Es una comedia romántica con una pitadita de road movie. Lo de road movie es porque Martina hace dedo en la carretera, Matto va en auto y la lleva, y llegan hasta los alrededores de Florianópolis, en cuyas playas transcurre la mayor parte del metraje. Lo de comedia romántica es porque al inicio se llevan bastante mal, luego se van descubriendo y se gustan, y porque el tono general es chistoso y ligero.

Por una curiosa coincidencia, hace menos de un mes tuvimos el estreno local de El muerto y ser feliz (Javier Rebollo, 2013), que también era una cruza de comedia romántica y road movie, y también tenía una cercanía con Uruguay (en aquélla actuaban Roxana Blanco y Jorge Jellinek). No creo que ninguna de las dos sea “la película del año” ni nada por el estilo, pero ambas cuentan entre los títulos más frescos, libres y lúdicos que se hayan proyectado en la cartelera regular uruguaya en tiempos recientes. Ambas tienen una tercera pata de género: El muerto... tiene un elemento de thriller; ésta, de documental de naturaleza, motivado en que Matto es biólogo y se pasa haciendo observaciones sobre bichos. Entonces, cada tanto intervienen imágenes de animales que, ayudadas por la narración en voz over de Jorge Bolani, comparan el comportamiento humano con el de otras especies o explican su fundamento.

Nada de eso llega a ser muy instructivo, ni pedagógico, ni consecuente. Esas interpolaciones funcionan más bien como una marca de estilo de la película, o como chistes, o incluso como pequeños devaneos que colaboran con una textura narrativa general muy casual, improvisada, incluso asumidamente inconsistente.

La producción es muy barata: los dos directores, guionistas y productores también actúan. El único otro personaje con cierta presencia está actuado por la directora de arte. Los demás tienen pinta de ser lugareños de Santa Catarina que accedieron a hacer de ellos mismos frente a la cámara (quizá ensayaron, quizá su aparición sea semidocumental). Varios de los diálogos parecen ser, en buena medida, improvisados. Se trata de “viajar y hacer una película”, una fórmula que el cine digital hizo viable.

Pero a diferencia de otras propuestas, en las que esa fórmula tiene un aire de curro para hacer una ópera prima, ésta no oculta, sino todo lo contrario, su origen casual, ni intenta pintarlo con aires de profundidad. Los dos personajes son medio quirkies: él es ensimismado y huraño, resguardado en sus obsesiones con la biología; ella hace unas encuestas absurdas a la gente para medir su “grado de maldad”, pero luego experimenta raptos de furia desacatada.

Sobre la historia mínima, la realización parece estar llena de decisiones tomadas a mitad de camino, algunas justificadas y otras porque sí. Matto fuma un porro por primera vez en la vida y sale a explorar el lugar, y lo seguimos dos minutos y medio mirando y escuchando la selva, una gruta, las gotas que caen por una roca, probando una liana a ver si arriesga a hacerse el Tarzán. Las imágenes documentales de animales están recuadradas y texturadas como si fueran películas en Súper 8. Pero de pronto, algunas de las imágenes de la acción principal aparecen con esa misma textura (en uno de los casos, porque Matto hace de cuenta que filma a Martina, y el dispositivo narrativo juega a que la está filmando en serio, pero la alterna con la imagen documental de un avestruz, y Martina empieza a jugar con poses y actitudes de pseudoavestruz -es decir, todo como una extensa asociación de ideas-).

Hay mucho de la modalidad más pava y lúdica de Jean-Luc Godard. Es imposible no pensar en Sin aliento (1960) ya en las primeras imágenes: los jump cuts de la carretera tomada desde el asiento al lado del conductor del auto. Habrá jump cuts en varias otras secuencias, dando agilidad y haciendo bailar el ritmo de algunas tomas, y entablando comparaciones instantáneas entre posiciones de los personajes en el encuadre: mientras aguardan hacen yoga o dialogan. Matto empieza a contarle un cuento a Martina para que se duerma y ella cierra los ojos. En ese lapso, en el que va perdiendo la conciencia y zambulléndose en el sueño, la imagen se oscurece lentamente en fade out (esto suena elemental, pero la verdad es que sólo recuerdo haber visto fade-outs vinculados al momento de dormir en tomas subjetivas de personajes que se desmayan, nunca, como acá, acompañándolo a dormir, en forma tan expresiva, tan acogedora, tan tierna).

La voz en over no siempre habla de los bichos: a veces se dedica a otras cosas, nos cuenta sobre el pasado de los personajes o lo que están sintiendo, como en la escena hilarante del sonambulismo de Martina. La música incidental tiene algunos toques hindúes, y además hay un par de canciones del gran Ernesto Díaz grabadas especialmente y que contribuyen al clima especial de un par de secuencias.

No creo que esta película resista una mirada sesuda, cuestionadora, que exija coherencia, sustancia, madurez. En cambio, es muy gratificante para una mirada inocente y bien dispuesta, como quien se sienta en una playa de Floripa a hablar de cualquier cosa con los amigos (y esto lo digo por experiencia personal y por haberla visto en una sala llena en el último Festival de Punta del Este, con un público muy variado, que se rio todo el tiempo y aplaudió con ganas al final). Entrando por esa puerta, incluso, este film aparentemente superficial, ligero, descargado de responsabilidades, curiosamente puede llegar a darse vuelta para tomar una forma de profundidad conmovedora, sobre todo en el final, que combina melancolía, fascinación e ilusión. Quizá porque es muy difícil hablar de las emociones involucradas en un verano playero condimentado con un lindo encuentro de “amigovios” fugaz, algo que es tan trascendental cuando se vive y más aun cuando se recuerda, y tan fútil cuando se intenta comunicar qué tan trascendente es. Esta película dio en el clavo para emular esa sensación y evocar el sabor de esa trascendencia con el lenguaje justo de la intrascendencia.