La relación entre los fenómenos naturales y la interioridad de los personajes en el cine suele ser un elemento no exento de complejos cableados. En las historias románticas, las catástrofes suelen usarse como obstáculos que extienden el arco que separa a los dos protagonistas, es decir, como un recurso narrativo para el que también se podría apelar a una guerra o a un monstruo. Sin embargo, esa relación puede interpretarse desde contextos mucho más complejos: basta pensar en la carga psicosexual del personaje de Ingrid Bergman cuando un volcán hace erupción en Stromboli (Roberto Rossellini, 1950), o en la lectura marxista que realiza Slavoj Žižek de la forma en que el iceberg de Titanic logra “salvar” el amor interclase entre los dos protagonistas. O en Force Majeure, la traición del instinto.

En una de las primeras escenas vemos un montaje paralelo entre la pareja de Tomas (Johannes Kuhnke) y Ebba (Lisa Loven Kongsli) cepillándose los dientes y las explosiones selectivas en la superficie nevada de los Alpes. Tales explosiones sirven para evitar que la nieve se acumule en una sola área, provocando aludes controlados que evitan la posibilidad de otros más peligrosos. Esa función preventiva tendrá correlato no sólo en un hecho que signará el vínculo de esa pareja, sino también en la metáfora fundamental que atraviesa al film.

Force Majeure sigue plácidamente la cotidianidad de Tomas, Ebba y sus dos hijos en un lujoso resort alpino (una especie de no lugar), mostrándonos sus jornadas de esquí y su particular forma de estar siempre juntos pero a la vez algo alejados. La paz se altera cuando, durante un almuerzo, lo que parece ser otra de esas avalanchas provocadas se acerca peligrosamente al deck en que está la familia. El padre corre sin prestar mucha atención a su esposa ni a sus hijos y, sin resultados dramáticos más allá del susto, eso queda marcado a fuego en la memoria de Ebba, quien no puede hacer la vista gorda ante la cobarde y egoísta actitud de Tomas. La película toma, así, la laberíntica senda de distintas versiones sobre un mismo hecho y el debatido lugar de hombre protector que ocupa Tomas.

El tema principal de la película, más allá del conflicto concreto de la pareja, es el desmoronamiento de los marcos simbólicos de la masculinidad, algo que en países con una socialdemocracia activa como la sueca (donde se impulsa una creciente agenda igualitaria de derechos y oportunidades) debe buscar inscripciones distintas de las clásicas. Lejos de ser un tema sólo escandinavo, en los últimos años el laberinto de las identificaciones masculinas ha funcionado como escenario de varias comedias, entre ellas Eternamente comprometidos (Nicholas Stoller, 2011), o la mayoría de las de Judd Apatow.

En el caso de Force Majeure, hay dos varones cuyo lugar como tales es puesto en tela de juicio por sus respectivas parejas, y se percibe lo primitivo y paroxístico como una de las salidas posibles del interregno así creado. Puede verse esto no sólo en los gritos que ambos profieren en la cima de la montaña, sino también en esa dionisíaca fiesta de hombres sudorosos y embriagados que cae en el film como una erupción volcánica, arrastrando todo lo aguantado en la placidez de las montañas.

Los títulos agregados suelen aportar muy poco a las versiones en idioma original, pero “la traición del instinto” es uno tan válido como fértil. “Traición” por la reacción que hace a Tomas huir despavorido, pero también “traición” en relación con lo tramposo del rol que se espera de un hombre (la medida en que lo masculino se le vuelve un búmeran al protagonista). Justamente, lo tramposo o traicionero no es el instinto en sí, sino el lugar que se le da al instinto, o lo que se espera de él, en una sociedad cuyo horizonte antropológico ha sido alejarse cada vez más de lo instintivo.

En este punto, podemos pensar que el montaje paralelo mencionado al inicio muestra a la nieve que se acumula como un equivalente de la frialdad en la vida asexuada de la pareja (esa especie de transparencia total del sexo que se da cuando los integrantes de un matrimonio llegan a orinar con el otro presente en el baño). En la pareja, las explosiones preventivas son esas mismas escapadas familiares, un pequeño cambio para que todo siga funcionando con la misma inercia gatopardiana. En ese sentido, la peligrosa avalancha viene a cumplir la función de una irrupción que arrastra capas y capas de muchas otras cosas no dichas, o no hechas.

El otro elemento central de Force Majeure se ve en la separación de los cuerpos. Ya desde la primera escena, las señalizaciones del fotógrafo que indica cómo debe posar la pareja con sus hijos nos da una pauta de cómo jugarán en el film lo corporal y la forma de escenificarlo. Se suele presentar a Tomas y Ebba uno al lado del otro (cuando los vemos enfrentados al espejo del baño, o cuando están cenando con la otra pareja), o uno adelante del otro (cuando están en una cinta transportadora, cuando son remolcados en fila india hacia la cima de la pista o cuando están esquiando), pero muy pocas veces enfrentados.

Todas estas señalizaciones nunca llegan a presentarse de forma demasiado evidente, lo que muestra la particularísima capacidad de Ruben Östlund para manejar no sólo lo dicho y lo sugerido, sino también un humor que siempre juega con los afilados bordes de lo incómodo, logrando hacer slalom entre lo frío y lo patético con la elegancia de un esquiador.

Las dos escenas en que el blanco imposibilita todo tipo de visibilidad cierran conceptualmente un film en que el hombre debe encontrarse con la mujer para volver a toparse con ese rol que parece habérsele perdido en la profundidad de la nieve, la misma que en cualquier momento puede tragarse a ambos por completo.