Esta decimonovena temporada del Espacio de Arte Contemporáneo (EAC) no es la que cuenta con las mejores obras presentadas en los cinco años de existencia del museo (cumplidos hace poco), pero seguramente es una de las que más cohesión despliegan: el diálogo entre casi todas las exhibiciones que la componen (con la excepción, diría, de El pensamiento oceánico, curada por David Armengol) gira alrededor de los conceptos de presencia/ausencia, materialidad/inmaterialidad y realidad/virtualidad, componiendo un armónico fresco que traza líneas investigativas vivaces y, ocasionalmente, ríspidas (en el buen sentido).

Recorte de producción

Empiezo con los tres videos que componen Línea de producción, de la argentina Paula Massarutti -realizados durante la residencia de Arte e Industria en las instalaciones de la fábrica de ladrillos Ctibor de La Plata-: registran a un puñado de obreros de la fábrica cumpliendo sus tareas laborales, pero sin los instrumentos que utilizan normalmente y que, como evaporados, dejan lugar a una especie de Ballet Mécanique a la inversa, en clave dócilmente polémica. Así como cierto discurso hipercapitalista oculta cualquier existencia de una fuerza de trabajo que todavía suda, Massarutti esconde los utensilios y máquinas de producción, pero no su “capital humano”. En una especie de último capítulo de una serie de gestos alienados que marcaron el imaginario simbólico del siglo pasado, enmarañado en el fatal tango de la carne y el metal -para remitirnos sólo al cine, la línea que va de Tiempos modernos, de Charles Chaplin, a La clase obrera va al paraíso, de Elio Petri-, la artista construye sus tomas alternando planos americanos con primeros planos (por ejemplo, de las manos sucias y nudosas o de las botas reforzadas) en secuencias algo surreales, no exentas, sin embargo, de posibles citas al “arte social” argentino de los años 30 y 40, a pintores como Juan Carlos Castagnino, Lino Enea Spilimbergo o Antonio Berni, entre otros. O dicho de otra forma, podría tratarse de un “realismo socialista” sin magia. Esta rarefacción (son pocos los obreros en escena), los ambientes inhóspitos de la fábrica, la elección de un tipo de producto como el ladrillo, que se bambolea entre lo artesanal y lo industrial, además de poseer una condición metafórica tan potente como directa (al límite de lo banal), confecciona una obra sugestiva en su desvelamiento de una sociedad que se piensa -tomándose el pelo- y se vende -tomándoselo a la población- como alegre y ampliamente postaylorista, posfordista y, tal vez, posobrerista. Un leve exceso de estetización de lo filmado, sin embargo, crea un residuo romántico-juguetón que diluye un poco el shock provocado por la repentina desaparición de una de las partes de la larga y atormentada relación entre hombre y máquina.

Memoria del fuego

También de desaparición se ocupa Julia Castagno en Atma, curada por Jacqueline Lacasa: se trata del proceso final -o, tal vez, feniciamente inicial- de una obra que deja de existir, por lo menos en su forma originaria, luego de un “sacrificio” oficiado por su autora. Después de haber sido expuesta en Montevideo y San Pablo, la gigantesca y minuciosa (pero también casi impalpable y povera) estructura-escultura Modelo para la supervivencia, que Castagno armó en gráciles módulos juntando miles de mondadientes, fue quemada por la artista en el mismo EAC donde había sido exhibida un año antes: las cenizas, recogidas y conservadas en un tupperware de la marca Atma (de ahí el título, que remite también a la palabra sánscrita que define el alma, el elemento vital), en una trama de elementos sagrados (la purificación del fuego) y cotidianos (los palillos desechables), pulsiones trascendentales (la conservación de los restos a modo de reliquia) y terrenales (el contenedor de plástico que usualmente conserva restos de comida), potencialidades económicas y auráticas de la obra y negación de ésta (en pos de un reciclaje casi místico, ¿quién no piensa en los mandalas de arena?) que sobrevive sólo en su registro.

Castagno tiene varios antecedentes -los más cercanos geográficamente son los argentinos Alberto Greco, que quemó algunas de sus telas recién pintadas en actos performáticos, y sobre todo, Marta Minujín, que incineró junto con amigos artistas toda su producción francesa en un recordado happening parisino de 1963, titulado La destrucción-, pero con la presentación aséptica en la sala, este ejercicio espiritual (el componente místico parece, incómodamente, predominar, aun habiendo elementos “bajos” que balancean su ímpetu) logra liberar una efectiva reflexión sobre la aparición y el desvanecimiento, el esfuerzo y la inutilidad de éste, todo arrullando cierto (ambiguo) brío pop, que viene quizá de sus días como integrante de Movimiento Sexy, condensado aquí en un video que une fotos y filmaciones de la fogata con “Dame el fuego de tu amor”, de Sandro.

Potencialidades y paciencias

Antes de bajar, otra exposición, un poco arrinconada (la hubieran mejorado más aire y la ubicación de las explicaciones de las piezas a una altura “adulta”, y no a la “infantil” utilizada, que exige al espectador arrodillarse) nos habla de lo que podía ser y no fue, en sentido arquitectónico: se trata de Uthopia; the Unbuilt. Fabricación digital de arquitecturas no construidas, armada por el Laboratorio de Fabricación Digital de Montevideo de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República. Desde íconos de la vanguardia internacional, como el Monumento a la Tercera Internacional, de Vladimir Tatlin, hasta obras recuperadas por el imaginario colectivo por medio de otras, como Cenotafio de Newton, de Étienne-Louis Boullée, celebrado en la película El vientre del arquitecto, de Peter Greenaway, pasando por Frank Lloyd Wright y otros gigantes, las maquetas producidas mediante fabricación digital innovadora (cuyo resultado, sin embargo, coquetea con lo “rústico”, aun en su extrema prolijidad) dan cuerpo a los incorpóreos bocetos dejados por estas destacadas personalidades del campo: es una suerte, sobre todo, poder acariciar la magnífica intransigencia del proyecto poscubofuturista de Jorge Oteiza y Roberto Puig para el Memorial a José Batlle y Ordoñez de 1957.

También la colectiva A escala humana, que armó el director del EAC, Fernando Sicco, y que ocupa la planta baja de la ex prisión, habla, más solapadamente, de la oposición concreto/virtual, en clave temporal: resistiendo a la celeridad con que se piensan y materializan objetos (no sólo artísticos) en nuestra época instant, la exposición agrupa piezas cuya realización es el “resultado de una concentrada y a menudo prolongada dedicación”, al límite del ritualismo. Entonces: toda una ética de la “hormiga”, armada de paciencia y habilidad, para producir algo en contratendencia a la vigente praxis del cut & paste, de la aproximación, de lo inacabado. Nueve artistas y un amplio abanico de propuestas -imposible agotarlas acá- cuyos extremos podrían ser Arroz (o la revolución desde la magia), de Andrés Pasinovich, quien reprodujo a lo largo de cinco años cientos de granos de arroz en cerámica (¿o miles?: en la multiplicación parece perderse la noción de cantidad) y los mandalas Amor vacui, de Ricardo Pizarro, tramas decorativas dibujadas en forma demoníacamente metódica, con nimios plumones sobre nimias toallas de papel gofradas, desechables. Su cúspide: Verbo, del brasileño Felippe Moraes, que cortó todas las palabras “Dios” de una voluminosa Biblia, dejando huecos en el libro (y pegando en cuadros que rodean el tomo las más de 5.000 ocurrencias del vocablo): amanuense en negativo, con un acto de sustracción, también conceptual, una vez más desacraliza el libro sagrado, cuestionando poderosamente qué hace de algo lo que es.