Los conserjes y los patios interiores han conformado una especie de dispositivo recurrente en el cine francés. Al servicio de una proyección de lo paranoico en la vecindad (por ejemplo, en El inquilino -Roman Polanski, 1976-) o de la idea de los apartamentos como micromundos independientes del tiempo y el espacio (ese objetivo casi antropológico de Marlon Brando queriendo destruir todo retazo del mundo que supo pertenecerle en Último tango en París -Bernardo Bertolucci, 1972-),las construcciones habitacionales parisinas, con su patio en el centro, tienen una función que supera el mero decorado o escenario de las tramas que allí se desarrollan (algo que, a su vez, guarda una radical diferencia con el uso que suele dárseles en otras cinematografías, como la española o la italiana).

En el marco de esa apelación a lo arquitectónico como metáfora/escenario de los conflictos sociales, uno de los elementos más recurrentes en el cine francés actual es el tema de las dificultosas herramientas de entendimiento entre culturas diferentes, algo de lo que oficia como evidencia el megaéxito de la película Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?, una burdísima comedia sobre un padre gaullista y sus yernos judíos, musulmanes, chinos y negros.

Ahora llega En un patio de París, que sigue las idas y vueltas de un heroinómano depresivo (el mauriciano Gustave Kervern). Tras dejar su oficio de músico, el personaje encuentra trabajo como conserje en uno de esos característicos edificios ya mencionados. Se trata de una cooperativa de vivienda cuya principal dirigente es Mathilde (Catherine Deneuve), una reciente jubilada que después de una serie de tropiezos iniciales comienza a tejer un vínculo auténtico con el nuevo empleado del lugar.

A los pocos minutos del film ya se despliega una suerte de plano que revela sus principales puntos de apoyo. En primera instancia, encontramos como el pilar más claro, y el que sostiene el mayor peso de la película, la dinámica entre los dos papeles protagónicos, caracterizada por una complementación de opuestos entre la obsesiva, hiperquinética y algo exasperante Mathilde y la pasividad melancólica de Antoine (extraña y graciosa en el cuerpo contundente de Kervern). El segundo pilar es la miríada de personajes secundarios, cada uno retratado desde alguna peculiaridad que coloca a Antoine frente a nuevos desafíos: un ex futbolista devenido drogadicto y ladrón de bicicletas, un hinchapelotas que se queja de incumplimientos de las ordenanzas vecinales y un extraño seguidor de una secta que suele dormir a escondidas en un depósito del edificio. La película sigue ese patrón casi en una suerte de continuidad geométrica, como si la escaleta narrativa se propusiera ir alternando, entre cada encuentro de Antoine y Mathilde, la incursión de algún personaje secundario para darle un poco más de aire a la trama.

Toda la serie anterior de referencias arquitectónicas viene de la mano de una de las principales metáforas de la película, que es la sospecha de inestabilidad estructural del edificio. Mathilde pasa sus noches en vela, obsesionada con una grieta de su apartamento que no tardamos en reconocer como una versión figurada de su interioridad. En ese reconocimiento inconsciente de ella misma no importa lo mucho que le aseguren que está todo bien: el miedo a un derrumbe es algo que empieza a obsesionarla, al punto de que parece el prolegómeno de un episodio delirante o el comienzo de una enfermedad degenerativa. Pero también hay otros ejemplos, como las quejas de Mathilde al ver la reasignación de espacios en la casa de su infancia, o la maqueta que uno de los vecinos deja a cuidado de Antoine y los comentarios entre él y su compañero de drogas imaginándose una posible vida alternativa en esa suerte de ciudad del futuro (los primerísimos planos de los pequeños humanos en diferentes actividades son el momento más auténticamente poético del film).

El basamento arcilloso que representa un riesgo para la estabilidad del edificio sirve como metáfora del uso del drama en la película. Originalmente estructurada como una comedia franca y lineal, con el típico ritmo descontracturado del humor francés, va cediendo progresivamente a los componentes dramáticos, como si fuera hundiéndose en ellos, bajo la fuerza de su propio peso. Los dos pilares mencionados antes también ceden: la relación complementaria de opuestos entre los dos protagonistas, que se estructura al comienzo sobre la dinámica comédica de acción-reacción entre Deneuve y Kervern, pasa a conformar un retrato dual del mismo conflicto existencial; los personajes secundarios dejan de cumplir la función de comic relief para acentuar esa noción de radical soledad compartida entre todos los inquilinos.

El final, con el voiceover no necesariamente malo, pero estilísticamente torpe para lo que venía siendo el film, nos termina dejando con la sensación de estar frente a una película distinta de la que habíamos empezado a ver (algo que maneja de una manera más grácil El encanto del erizo -Mona Achache, 2009-, con la que se pueden encontrar un incómodo montón de similitudes argumentales y estilísticas).

La rama seca con la que se compara Antoine se termina por convertir en rosal, y el film cierra con la misma canción con la que abrió (la bella “All my Little Words”, de The Magnetic Fields). Más que una sensación de redondez, eso deja el regusto un poco excesivo de algo poético que se intentó conjugar en el último tramo. Lo que queda en pie sin derrumbarse es, más que nada, la elegancia y sobriedad de Kervern a la hora de actuar ese personaje medio invisible del conserje, de un vacío que dista de ser algo meramente hueco.