Cuando el canal AMC anunció que iba a emprender la producción de un spin off (un derivado) de la serie The Walking Dead, parecía que el canal había abusado tanto de sus muertos vivientes como los emprendedores uruguayos en los 80 con los videoclubs o en los 90 con las canchas de pádel. Cuando se estrenó en televisión The Walking Dead ya habían pasado más de 40 años desde que George Romero diera comienzo a su brutal cosmogonía apocalíptica de muertos caníbales con La noche de los muertos vivientes (1968), pero recién entonces parecía que el público televisivo en general estaba listo para soportar masivamente un producto tan violento y negativo como una serie que recogiera fielmente el espíritu de la obra de Romero. Para ello habían pasado no sólo cuatro secuelas del film de Romero, sino también centenares de películas inspiradas en ellas, productos clase B, cómics, juegos de PC, fiestas de disfraces y hasta bandas de death metal dedicadas a exaltar ese mundo violento y negativo, pero el éxito de The Walking Dead probó que todavía había mercado para obras masivas de esta temática (cómo rápidamente probó la serie competidora Z Nation). Sin embargo, después de cinco temporadas de mordiscos contagiosos, lanzar una serie más que funcionara como precuela de la saga de Rick Grimes parecía un exceso. ¿En serio era tan interesante ver cómo había comenzado la epidemia de zombis descrita en la serie madre? El estreno de Fear: The Walking Dead, hasta ahora la mayor audiencia que haya tenido el lanzamiento de una serie nueva en cable, demostró que sí. Esto, sin embargo, nada decía acerca de su calidad, ni significaba necesariamente que ese interés persistiera al estreno.

En un principio, el interés de Fear: The Walking Dead era, al menos para los estadounidenses, similar al producido por el cine catástrofe de Roland Emmerich; mientras que The Walking Dead había transitado sus temporadas en ambientes rurales -y no siempre reconocibles- del sur y el suroeste de Estados Unidos, la nueva serie se anunciaba ambientada en la geografía familiar de Los Ángeles, y en un día que podría ser mañana, cuando en los márgenes de la sociedad comenzaran a ocurrir actos violentos inexplicables, similares en cierta forma a algunos casos muy morbosos, y muy publicitados, de la crónica policial y los efectos de algunas drogas nuevas como las “sales de baño” o el kokodril. De esa forma, la nueva serie se anunciaba como algo más reconocible y de un horror más identificable, al ambientarse no en un mundo futuro ya devastado por los zombis (y donde los humanos son minoría), sino en una actualidad que comienza a verse afectada por un fenómeno apocalíptico, lo que permite una construcción de personajes y relaciones más “normal” y con menor énfasis en la violencia y el gore.

Fear: The Walking Dead cumple con esas premisas, pero sus diferencias con la serie de la que deriva son más profundas que la simple cantidad de cadáveres ambulantes y cabezas reventando. En cierta forma Fear... es más una serie de auténtico horror que The Walking..., que funciona en general como un programa de acción bélica y aventuras. Que el espectador sepa que el destino de la ciudad en la que se desarrolla es inevitablemente negro le otorga, desde el principio, una ominosidad peculiar, que va in crescendo de episodio en episodio. Los grupos familiares que la protagonizan tienen relaciones más convencionales y los personajes (al menos por ahora) son más cuidados y desarrollados que en The Walking..., donde su período de vida (sin contar a los protagonistas) suele ser breve y terminar a los mordiscos. Aquí lo que se comparte es el desconocimiento parcial de los personajes acerca de qué es lo que realmente está pasando y, por supuesto, las posibilidades reales de que eso se pueda controlar. Por otra parte, da la impresión de que -si bien sus hordas son horroríficas- con los zombis a veces menos es más, y un vecino zombificado puede ser más aterrador que las multitudes habituales en este género. Pero lo que hace de Fear... (a pesar de algunos agujeros de guion bastante visibles) una serie mucho más interesante que lo que se podía creer es un aspecto más que nada visual: la lateralidad con la que se va describiendo el fenómeno, jamás narrado desde una oficina estatal o policial que lo esté estudiando, sino por medio de ciudadanos normales que tienen visiones fragmentadas del desastre en curso. En esos momentos de caos e incertidumbre, la serie consigue momentos de una extraña belleza (cualidad que uno no asocia inmediatamente con un montón de muertos podridos y ambulantes), de ese fatalismo melancólico y terminal de las películas más negativas de John Carpenter (o el glorioso y caótico comienzo de El amanecer de los muertos, de George Romero), que siempre recuerdan que los fines del mundo no sólo son espectaculares, sino también tristemente humanos.