El nombre del director estadounidense Alex Gibney se ha visto reproducido frecuentemente en las páginas de la diaria, en parte por ser uno de los documentalistas más talentosos y contundentes de la actualidad, y en parte simplemente por ser extraordinariamente prolífico: luego de pasar sus dos primeras décadas de carrera más bien inactivo o en trabajos televisivos, este admirador de Hunter S Thompson y de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) comenzó a principios de este siglo una racha de hiperactividad que lo llevó a dirigir 22 largometrajes documentales (sin contar cortos u obras que produjo) en menos de 15 años, abarcando temáticas tan variadas como la política exterior estadounidense (Taxi to the Dark Side, 2007), la crisis del capitalismo actual (Enron: The Smartest Boys in the Room, 2005), la música africana de los años 70 (Finding Fela, 2014), la pedofilia en la Iglesia Católica (Mea Maxima Culpa, 2012), el llamado fútbol americano (Catching Fire, 2011) o la cienciología (Going Clear, 2015). Pero más que su versatilidad y capacidad productiva, lo que impresiona del trabajo de Gibney es su calidad y la extraña coherencia que tienen sus aproximaciones a una gama tan variada de asuntos.

Gibney no es precisamente un estilista, y sus films nunca se alejan demasiado, en un principio, de la estructura convencional del documental clásico, al que sólo agrega algunas ilustraciones metafóricas, su siempre espléndida edición y la narración, en todos los casos personal y subjetiva, pero casi nunca participativa. Pero una visión un poco más amplia de su obra permite apreciar algunas constantes formales y una clara visión ideológica.

Al contrario de lo que suele hacer el amarillismo informativo actual, e incluso de lo que suele hacer su desprolijo colega Michael Moore, Gibney parte generalmente de casos específicos para luego ir ampliando el foco de la cámara e ir a lo sistémico, y los casos con los que arranca suelen ser sólo una fracción de un todo nunca accidental. Es decir, una visión que -tanto en sus documentales sociológicos como en los políticos o artísticos (e incluso en los deportivos)- resulta claramente de izquierda, o de una parte de la izquierda. Gibney no hace mayores esfuerzos, desde sus elecciones temáticas, en disimular su ideología moderadamente progresista (aunque su mirada sobre el capitalismo tardío de Enron... parta de un punto de vista también capitalista, para terminar siendo posiblemente el documental más feroz que se haya hecho sobre la economía actual), sin por ello caer en la clásica tirada de línea o arribar a conclusiones muy críticas con respecto a figuras ideológicamente afines, como en We Steal Secrets: The Story of Wikileaks (2013), film que lo enemistó amargamente con Julian Assange y su maquinaria de denuncias.

Era entonces muy interesante, a priori, saber cuál era la mirada de este cineasta -capaz de meterse hasta con el temible aparato legal de la cienciología- sobre un personaje tan contradictorio como Steve Jobs, percibido por la juventud informática como un revolucionario y una figura mítica, pero también como la encarnación del individualismo tecnócrata más competitivo y despiadado. La respuesta, que tal vez sea la más ambigua en la obra de Gibney, está en el recién lanzado Steve Jobs: The Man in the Machine.

El gurú de silicona

Desde su muerte en 2011, la figura del empresario de la informática Steve Jobs ha sido objeto de casi una decena de documentales, dos o tres películas, innumerables libros e incluso algunos cómics, lo que reveló una fascinación de rara masividad en tiempos de enorme fragmentación cultural. Los motivos son evidentes y complejos al mismo tiempo; a diferencia de Bill Gates, Sergey Brin o Mark Zuckerberg, Jobs nunca fue el auténtico creador de ningún elemento esencial de la cultura informática actual, sino más bien un visionario vendedor y marketinero de los descubrimientos de otras personas, así como un excelente organizador de conjuntos de ingenieros, diseñadores y técnicos capaces de materializar sus conceptos generales. Dueño de una motivación arrolladora, un discurso entusiasta y un considerable encanto personal (Steve Jobs joven podía pasar por el doble del galán cinematográfico Ashton Kutcher, que no casualmente lo interpretó en una biografía reciente), Jobs carecía de la formación y las habilidades específicas que hacen falta para producir un conocimiento revolucionario en el terreno al que se dedicó, pero indudablemente tenía el talento de reconocer cuando estaba frente a uno de esos conocimientos y saber cómo sumarlo a una cadena de logros que tuvieran por resultado un producto único y simple de utilizar, como lo han sido desde la Macintosh original hasta el iPad. Es decir que el tamaño y la importancia de la figura de Jobs son innegables, y su éxito personal, inconmensurable, pero, ¿basta esto para hacerlo un hombre admirable o alguna clase de modelo de vida?

Éste es en cierta forma el punto del que parte Gibney en su investigación sobre este überempresario. Recorre, al comienzo del documental, las profundas reacciones emotivas que despertó la muerte de Jobs y se pregunta por qué alguien que no fue un filántropo, ni un artista, ni un líder político o espiritual, produjo esa clase de congoja masiva entre quienes, más que sus seguidores, eran solamente sus clientes. Sin tratar de esbozar una respuesta, Gibney comienza a reconstruir el periplo vital de Jobs en forma bastante clásica y sin efectuar ningún tipo de juicios. De hecho, el documental puede parecer, en sus dos primeros tercios, casi una exaltación de la energía vital y la capacidad de proyección del cofundador de la empresa Apple, sin que aparezcan más que eventuales grises en el cielo azul de un modelo de “sueño americano”. Es recién al regreso de Jobs a Apple, en 1997, que Gibney parece sacarse los guantes y poner el foco en el carácter directamente opresivo del empresario hacia sus subordinados, en su capacidad de apropiación (o incluso de robo) de ideas ajenas, y en su ausencia total de cualquier concepto de responsabilidad social. Es decir, retrata la contradicción inevitable entre la imagen contracultural y alternativa que Jobs se había fabricado y su simple carácter de empresario competitivo y no pocas veces represor de los derechos de sus trabajadores. Pero estos aspectos no llegan como una revelación inesperada que pruebe el auténtico carácter de toda la carrera de Jobs, sino más bien como un elemento más de su misterio.

Gibney toca poco y nada los aspectos personales de la vida de empresario y su bastante conocida faceta de mujeriego, salvo por algún segmento relacionado con su pánico a la paternidad y sus posibles problemas con el hecho de que era un hijo adoptado. Tampoco escarba en exceso el largo tendal de técnicos que, de una forma u otra, se sintieron utilizados y descartados por Jobs. Prefiere, en cambio, tratar de escudriñar su compleja personalidad y la auténtica sensación de pertenencia que sentía en relación con los productos que no había creado pero sí vehiculizado. Un aspecto que le parece particularmente interesante es su lado espiritual y su fascinación por el budismo zen y la búsqueda de la perfección en la simpleza más absoluta, una constante en los productos a los que su nombre está asociado.

El director parece quedarse perplejo ante la motivación de Jobs, que claramente supera la mera ambición monetaria, pero que al mismo tiempo parece carecer de cualquier tipo de empatía humana, y se limita a preguntarse si se trata de una exepcionalidad psicológica, o más bien de un precursor representativo de toda una cultura basada en el contacto virtual, el individualismo extremo y el fetichismo tecnológico.

Gibney parece admitir su fracaso en contestar la pregunta original acerca de la reacción ante la muerte de Jobs, y esa sintonía emotiva, más que un fenómeno masivo tal y como se entendía anteriormente, le parece sólo una suma de fragmentos emocionales individuales girando alrededor de un aparato comunicativo que, como el director recuerda, cuando se apaga sólo refleja nuestros propios rostros.

Ilustrativo e informativo, además de ameno, Steve Jobs: The Man in the Machine es tal vez el documental más fallido de Gibney, en la medida en que muestra al cineasta totalmente desorientado, por momentos, ante un objeto de estudio que lo atrae y repele a la vez, pero sobre el que no puede -como parece haber sido su intención en un principio- ofrecer una visión definitiva, o al menos medianamente clara. Algo que no es de extrañarse si se tiene en cuenta que el objeto de su estudio es un hombre que vivió bajo el lema “Piensa diferente”, pero dedicó enormes esfuerzos a producir una tecnología que respondiera al máximo común denominador de las necesidades de las personas promedio.