A quienes vivimos contemporáneamente las andanzas de Pablo Escobar Gaviria (1949-1993) nos cuesta en ocasiones darnos cuenta de hasta qué punto su figura de criminal legendario se ha ido magnificando a lo largo de las más de dos décadas transcurridas desde su muerte. Robin Hood de Medellín, asesino despiadado de centenares de adversarios, padre dedicado, terrorista, exquisito coleccionista de animales exóticos, político populista y, por supuesto, magnate del tráfico de cocaína que casi monopolizó las ventas mundiales de esta droga durante una década. Desde que lo mataron a tiros, su figura ha sido el personaje central o uno de cierta importancia en una docena de películas y series televisivas, otra docena de documentales, incontables libros y ensayos periodísticos y varias canciones de grupos como Brujería, Soulfly, Los Tigres del Norte y Patricio Rey y los Redonditos de Ricota. No sólo su estrella negra sigue fulgurante en la imaginación de todos los que eventualmente se sienten atraídos por lo antisistémico o marginal, sino que, a pesar de su inaudita crueldad, lo peor de la conducta de Escobar parece haber empalidecido al lado del sadismo ilimitado de los actuales popes mexicanos del narcotráfico. En todo caso, fue el más famoso traficante de drogas de la historia, título que difícilmente se le dispute, ya que si hay algo que los narcos actuales han aprendido bien es a cuidarse de no llamar tanto la atención como su predecesor colombiano, el hombre que llegó a poseer 30.000 millones de dólares y que casi compra un país entero por su peso en cocaína.
Tan sólo este año se realizaron tres productos audiovisuales dedicados a la figura de Escobar: la película Paradise Lost, en la que era interpretado por Benicio del Toro; la miniserie Narcos, de la que hablamos aquí; y una nueva biopic titulada El Patrón, que se estrenará en los próximos meses y en la que será interpretado por John Leguizamo. Parece un poco demasiado, sobre todo para un mercado como el nuestro, en el que todavía se recuerda la extensa y más bien melodramática telenovela Pablo Escobar: el patrón del mal, cuya existencia podría hacer redundante ver otra miniserie dedicada al mismo personaje, pero el canal de streaming Netflix le tuvo confianza al tema (sobre todo en el mercado anglosajón, donde Pablo Escobar: el patrón del mal no se emitió), y decidió jugársela con una versión propia, apostando al incierto talento de uno de los directores sudamericanos con mayor proyección en el hemisferio norte: el brasileño José Padilha, autor de la incómoda y exitosa Tropa de elite.
Todo narco es político
Padilha es un cineasta bastante desorientador en términos ideológicos; su primer film, Ônibus 174 (2002), era un documental sobre el famoso secuestro de un ómnibus en Río de Janeiro y la subsiguiente ejecución del secuestrador, en lo que funcionaba como una denuncia de los violentos métodos de la Policía brasileña. Pero su siguiente película, la ficción Tropa de elite (2007), parecía ir en la dirección contraria, describiendo los abusos de la policía especializada en la represión de los narcos en las favelas (la temida BOPE) en un tono neutro que, dependiendo del espectador, podía ser interpretado como objetivo o como directamente justificativo de dichos abusos. Para agregar confusión, la secuela de Tropa de elite -Tropa de elite 2: o inimigo agora é outro (2010)- parecía situarse más bien en una posición crítica del sistema político en general, cerca de la sensibilidad “indignada” del momento en el que fue estrenada. Narcos no aclara mucho el panorama acerca de dónde está parado el cineasta norteño (más allá de que eso sea importante a la hora de apreciarlo o no), ya que opta por contar la historia de Escobar como un fenómeno más político que sociodelictivo.
Luego de un confuso texto de introducción en el que se hace referencia al realismo mágico, Padilha se aleja completamente de cualquier elemento demasiado ficcional o fantástico para elaborar un híbrido entre biopic y documental, en el que algunas escenas se ilustran con fotografías de su tiempo o filmaciones de noticieros, mientras que las demás son representadas por actores, sin especular demasiado en términos imaginativos. El tono general está salpicado de muchos elementos humorísticos que, de no ser tan siniestras las acciones de los personajes, aproximaría la obra al género picaresco, y en todo momento se mantiene un distanciamiento que -si bien se inclina claramente por el punto de vista de la legalidad institucional- tiene lo bastante de objetivo como para no convertir a la historia en un relato maniqueo de buenos y malos.
Padilha maneja bastante información poco conocida, por ejemplo, acerca de los orígenes de la manufactura sudamericana de cocaína en Chile, en tiempos en los que gobernaba Salvador Allende (luego los narcos fueron rápida y expeditivamente reprimidos por la dictadura de Augusto Pinochet), o de la consolidación de Escobar como zar contrabandista antes de que asumiera su rol como narcotraficante. El sistema político de Colombia es presentado como completamente poroso a la corrupción, y el poder económico de Escobar y los suyos como su mayor fuerza, mucho más efectiva que la violencia para asegurar la impunidad de los traficantes. La atención dedicada por la DEA y el gobierno de Estados Unidos en general a los cárteles durante la Guerra a las Drogas, declarada por Ronald Reagan, se presenta en un principio como la llegada del orden, pero rápidamente se describen los enfrentamientos entre los agentes estadounidenses dedicados a combatir el tráfico de cocaína y los que (la CIA, el Ejército) veían a los narcos como aliados potenciales de la lucha contra el comunismo.
Las luces y sombras también están presentes en el retrato de los propios narcos, a quienes se muestra como capaces de eliminar sin piedad a cualquiera que represente un obstáculo para sus intereses, pero también capaces de conectar con los sectores humildes de sus poblaciones. Tanto ellos como quienes los combaten se van -tal como ocurrió realmente- envileciendo a medida que el enfrentamiento entra en una escalada que multiplica muertos, torturados y víctimas en general, mientras cualquier objetivo legítimo se desdibuja. Algunos personajes -especialmente los políticos ejecutados por Escobar- son presentados bajo una luz bastante favorable, pero nadie queda limpio en un juego mórbido en el que los prisioneros tienen que elegir a quién delatar en función de quién es capaz de matarlos más lentamente. Todo eso resultaría bastante insoportable si no fuera por el aire pícaro -pero no necesariamete frívolo- con el que los personajes se mueven en una sociedad más bien impotente ante sus poderes, un aire que se aproxima al tono casi de comedia de otras películas sobre el tema como Blow (Ted Demme, 2001) o el asombroso documental Cocaine Cowboys (Billy Corben, 2006), tal vez la obra más iluminadora sobre el tema y un perfecto complemento de la serie, ya que se enfoca, sobre todo, en las ramificaciones de los cárteles colombianos en Estados Unidos.
Rostros demasiado conocidos
Las reseñas de Narcos le dieron la bienvenida al carácter realista e informativo de la serie, pero generalmente le han criticado su falta de profundidad en la descripción de los personajes. Es una crítica válida, ya que muchos de ellos no pasan de ser nombres fugaces que atraviesan la pantalla, pero también es cierto que algunos de los que tienen mayor desarrollo no sólo presentan aristas más complejas, sino que además dan a varios actores buenas oportunidades para lucirse un poco. Uno de ellos es el chileno Pedro Pascal, quien como agente local de la DEA demuestra la misma capacidad magnética que tuvo en su breve y desgraciado rol en Juego de tronos como el príncipe Oberyn Martell. Otro es el puertorriqueño Luis Guzmán, uno de los mejores actores secundarios de Hollywood, siempre espléndido y nunca reconocido como se lo merece. Pero quien se lleva los laureles es el brasileño Wagner Moura en el papel de Escobar. Moura -el temible capitán Nascimento de Tropa de elite- no es muy parecido físicamente al narco y tiene un curioso acento -con toques de portuñol e inglés- que suena bastante mal en una serie en la que el aspecto de los idiomas está muy cuidado, pero su presencia, alternativamente melancólica y ominosa, le da a su Escobar una autoridad maléfica (y a la vez humana) que el personaje merecía, además de separarlo claramente de una identificación hollywoodense. De hecho, uno de los méritos de esta producción totalmente estadounidense es que no parece, dado que presenta una textura general, tanto visual como narrativa, más propia del cine latinoamericano, en lo que se puede considerar una inteligente apertura de Netflix a un lenguaje común a todos sus consumidores.