Todo bien, las palabras son palabras y a veces su significado cambia. Pero hay algo de indignante en que el “romanticismo” ahora quiera decir llevarle bombones a la novia o comedias con Jennifer Aniston (pasa lo mismo, y está emparentado con lo anterior, con la “estética”, palabra cuyo sentido degeneró de Hegel a cremas antiage).
El romanticismo en cuanto movimiento cultural (de fines del siglo XVIII a mediados del siglo XIX) existió como consecuencia del ascenso de la burguesía y de su valorización de la individualidad y la subjetividad, al mismo tiempo que, por ello mismo, entraba en contradicción cabal con la manera en que, en la práctica, la burguesía se encuadraba dentro de nuevas convenciones, más funcionales al ejercicio de su nuevo papel dominante en la sociedad.
Los románticos fueron burgueses antiburgueses, héroes en una dimensión imaginaria, en conflicto con las razonables expectativas prácticas. La aventura por los abismos del alma, desatados del compromiso con la razón, generó una estética de lo enfermizo, lo morboso y lo tétrico, del anhelo por lo inalcanzable (y sin consuelo), así como de la fantasía y de la pasión.
A contraestilo
Esta película retrata dos personajes históricos muy románticos. Heinrich von Kleist (1777-1811) fue uno de los principales escritores de la primera época del romanticismo. Henriette Vogel (1780-1811) fue solamente una señora burguesa, casada con un burócrata pero admiradora de la literatura de Kleist, con quien aceptó hacer un pacto de muerte. Kleist la mató y luego se pegó un tiro, luego de algunos meses en los que la había convencido de que participara en ese proyecto siniestro.
Desilusionado con el mundo y los hombres, hacía tiempo que el escritor estaba decidido a quitarse la vida, pero andaba en busca de alguien que sintiera tanto amor por él como para estar dispuesta a acompañarlo en la muerte.
Personaje más que secundario en la historia de la cultura (es como la Nancy de Sid Vicious para la cultura punk), Henriette tiene el foco principal en esta película, apenas compartido con Heinrich.
El retrato de Kleist es estupendo: tremendo trabajo actoral de Christian Friedel (el maestro de escuela en La cinta blanca), quien trasmite todo el tiempo su desolación, su pasiva integración a las convenciones sociales y al mismo tiempo su incomodidad con ellas, su manera muy simple de argumentar a favor del más demente de los proyectos en una forma tan lisa y decidida que casi parece razonable.
La tendencia suicida del escritor, su inconformismo, su necesidad de un amor que tiene todo de símbolo y nada de práctica, su disposición a llevar el romanticismo a una consecución extrema -la muerte como el más absoluto gesto de poesía-, más las citas de algunos de sus poemas y cartas, y las referencias a la trama de su novela La marquesa de O (sobre la cual hubo en 1976 una película de Éric Rohmer) son elementos muy románticos en esta película. También está la presencia cotidiana de los Lieder en los salones burgueses, incluida una pequeña traición a la cronología al incluir A la amada distante (1816), de Beethoven, falsificación histórica que es un acierto poético.
Quitando esos elementos, sin embargo, la película no podría ser menos romántica. Nada más lejano del romanticismo que un retrato naturalista del romanticismo y su contexto: el pianoforte desafinado; los cantantes de técnica muy pobretona que se dedican a entretener a esos burgueses de jerarquía mediana; las discusiones sobre la política en las que casi todos los presentes profieren ideas sumamente reaccionarias, aunque luego algunos de ellos se muestran cariñosos en la vida cotidiana; las paredes pintadas de modo irregular y apenas amuebladas con lo estrictamente funcional (estamos lejos todavía de la pujanza industrial de la época preferida para las películas de época, que es la de fines del siglo XIX), o el monótono patrón geométrico del empapelado; los carruajes mal amortiguados, que son ruidosos y se sacuden con fuerza; el rostro más que oprimido -casi que todo el tiempo asustado- de esa empleada doméstica que apenas dice palabra pero deja una sensación incómoda en casi todas las escenas en que aparece (sin que nadie la trate especialmente mal); la rigidez física; la ausencia del tipo de cuidados que estamos acostumbrados a considerar que se debe dispensar a los niños (se habla de la enfermedad terminal de Henriette delante de su hijita Pauline, y cuando ella pregunta si “mamá se va a morir”, la mejor respuesta que se le ocurre a su papá es “todos moriremos algún día”).
Sin indulgencia
Ese retrato implacable de época está acentuado por la cinematografía: los encuadres son todos fijos (excepto algún raro acercamiento muy lento y muy sutil). Muchos son desequilibrados: un personaje está hacia el centro de la pantalla dialogando con otro más bien arrinconado, o parte de la acción está reencuadrada por un espejo, una puerta o telón, de modo que el resto del espacio queda ocupado por “superficie muerta”.
Los cortes siempre se hacen sentir: hay varios saltos de eje que nos desubican un poquito con respecto a quién está dónde, y un fuera de campo muy activo, en el que muchas veces hay alguien mirando algo y tardamos en descubrir qué.
Por ejemplo, hay un plano en el que vemos a Henriette y Friedrich sentados a la mesa, y sólo en un momento una miradita de él insinúa que allí hay alguien más. Luego de un rato, hay un corte a otro punto de vista y vemos que era Pauline quien estaba sentada con ellos, pero ya no vemos a Henriette. En este plano Henriette se va a desmayar por primera vez, pero sólo nos enteramos de eso por el sonido y las reacciones de los demás personajes.
Es como que cada encuadre es un regalo por su discreta belleza pictórica, pero también una prisión que nos recuerda que, junto a todo lo que se nos permite ver de esa historia lejana y ajena, siempre hay mucho más que necesariamente queda afuera. De ese modo se nos priva del placer espectatorial de la supuesta omnisciencia.
A veces la historia parece seguir determinado rumbo, hay un corte y en la siguiente escena se modificó algo muy importante, pero tenemos que reconstruir lo ocurrido.
Por ejemplo, Henriette le comunica a Heinrich que decidió irse a París y el poeta se decepciona, porque eso indica que su plan de suicidio se frustrará. Pero en la escena siguiente están viajando juntos para seguir con el proyecto, y no hay mención a qué cambió.
La arbitrariedad de los cortes está puesta de relieve, muy especialmente cuando hay música sonando y se interrumpe abruptamente en un lugar cualquiera, sin sentido alguno de conclusión de la escena. Todo ello contribuye a una sensación general de sequedad, una no disposición a enfatizar los sentimientos de los personajes o a favorecer la empatía por ellos, más allá de la que naturalmente puede surgir por su situación vital desolada o por la contenida interpretación de los actores.
Es así que esta bella obra se planta, con decisión, por fuera de la indulgencia de las “películas de época”, las de vestidos y paisajes lindos -aunque, por cierto, los hay-. La directora austríaca Jessica Hausner muestra una vez más cómo el cine de Michael Haneke dejó frutos en su país. Ella desarrolla los elementos de esa “escuela” en una forma personal, creativa, profunda.
Hoy es el último día de exhibición de Amour fou (en Cinemateca 18) y recomiendo que no se la pierdan.