Para la mayoría de los uruguayos de clase media que nacimos pasada la mitad de los años 80, las consolas domésticas de videojuegos fueron, más que una forma de pasar las tardes después de la escuela, los primeros productos de entretenimiento que nos permitían elegir más a nosotros que a nuestros padres. Un ejercicio de nostalgia revive otras marcas en el recuerdo colectivo: las Tortugas ninja que Maxi de la Cruz presentaba en Canal 12, series de Disney como Los osos Gummi y El pato Darkwing, el absurdo de Animaniacs, de donde salieron los emblemáticos ratones de laboratorio que cerraban cada capítulo con un diálogo que aún hoy se vuelve inevitable citar cuando alguien pregunta “¿qué hacemos esta noche?”: “tratar de conquistar el mundo”. Pero los videojuegos eran otra cosa. Eran tener poder de elegir más que cuatro canales de tele. Tener el control del Nintendo era tener el control.

En julio, algunas agencias internacionales (y, por contagio, medios locales) viralizaron la noticia de que el fundador de Nintendo (que en japonés significa “dejar la suerte en manos del destino”) y creador de Mario había muerto. Desinformación pura: Satoru Iwata era más un empresario que un creativo, que se sumó a la empresa cuando ya era exitosa a nivel mundial, y jamás podría haber fundado la compañía, que nació en Japón en 1889, dedicada al rubro de los juguetes y los juegos de cartas. Pasaría casi un siglo -y varios cambios en los hábitos de consumo- para que los videojuegos surgieran y se convirtieran en un fenómeno masivo.

Apriete cualquier botón para comenzar

A principios de los años 70, algunos salones de Estados Unidos dedicados a mesas de pool, al pinball y a las tragamonedas se empezaron a poblar de arcades, que en Uruguay conocimos como “maquinitas”. Los dueños de aquellos negocios -asociados a la adultez, las apuestas y el consumo de alcohol y otras cosas- se dieron cuenta de que había un público cautivo de niños y adolescentes dispuestos a gastar sus mesadas de a 25 centavos por partida. Los primeros juegos eran muy rudimentarios y exigían un esfuerzo de la imaginación: un píxel gigante oficiaba de pelota de tenis y cuatro píxeles amontonados eran una nave. La modalidad era de pantallas fijas, dentro de las cuales el jugador controlaba a su protagonista con un joystick y dos botones. El país se llenó de Tetris (de origen ruso, el título más jugado de la historia), de Pac-Man y de Space Invaders, el juego en el que una navecita iba disparándole a extraterrestres que bajaban del cielo, que se convirtió en un éxito instantáneo. También era el comienzo de una cultura: los salones se llenaron de capos que eran capaces de llegar más lejos que los demás, de otros más expertos que podían dar vuelta (terminar) un juego con una sola moneda y de abusivos que les prometían a los jugadores ingenuos que los ayudarían a pasar una pantalla difícil pero que después se terminaban quedando hasta el final. Además, quienes alcanzaban los puntajes más altos podían agregar sus iniciales, que quedaban grabadas en una lista que aparecía cuando nadie estaba jugando. Era un atractivo extra que impulsaba a los jóvenes a jugar mejor que el resto para poder “firmar” sus partidas, o sea, a personalizarlas como si fueran un graffiti o algo parecido a una obra de arte.

En aquella época, un joven ingeniero japonés llamado Shigeru Miyamoto comenzaba a trabajar en Nintendo. Una de sus apuestas consistía en crear un juego protagonizado por el marino Popeye, que debía trepar escaleras y plataformas hasta rescatar a Olivia de manos de su enemigo, Brutus, que le arrojaba barriles desde arriba. La empresa no pudo comprar los derechos de la serie animada, pero Miyamoto no se dio por vencido y se puso a crear. Un poco inspirado en King Kong, sustituyó a Brutus por un gorila, a Olivia por una princesa y a Popeye por un tipo de enterito, bigote y sombrero, armado con un martillo, que saltaba para esquivar obstáculos. El origen del gorila era más un homenaje que un secreto, así que lo llamaron Donkey Kong. Con el héroe -que los programadores concebían como un carpintero- fueron menos creativos: lo bautizaron Jump Man, “el hombre que salta”.

Era la primera vez que un juego ofrecía una narrativa. Nadie sabía quién tiraba desde arriba las figuras cuadriculadas del Tetris ni quiénes eran los sujetos que murieron para convertirse en los fantasmas del Pac-Man, pero Donkey Kong, extrañamente titulado en honor al antagonista, tenía una historia de fondo que apoyaba la identificación del jugador con el héroe como ningún juego anterior. Por eso y por su calidad gráfica novedosa -Miyamoto fue pionero en incorporar artistas visuales y publicistas en el desarrollo de un juego, un trabajo que hasta entonces era casi exclusivo de los ingenieros-, Donkey Kong fue un hit que hasta hoy mantiene una comunidad de seguidores. El documental The King of Kongs (Seth Gordon, 2007) relata la obsesión de una persona que descuida su vida laboral y familiar para entrenarse (como un deportista profesional) con la idea de ser el campeón mundial del juego en un campeonato que se sigue jugando hasta hoy.

Game Over

A comienzos de los 80, el mercado estadounidense de las maquinitas estaba saturado de títulos, todos bastante parecidos entre sí. El entusiasmo desbordado de las empresas ofrecía más oferta que demanda, y sus ambiciones habían crecido: en 1981, la cámara de productores de arcades le pidió al entonces presidente, Ronald Reagan, que creara una moneda de un dólar para que los jugadores gastaran más plata. Pero Reagan no les prestó atención, más ocupado por zafar de un intento de homicidio y de ganar la Guerra Fría que de cumplir con las demandas de gente que fabricaba jueguitos. En 1983, el negocio de las maquinitas implotó y Atari, la empresa que más había crecido en la década anterior, entró en quiebra. Durante años se rumoreó que la compañía había enterrado en Nuevo México 700.000 cartuchos de un videojuego basado en ET, el extraterrestre, el peor fracaso del género hasta el momento. Era una leyenda ridícula y cierta, como probó el documental Atari: Game Over (Zack Penn, 2014), que en su título ironizaba con las palabras en inglés que aparecen cuando un jugador pierde.

Pero mientras las maquinitas iban perdiendo sus vidas como un jugador principiante, Nintendo pasaba a otro nivel. Miyamoto se había trasladado a las oficinas de la empresa en Estados Unidos, instaladas en un edificio que regenteaba un empresario de origen italiano. A la hora de nombrar al “hombre que salta” para cubrirlo de mayor humanidad, el equipo de realizadores decidió hacer un chiste interno con su arrendador. Así nació Mario.

El ocaso de las maquinitas era el nacimiento de las consolas domésticas, que se enchufaban directamente al televisor, que tenían cartuchos intercambiables y que ahorraban a los padres de los jóvenes las preocupaciones de que sus hijos pasaran horas y horas en salas llenas de adultos. En 1985 aparecía un juego verdaderamente revolucionario: Super Mario Bros.

La historia era más compleja y absorbía influencias de la literatura occidental y de la mitología japonesa. Mario y su hermano Luigi eran fontaneros que habían llegado a un mundo poblado de criaturas extrañas a través de un tubo y que podían consumir hongos para aumentar de tamaño, una referencia evidente al pozo que conducía al País de las Maravillas y a la torta que hacía crecer a Alicia con un bocado en los libros de Lewis Carroll. Por primera vez en la historia de los videojuegos, el protagonista ya no se movía por una pantalla fija, sino que avanzaba en un eje horizontal por pantallas llenas de monedas pero también de pozos, enemigos, plataformas, enredaderas para trepar hacia las nubes (obvio guiño al cuento popular Juan y las habichuelas mágicas) y peligros varios, lo que ampliaba las posibilidades de crear paisajes y escenarios a un nivel que hasta entonces era imposible. Super Mario Bros, incluso, inauguró el género de los juegos de plataformas, que otras empresas no tardaron en imitar y que se convirtió en el subgénero que, junto con los juegos de peleas y los deportivos, gobernaría toda la década de 1990. En lugar de abrevar de un género del cine o la literatura (como la ciencia ficción o el western), Miyamoto y los suyos habían creado una mitología propia a partir de otras, una idea que cambió la forma de concebir los videojuegos que también marcaría la historia.

Inspirado en otro monstruo del cine, Godzila (aquel lagarto gigante de la película japonesa de 1954 que metaforizaba los miedos a la energía nuclear tras Hiroshima y Nagasaki), el enemigo principal de Mario ya no era un gorila sino una familia de tortugas gigantes que escupía fuego, llamada Bowser o Rey Koopa. Mario debía atravesar varios niveles -algunos diurnos, otros nocturnos, algunos subacuáticos y muy difíciles- para llegar a un castillo y rescatar a su doncella. Pero cada vez que derrotaba a un Koopa rescataba a un honguito prisionero que decía: “Gracias, Mario, pero tu princesa está en otro castillo”, una frase que podía ser una metáfora pesimista de las frustraciones del amor y que la banda estadounidense The Mountain Goats convirtió en canción en 2008. Al final, los mejores jugadores llegaban a la princesa, una redención que evidentemente no tiene nada que ver con las relaciones amorosas en el mundo real. Otra frase de Nintendo, que advertía a los jugadores que debían guardar su partida, también se volvió potente y sugerente: “Todo lo que no se salva se perderá” (everything not saved will be lost).

A otro nivel

El juego vendió más de 400 millones de cartuchos y se convirtió en el quinto más vendido en la historia, además de dar inicio a una franquicia de 15 títulos que sería la más exitosa de todos los tiempos. Ya a comienzos de la década de 1990, Uruguay se llenaría de Nintendos y de su copia trucha diseñada para el poder adquisitivo del Tercer Mundo, el Family Game. En Montevideo brotaron comercios de alquiler de cartuchos con tarjetas para sus niños socios, y desde México llegaba a los quioscos la versión en español de la revista Club Nintendo, con información sobre los juegos, trucos y secretos que un jugador sólo podría haber descubierto por error. Fue una movida de fidelización marketinera muy potente, que duró hasta enero de este año, cuando salió el número final. Como despedida, la revista lanzó a nivel mundial una enorme moneda plateada con la imagen de Mario y Luigi con las palmas en alto, en un gesto que puede ser de despedida y de triunfo.

En el transcurso de las décadas, Mario se adaptaría a las nuevas tecnologías: el Super Nintendo de 1990 con gráficos superiores, El Game Boy Portátil, los inicios 3D del Nintendo 64 en 1996, el Nintendo Wii con su control inalámbrico que apareció en 2006. Sega, la empresa competidora, intentaría copiar la fórmula con Sonic, una marmota azul que corre rápido y que siempre la corrió de atrás. En setiembre, a 30 años del Super Mario, Nintendo lanzó un juego para que el usuario construya sus propias pantallas. “Mis expectativas eran que después de diez o 20 años, Mario fuera un personaje icónico de los videojuegos”, dijo en los festejos del aniversario Miyamoto, que superó por diez años sus sueños y que en 2012 obtuvo el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Hoy se discute en ámbitos académicos del mundo si los videojuegos son o no el décimo arte luego del noveno, las historietas. Hoy, aquellos jugadores que saltaron plataformas y viajaron por tuberías tienen 30 años o más, y Super Mario Bros. sobrevive en reductos de culto y como un recuerdo más en la Noche de la Nostalgia. Son tiempos en los que el hiperrealismo del Playstation, las computadoras y el celular les ganaron a las consolas domésticas, y se puede incluso jugar en Facebook. Hoy, 30 años después de un título que partió la historia de los videojuegos en dos, Mario y Nintendo pueden pasar tranquilos a formar parte del pasado, de la historia, gracias a su capacidad de innovar y un poco gracias a la suerte que dejaron en manos del destino. Un game over con un puntaje más que satisfactorio para dejar las iniciales SM (de Shigeru Miyamoto o de Super Mario) grabadas para siempre.