“Si Pac-Man realmente nos hubiera afectado de chicos, ahora estaríamos todos encerrados en cuartos oscuros, masticando pastillas mientras escuchamos música electrónica repetitiva”, bromea el comediante británico cuarentón Marcus Brigstocke, tomándole el pelo a cierta alienación típica de su generación y las sucesivas, pero sobre todo declinando de forma divertida algo que la sociología, la psicología, la pedagogía, la antropología y varias disciplinas más repiten desde siempre: la importancia crucial del juego en la formación, incluso a nivel inconsciente, del individuo y de los grupos sociales. Algo tan incorporado se torna quizá aun más cristalino al mirar la íntima, un poco atiborrada pero interesante muestra Juegos de mesa: memorias de una sociedad, en el Archivo Histórico de Montevideo del Cabildo, armada por el coleccionista Winston Sterling.

La reducida sala reúne en tres vitrinas y dos estanterías unos 50 juegos de mesa, confeccionados entre los años 30 y los primeros años 80, en su mayoría nacionales (pero hay también alguno argentino o alemán), fabricados por clásicas casas orientales como Pallas, Coloso y Royal. De su colección, que es más vasta y no sólo incluye juegos hechos acá ni tampoco sólo juegos -sino también juguetes-, Sterling acotó la exposición a los “de mesa”, lo que permite el acceso a un tipo de juego altamente reglamentado, una de las versiones más domesticadas, familiares e intergeneracionales (junto a las cartas) de las cuantiosas formas de jugar a disposición del ser humano, y una que presupone un número de oponentes considerable (en todo caso, generalmente, más de dos) mientras define con claridad su “círculo mágico”, vale decir, un “espacio otro” de la realidad, el tablero, donde se aplican leyes especiales, como ya había intuido Johan Huizinga hace 80 años.

Sin embargo, queda claro que el juego de la oca -que a partir del siglo XVIII marca el gran cambio, según explica Sterling, al introducir a nivel popular un juego que no se conecta directamente con las apuestas- y sus infinitos derivados y afines tienen un empuje “didáctico” enorme que, desde ese círculo mágico, va directo a la realísima realidad. Para empezar, el concepto de fondo consiste en que la vida (en la sociedad burguesa) es una competición, una carrera, un enfrentamiento perpetuo, tanto con los accidentes externos como con los “compañeros” de partida, y de que, para lidiar con ellos, se debe seguir las normas establecidas. Así, aun en el pequeño campo uruguayo, cada caja parece cubrir rubros fundamentales de la existencia.

Está la violencia deportiva en Match box (posiblemente la pieza más antigua entre las presentadas), complicado y gráficamente logradísimo juego de boxeo, pero también militarizada en El ejército infantil (espeluznante nombre que probablemente venga de la década del 50) y en el más notorio War. Está el conocimiento como fuente de movilización y progreso (cuantas más preguntas se contestan, más se avanza), como en Panamericana, que promueve la comprensión de las demás naciones del continente, o en el exquisito Cerebro mágico, a mitad de camino entre Metrópolis (figurativamente) y los primeros quizzes televisivos, con una lamparita que se ilumina cada vez que se acierta una respuesta. Y está, por supuesto, la idea de acumulación de capital.

Es célebre la historia del Monopoly, pensado en 1903 por Lizzie Magie Phillips como ilustración de la negatividad del modelo monopólico de empleo de la tierra y concretado irónicamente, una vez que quedó en manos de la estadounidense Parker Brothers, como su exaltación. La declinación uruguaya de este clásico, El banquero, acá en una edición de los años 60, difiere mínimamente de su modelo. Más significativo aun en este sentido es Nuevo shopping (años 60 o 70), variación del antes mencionado, que propone compras en diferentes tiendas reunidas en un único espacio, bastante antes de que aparecieran los centros comerciales Montevideo, Punta Carretas, Portones y similares.

Hay también piezas más “relajadas”: se destacan Coco Caracambio (muy probablemente de los 50), juego de construcción en el que “los niños de seis a 60 años” disponen de varios elementos geometrizantes (de sabor algo constructivista) para conformar rostros de todo tipo; y Mi sombrero, especie de inocente tiro deportivo, de refinada composición litográfica, tal vez de los años 40. Claro está que, sobre todo pensando en la sofisticación adquirida por los videojuegos actuales (tan diferentes de los antiguos, pero lejos de estar exentos de implicaciones pedagógicas y normativas, buenas o malas, según el caso) y su perpetua e inmediata accesibilidad mediante móviles y tablets, es muy arduo visitar la exhibición sin quedar atrapados en una burbuja de nostalgia. Sin embargo, una vez rota ésta -y hay que romperla- se entiende que la exposición es uno de los primeros capítulos de una necesaria reconstrucción histórica de algo tan imprescindible como la forma de jugar de una nación: toda por completar, involucra sectores de variada naturaleza (por ejemplo, desde el punto de vista estético, en lo que ha sido su desarrollo gráfico) y, a la postre, fundamental para entendernos.

Cabe señalar que la visita al Cabildo se puede extender placenteramente incluyendo otras tres muestras que dialogan con el pasado de la región y que, aun en su diversidad de medios e intentos, sobresalen por rigor e inventiva: el episodio del Graf Spee revisitado en La otra orilla, una instalación de potente impacto visual aparejada por el uruguayo Juan Pedro Fabra Guemberena y los suecos Jan Håfström y Carl Michael von Hauswolff (autodenominados Grupo Graf Spee); Piedra fundamental, curada por Ramón Castillo, que ahonda en el proceso fundacional de Montevideo y balancea, delicadamente, lo que expone con el contenedor museístico que lo preserva; y la recién inaugurada Pequeño gabinete de Historia Natural: flora, fauna y nativos bajo la mirada científica del siglo XIX, “Wunderkammer” en dos salas armada por Marco Tortarolo, que mezcla de forma lúdica y lúcida la historia de la construcción de lo latinoamericano (y, por ende, de lo uruguayo), entre (pero hay mucho más) mulitas embalsamadas, modelos anatómicos, citas de Charles Darwin y Gayatri Spivak, grabados antiguos y obras de Juan Carlos Figari y Carlos Capelán.