“Ella no creía en la bondad de la naturaleza, no esperaba nada bueno, no le ponía nombres lindos a las cosas malas”, dice el narrador, mediando La entrada al paraíso, sobre la madre del protagonista masculino, Sergio. Una declaración de principios, una advertencia que debería estar en la puerta de esta novela.

No concede Martín Lasalt, pintor y escritor ganador (con este libro) del premio Narradores de la Banda Oriental, al ornamento (si entendemos ornamento por el decorado fútil, “embellecimiento” de las cosas). Su poética es la de lo directo, lo certero, la búsqueda de las palabras claras. Una búsqueda que es del realismo, tanto hacia los diálogos de los personajes, que se muestran en su desgarrado laconismo, como en la narración, que busca una limpieza del lenguaje, una cortante univocidad, una transparencia que apoya cierto pavor, que provoca el dolor de lo que se dice sin más. Hay pasajes reflexivos, por supuesto, y también momentos de introspección y de ensueños poblados de recuerdos, pero la acción nunca deja de ser el eje de la trama. Y esa acción se mueve en pos de la “entrada al paraíso”, propulsora de personajes que buscan desesperados su lugar, no ya en el mundo (que los ha expulsado) sino en un más allá cada vez más plano e imposible.

El nacimiento de la tradición narrativa urbana uruguaya se ha fechado a fines de los años 30 y comienzos de los 40, a partir de la invención onettiana de Montevideo con otro nombre y en otro lugar. Es tal vez Carlos Martínez Moreno quien primero se adentra, alejándose del centro, en los suburbios de la ciudad, con un proyecto que llamó “escribir al lumpen” y que tuvo como concreción Tierra en la boca (1974). Lasalt, como certeramente asegura en el breve prólogo Tomás de Mattos (integrante, junto con Oscar Brando y Rosario Peyrou, del jurado que lo declaró ganador del concurso de Banda Oriental), ha incursionado en un territorio doblemente poco explorado en la literatura uruguaya. Por un lado, el del Montevideo rural, ése de casas pequeñas, apiñadas, de calles de balasto surcadas por motos ruidosas y bicicletas, de bares de viejos y donde, como hongos, surgen en los rincones las iglesias evangelistas, como antes las de los Testigos de Jehová (y esta doble circunstancia es tratada mediante las figuras de Matilde, protagonista femenina, y su madre, Sonia). Éste es el segundo territorio en el que pocos se han aventurado (recuerdo ahora un cuento de Daniel Mella cuyo narrador era un joven mormón), y en el que Lasalt se mete de lleno.

La inmersión en ese mundo suburbano y tremendo es también total. No como en la mencionada obra de Martínez Moreno, en la que el narrador no dejaba de ser ajeno al mundo que contaba, sino desde dentro, con un fuerte apego sentimental a los personajes y las cosas. En un territorio hecho de callejas que no merecen nombre de prócer y se llaman apenas, por ejemplo, “Pasaje B”, donde todo queda lejos y, sin embargo, el concepto de “vecindad” se estira y se vuelve muy abarcador, se desarrolla la anécdota, que tiene como núcleo a una familia en el momento de su desgarramiento. Personajes terribles, a veces grotescos y a veces puros, pasan ante una luz que los juzga pero no los condena. No la luz de Jesús en el Juicio Final (por buscar en el mismo arsenal de imágenes de la novela), sino la del Jesús que sopesa lo bueno y lo malo, y que no castiga, sino que perdona. Si el eje de la historia es la desaparición de un bebé y hay un niño que no está, la novela se erige sobre un vacío que se hace cada vez más asfixiante.

La trama, que se desarrolla casi completamente en una serie revoltosa de flashbacks que desafían la linealidad temporal, sigue entonces una historia que es de iluminación al revés, como un progreso del peregrino hecho a la inversa, caminando de espaldas. Lasalt intenta, y a menudo logra, una obra que parece suceder en un solo punto del tiempo. En forma simultánea, Sergio está en lo de su hermano, Karen (uno de los personajes secundarios más interesantes y mejor logrados) se levanta y Matilde decide salir de su casa. A la vez, de ese modo, se sellan los destinos, se completan las vidas. Todo impulsado por una idea de collage narrativo, que intercala fragmentos paralelos o de historias pasadas en un presente (pasado con respecto a la historia principal) que prolonga sus conclusiones en un futuro (el presente de la historia, su marco).

Lasalt logra una novela íntegra, cuyas menos de 150 páginas se leen de un tirón, y completa en sí, pero que extiende sus posibilidades hacia todos los puntos temporales con un notable manejo del ritmo, que alterna momentos de serenidad y de reflexión con otros de gran movimiento de acciones y de personajes. Sin embargo, hacia el final la historia toma otra velocidad, se despacha en pocas páginas y de algún modo se pierde. Como culminación, deja la sensación de poco; como clímax, queda solitario ese final, bastante inesperado; pierde la fuerza dramática que tendría en otra parte. Al terminar la lectura queda un vacío, como el que es eje de la novela; una sensación de impureza, de soledad. Y, tenuemente, una esperanza extraña, la sensación de algo que comienza pero que (y tal vez sea una manía propia) no terminará bien.