice: “Estoy vacío, me tengo que llenar de sentimientos”, y hablás con psiquiatras y psicólogos y realmente, a veces, no saben por dónde encarar a los pacientes. Le vimos esa actualidad increíble a la obra y por eso la llevamos a escena.

-En la puesta en escena de Una aldea mirando al sur hay cierto perfil que se repite en tus obras, cierto despojamiento en la escenografía, como vimos en la puesta que realizaste en 2008 de El Señor Puntila y su empleado Matti. ¿Es así?

-Sí, eso lo vas a encontrar en las puestas que yo hago con el Grupo XXI, que tienen elencos grandes, muchas escenas, muchos personajes, porque es como a mí me encanta trabajar. Empezó cuando hice Mockinpott, de Peter Weiss; El cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal; Tango, de Sławomir Mrozek, también en El señor Puntila y su empleado Matti, de Bertolt Brecht. Son puestas para gente de todas las edades y tienen esa cosa que yo siento que es moderna, rápida, que tiene aire, que dice muchas cosas y las dice a través del humor, con colores, con muchas escenas, con gente que canta, que baila, que se mueve con mucha energía, pero en las que la crítica social, que es tremenda, está. Y eso está en Boris Vian; él es un gran crítico, un gran irónico, amigo de Albert Camus y de Jean-Paul Sartre, con influencias del existencialismo y lo onírico, que también conoció el París en el que vivió Samuel Beckett, el de Arrabal, el de Eugène Ionesco. Si juntás estas influencias también encontrás influencias del teatro del absurdo, pero es un absurdo al estilo Boris Vian, que más bien se tira a un irónico y a construir una gran humorada. Eso es lo que creo.

-¿Cuándo empezaste tu carrera como directora?

-En 1983. Lo primero que dirigí fue Los reyes, de Julio Cortázar. Desde adolescente, siempre amé a Cortázar y en ese entonces él vivía. Le envié una carta en la que le decía que nos tenía que permitir esa puesta en escena, y todo el mundo me decía: “¿Cómo le vas a escribir una carta?”. No pasaron tres meses y me llamaron de AGADU para decirme que habían recibido una carta de Cortázar en la que decía que estaba encantado de que estrenaran esa obra, que él consideraba que no era muy teatral, pero que si queríamos podíamos estrenarla. Y gracias a aquella obra y a otra que hice el año siguiente, Vincent y los cuervos, sobre la vida de Van Gogh, en la Alianza Francesa quedaron muy impactados y me ofrecieron una beca para ir a estudiar a París. Me fui a estudiar dirección teatral con Stuart Seide, en el teatro Chaillot, y en la Cartoucherie con Ariane Mnouchkine, de 1984 a 1985. Después me volví a ir a Europa, por mis propios medios, y en Barcelona estudié con José Sanchis Sinisterra en el teatro fronterizo; le llevé mi currículum y me contrató como asistente de dirección. Trabajé con él por un año, después me fui a París y seguí trabajando. Tuve la suerte de encontrarme con Enrique Estrázulas, que en aquel momento era el agregado cultural en la Embajada de Uruguay y me dijo que volviera a montar Los reyes en París. Hablé con Mnouchkine, me recomendó gente y la monté en francés. Como era la primera vez que se ponía en escena, se hizo un video que quedó archivado en la videoteca del Festival de Avignon.

-¿Quiénes fueron maestros a lo largo de tu carrera?

-Yo tengo un gran maestro que es Alberto Candeau. Él me enseñó a dirigir actores en la Escuela Municipal de Arte Dramático. Cuando yo estaba en tercer año le dije que quería dirigir; me propuso que hiciera puestas en escena y que él las supervisaba, entonces ponía obras con mis compañeros. También hice asistencia de dirección con Carlos Aguilera en La casa de Bernarda Alba, que se hizo en la sala Vaz Ferreira, y en esa oportunidad también Aguilera me enseñó a dirigir actores. Él me decía: “A los actores siempre hay que darles para adelante y todo lo positivo, para que crezcan”; Candeau me aconsejaba: “Al actor lo tenés que cuidar, porque está entregando todo, y el director es un comunicador social”. Después tuve maestros que siempre están dando vueltas en mi cabeza y ayudándome, como Elena Zuasti, una mujer de una mentalidad muy aguda, por momentos irónica, con unas concepciones muy inteligentes; siempre venía a ver mis puestas en escena. También el maestro Berto Fontana, que me enseñó a manejar mi voz y que a los actores hay que oírlos, que se tiene que entender todo lo que digan.

-¿Cuál es tu técnica en el trabajo con los actores?

-Creo que el teatro no se aprende en un libro, sino generación sobre generación. Como te decía, aprendí con Candeau, con Aguilera, con Elena Zuasti. Eduardo Schinca me enseñó la delicadeza con que se debe presentar cada puesta, lo importante de no olvidarme del detalle, pensar en el último detalle siempre. Soy un producto de todos esos maestros. Mi técnica consiste en apuntar siempre para adelante, considerando los logros positivos; de lo que hace el actor, reforzar lo positivo. Trabajo desde el amor, porque sin ellos no soy directora de teatro, sin ellos no existo: ellos me permiten crear.

-¿Cuál es la característica fundamental requerida para dirigir?

-Lo que tiene que tener un director es paciencia, porque hay que partir de la base de que no hay nada obvio. El actor cuando está en el escenario no ve su trabajo, entonces comete algunos errores, simplemente es decírselo y se da cuenta enseguida: tenés que vivir lo que está diciendo, visualizarlo, mostrarle que lo que está diciendo tiene que ser visualizado por el público, no hay que olvidar que lo importante es el público, que se está actuando para él. Son cosas que parecen obvias, pero en el teatro no existe la obviedad. Ser director es eso: decir las cosas en el momento preciso y repetirlas todas las veces que sea necesario. Desde que empecé a dirigir, hace como 30 años, y hasta el día de hoy sigo marcando las mismas cosas: tener presente al público, la diagonal, las luces, los parlamentos y su importancia en el mensaje del texto. Todo eso requiere paciencia; si no la tenés, no podés ser director: el director tiene que sentarse durante 40 ensayos a mirar siempre lo mismo. De repente, el actor se equivoca siempre en el mismo lugar, porque hay una cosa inconsciente que lo lleva a eso, y el director tiene que decir siempre las mismas cosas. Es la paciencia de querer mucho al actor; saber que él te necesita, pero también que sin el actor no existís.

  • Hugo Falero, Elsa Mastrángelo, Jorge Villamarzo, Néstor Rizzo, Carlos Morán, Florencia Sacco, Eugenia Josponis, Virginia Oliveira y Federico Garay. La obra va en El Tinglado (Colonia 2035) los viernes y sábados a las 21.30 y los domingos a las 20.00.