Una confidencia de quien escribe esta nota: entré a ver Sicario casi por accidente, aprovechando una pequeña laguna en la agenda y sin haber visto siquiera el afiche de la película. Esto sería meramente anecdótico -e incluso contraproducente para la credibilidad del crítico, de quien suele esperarse mayor preparación antes de someterse a su objeto de estudio- si no fuera porque desde la primera escena de Sicario sentí un extraño paralelismo con la asperísima Incendies (2010), película que -chocolate por la noticia- también fue dirigida por el director de la obra a reseñar.

Al escribir esta nota intento explicar esas cartografías autorales, pero es una labor más difícil de lo aparente. En principio, Incendies y Sicario tienen en común una serie de temas (la noción de la violencia como un disco que gira sobre sí mismo, delineando una serie de repeticiones y deudas heredadas que amenazan con terminar desgastando su propio eje), así como ciertos recursos estilísticos de fotografía y economía narrativa (el uso de planos generales, los movimientos de cámara en paneo y los cautos acercamientos y zoom in hacia el rostro de los personajes), pero lo que delata su parentesco parece obedecer a algo más inmaterial. Se trata sobre todo del particularísimo uso de la tensión, que no tiene tanto que ver con las ansias de descubrir la trama secreta de la película, sino más bien con el miedo a hacerlo.

En la primera escena aparece la agente del FBI Kate Macer liderando una organizadísima redada en una casa que -aparentemente- alberga a unos rehenes y sus captores. La operación falla en forma estrepitosa, pero por accidente permite descubrir algo mucho peor que los agentes habían ido a buscar: dentro de los muros de la casa están, emparedadas de pie, decenas de víctimas de la guerra de cárteles. Este hallazgo desempeña un rol similar al del testamento de la madre de los mellizos de Incendies: el puntapié inicial de la investigación de una vida que oculta cuerpos en descomposición, dentro de las paredes aparentemente limpias de su relato oficial. La estructura trágica -perfecta, griega en el sentido más estricto- de Incendies hace que, cuando realmente sacamos cuentas, el descubrimiento del secreto nos ahogue sin lograr brindarnos una suerte de catarsis o expiación; lo mismo puede decirse del manejo de la tensión, la violencia y la resolución en gran parte de Sicario.

Tras esa redada fallida se le otorga a la agente la oportunidad de limpiar su expediente invitándola a participar en una operación secreta, sobre la que casi no se le brinda información. Originalmente planteada como una intervención en el lado estadounidense de la frontera con México, la misión es relocalizada en Ciudad Juárez. Es nada más llegar y Alejandro (un misterioso agente latino interpretado por Benicio del Toro, cuya función al principio no se logra entender del todo) le dice a Macer: “Bienvenida a Juárez”, mientras se ven encima de ellos, colgados de un puente, los cuerpos desnudos y decapitados de las víctimas de un ajuste de cuentas del narcotráfico. Es, a su manera, una bienvenida a la medida de una versión actual y más áspera de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

Villeneuve parece intentar que el centro gravitacional del thriller esté en la duda sobre los verdaderos propósitos detrás de la misión. Sin embargo, el verdadero motor de Sicario es la interesantísima forma en que el director canadiense logra mantener la tensión al borde del estallido. En particular, cabe resaltar la exuberante fotografía de Roger Deakins, que logra, mediante el uso repetido de filmaciones cenitales desde helicópteros, convertir a la desértica frontera en un auténtico organismo vasto y mudo, que sólo sabe expandirse, como un tumor. En esta casi personificación del lugar, Deakins hace del desierto un auténtico monstruo desubjetivado de cine de horror, que avanza con afán devorador hacia Estados Unidos.

A esta sensación opresiva de Juárez debe agregársele la banda de sonido de Jóhann Jóhannsson, que marca el pulso de las escenas captadas desde el helicóptero, con base en unos sintetizadores distorsionados e invasivos, convirtiéndolas radicalmente en otra cosa.

En particular, la escena del embotellamiento en la frontera durante el operativo de aprehensión de uno de los capos de Juárez es una perfecta muestra de virtuosismo en lo que respecta al manejo de la tensión por parte de Villeneuve, que se abstiene de presentar en la pantalla un montón de disparos o explosiones y, en cambio, hace de lo táctico, con sus momentos de quietud y circunspección, el centro de la cuestión. El estilo parece pertenecer a una nueva escuela del manejo de la acción, una en la que la minuciosidad está colocada por encima del vértigo, como en la escena inicial de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), donde la persecución automovilística se resolvía más por la pericia y las habilidades de camuflaje del personaje interpretado por Ryan Gosling que por la velocidad de su automóvil.

La lástima de Sicario es que, a diferencia de Incendies, termina traicionando ese pulso en el último tramo del film, y se nota cómo, pese a la violencia del desenlace, hay algo que se pierde en los tiroteos.

Varios medios se quejaron del modo en que la construcción dramática de la protagonista se desbarranca, descentrándose de ella al final del film. Esto fue lamentado especialmente por quienes querían ver un personaje femenino fuerte que contrastara con el lugar que en el cine suele asignársele a la mujer (algo que permitiría emparentar la película con Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow), pero creo que el presunto error es, en realidad, parte esencial del mensaje de Sicario: en la guerra contra el narcotráfico no hay voluntades que puedan prevalecer, sólo persiste una sucesión de repeticiones interminables, donde no hay interioridades, sino -citando a Apocalypse now- sólo violencia que avanza en la frontera, como una babosa sobre el filo de una navaja.