La historia, ocurrida en 2010, caló hondo y duraderamente en el imaginario nacional chileno (amén de conmover al mundo entero), y todavía está fresca en las memorias: 33 mineros chilenos, luego de un derrumbe, quedaron atrapados a 700 metros de profundidad durante 69 días, hasta que, luego de un titánico y millonario esfuerzo colectivo, fueron rescatados. Algo similar a lo que fue, para los uruguayos, la historia del avión caído en los Andes. Pero la historia de los mineros fue 100% feliz: no tiene detalles escabrosos, y una masiva audiencia internacional la siguió en tiempo real por diversos medios de comunicación. Entre uno y otro episodio media una distancia curiosamente análoga a la que media entre el cine hollywoodense de 1972 y el de ahora. Aquél era inconformista, violento, amargo, escéptico, antisistémico, privilegiaba el esfuerzo (muchas veces vano) de individuos aislados contra una realidad cruel; el de ahora es moralizante, enaltecedor, light, con una historia que rebota oportunamente a favor de figuras centrales del gobierno (muy especialmente el ministro Laurence Golborne) y del sistema en general.
Se trata, sobre todo, de una película chilena sobre un asunto chileno, pero realizada como si Chile tuviera poco y nada que ver con la producción. Está hablada casi toda en inglés (excepto por unas participaciones de don Francisco y algún “huevón” que se cuela en algún diálogo). Es, además, un inglés con acento español forzado, como el que suelen tener los personajes “latinos” en las películas hollywoodenses desde tiempos de Xavier Cugat. La mayoría de los actores son “latinos” famosos: españoles, brasileños, mexicanos, colombianos, cubanos, una francesa, un filipino, todos debidamente maquillados para quedar con la piel más oscura que la que tienen.
Cote de Pablo, en un papel bastante secundario, es la única chilena notoria del reparto. La directora es mexicana. Los personajes son mostrados como suelen ser mostrados los “latinos”, sobre todo si son de baja condición social: bulliciosos, sensuales, emotivos, intempestivos, irracionales, un poco payasescos. Así y todo, los personajes buenos están investidos de una dignidad esencial, que es la del “hombre de pueblo”, en la mayoría de los casos, y la del “joven político serio, responsable y dotado de ejecutividad” para Golborne (una imagen similar, por ejemplo, a la que pretende construir Lacalle Pou).
La cámara se detiene en detalles “exóticos”, como la imaginería católico-popular, con ojos de turista y no de local (y no la de un turista procedente de México, como la directora, sino como su proyección de un supuesto turista estadounidense o europeo). En la banda musical se escuchan una canción de Víctor Jara y una de Violeta Parra (“Gracias a la vida”, nada menos, en su enésima versión kitsch, en este caso a cargo de Cote de Pablo, que la canta frente a la cámara). La música de James Horner para las escenas de suspenso o de bajón es bien convencional, hollywoodense-sinfónica. Para los momentos en que todos se juntan y emprenden un esfuerzo común, suenan charangos, zampoñas y quenas, cosa que a mí me pareció una curiosa reminiscencia de Estado de sitio, de Costa-Gavras. Pero se ve que la asociación del folclorismo chileno a lo Quilapayún con el espíritu que emanó de Unidad Popular (socialismo, latinoamericanismo, antiimperialismo) ya no tiene vigencia, o así lo consideraron los realizadores.
Los 33 tuvo el efecto previsto en Chile: un éxito de taquilla sin precedentes, que desplazó el récord de espectadores que desde hace 36 años tenía Kramer vs. Kramer. En el resto del mundo recién se está estrenando. El lanzamiento estadounidense está previsto para noviembre, al parecer sin mayores expectativas o especial inversión. Es un indicio de algo medio patético: esa versión “hollywoodense” de Chile quizá no haya sido concebida en función de una evaluación de las preferencias del público de Estados Unidos -relativamente secundario en las consideraciones de la producción-, sino que previó, y correctamente, que el público potencial mayoritario (chileno y quizá del resto del mundo) aceptaría mejor un retrato realizado en este estilo. Es natural: uno está acostumbrado a ver películas con esas caras, en ese idioma, plantadas desde un “yo” virtual que se ubica en la clase media estadounidense y que mira como un “otro” al extranjero, latino, católico, obrero. Un retrato de Chile que fuera más chileno podría conformar las demandas de los “intelectuales y radicales”, pero el “cine de verdad” tiene esta pinta. Y Chi-Chi-Chi, le-le-le, ¡viva Chile!
Otras convenciones
La película no es totalmente conformista. Deja bien claro que las condiciones de trabajo de los mineros chilenos son muy malas. Los patrones son unas ratas. El presidente Sebastián Piñera deja, por el modo en que es retratado, una imagen medio ambigua, porque opta por el esfuerzo del rescate en la medida en que empieza a apreciar su valor electoral, en “imagen”. Según los letreros finales, los mineros no recibieron un solo peso de indemnización.
Por otro lado, el personaje de Golborne tiene un papel tan heroico que, si la película no fue auspiciada secretamente como parte de alguna maniobra para promocionarlo políticamente, le hicieron el tal favor. Con la apariencia galante y el carisma de Rodrigo Santoro, Golborne es ético, sensato, responsable, tenaz, ocurrente. Cuando una mujer del pueblo le pega un cachetazo en público, no se ofende ni se amedrenta; por el contrario, lo toma como un llamado a la responsabilidad y redobla sus esfuerzos para lograr el rescate. Cuando tiene la oportunidad, se comunica fluidamente con la gente y se entrevera con ella sin perder su condición de líder natural. En el momento en que todo parece perdido, debido a dificultades técnicas, es a él a quien se le ocurre la solución ingenieril que finalmente permitirá que el taladro arribe al refugio de los obreros.
Mientras tanto, en la mina, todo es un caos: uno casi se roba toda la comida y otro no pierde oportunidad de insultar al único boliviano del equipo, quien, a su vez, casi acuchilla a ese chileno xenófobo. Hasta que Mario Sepúlveda impone su autoridad sobre todos. Claro, es un ex militar -algo enfatizado especialmente en un diálogo-, así que tiene experiencia en lidiar con grupos. Gracias a la disciplina que impone, ellos logran sobrevivir.
Es posible que esa visión de ambos líderes (Golborne y “Súper Mario”) no parta directamente de lo ideológico, sino de la convención de que una “película de verdad” tiene que tener héroes bien individualizados, con función de líderes. Como tantas veces, esta visión se desliza hacia una ideología conservadora.
Los 33 busca atender varias otras convenciones, concretadas, como ocurre tantas veces cuando se intenta hacer Hollywood fuera de Hollywood, con cierta torpeza “clase B”. Así, hay una preocupación constante por dramatizar los detalles de la acción: las primeras escenas van mostrando a los personajes principales en forma coral, como en el cine-catástrofe, como en busca de pequeños dramas con los que luego se va a lidiar (uno es alcohólico, la mujer de otro está embarazada, otro tiene relaciones con dos mujeres, casi todos discriminan al boliviano). Luego, el colapso de la mina es aprovechado como secuencia de “acción”, con veloces elementos de suspenso (uno casi cae a un abismo y es salvado por el empeño heroico de un compañero, otro casi no logra subirse al camión, etcétera). Luego se alimenta la espera con los pequeños dramas.
La torpeza está en que ninguno de esos detalles aporta demasiado a la anécdota en sí. Claro que la línea general sigue la historia real, fiel a ella en sus datos básicos conocidos, y entonces uno no se beneficia de la redondez cinematográfica de las historias inventadas para hacer una película. El problema es que se intenta insuflar una línea dramática con ese tipo de detallecitos, que a la larga lucen decorativos (están puestos más bien para que uno logre incorporar quién es quién: “ah, éste era el viejo que se estaba jubilando”, “éste es el que no comió la empanada de la hermana”, “éste es el que andaba con dos mujeres”, “éste cantaba canciones de Elvis”). La escena en que los mineros sueñan con platos de comida servidos por sus familiares mientras suena la “Casta diva” es de una cursilería que da vergüenza ajena.
Creo que Antonio Banderas nunca hizo un buen papel en Hollywood (salvo la voz del gato de Shrek), pero aquí lo tenemos en la más grotesca de todas sus caricaturas. El reparto incluye a algunos grandes actores (Juliette Binoche, Lou Diamond Phillips, Gabriel Byrne) que no podrían actuar mal aunque quisieran, pero sus papeles no les permiten demasiado (excepto la escena final, con Phillips en la despedida del refugio, quizá el mejor momento de la película).
Los 33, vale de todos modos, para que quienes no acompañaron detalladamente los noticieros, o lo hicieron pero sin llegar a componer una visión del conjunto, puedan sistematizar una historia real que realmente configura un episodio cargado de épica propia, con uno de los pocos happy endings contundentes que nos regala la vida.