La acción se ubica en un pueblito de Kosovo, algunos años después de terminado el último conflicto bélico (es decir, a inicios del presente siglo). Instada por una periodista extranjera, la maestra de la escuela del pueblo, cuyo marido desapareció en la guerra, declara que días antes de la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte fue violada (se sobreentiende que por soldados serbios), junto a otras tres mujeres cuya identidad no devela. La difusión de la noticia en los diarios llega a los lugareños y causa conmoción. Por lo que nos vamos enterando, muy pocos tenían noción de lo ocurrido: las mujeres tendieron a ocultar la violación debido a la vergüenza y el temor al estigma. De hecho, los maridos se desesperan por saber quiénes fueron las otras tres mujeres, si no habrá sido justo la suya. Les duele saber que su mujer pueda haber sido víctima de violencia, pero mucho más les duele el deshonor.
Tal como se muestra a la sociedad rural kosovar, los valores son sumamente patriarcales. El pueblo tiene un líder que ejerce una autoridad caudillesca. Es un señor medio pelado y barrigón, pero la fuerza de su autoridad hace que incluso cuando se pelea con uno más joven y en la plenitud de su vigor físico, éste se deja pegar, como quien no se atreve a devolver un golpe que recibió de su papá. Los maridos mandan en sus casas y no tienen problema en expresar su estado de ánimo negativo en algún cachetazo eventual a su esposa o hija. La comunidad no toma la declaración pública de la maestra como un avance, sino como un acto molesto y vergonzante, que a todos los enchastra. En ningún momento en toda la película se siente animosidad hacia los anónimos violadores, aunque sí la hay hacia la maestra por abrir la boca y, en alguna medida, por haber sido violada. Llega el punto en que los padres deciden retirar a todos los niños de la escuela. En ese estado de espíritu, se entiende la presión que sienten las mujeres violadas, el temor a que se descubra el hecho, el peso por el dolor que, entienden, provocarán a sus maridos, junto al temor de lo que les pasará a ellas: si serán rechazadas por el marido y por todos los demás. En todo eso, la actitud de la hija de Uka y su novio motoquero indican una tendencia a la evolución, que se prevé lenta, difícil e imperfecta, pero se anticipa con claridad.
La narrativa está basada en planos extensos, con encuadres muy cuidados que se suman a una iluminación exquisita para un visual espléndido. Los planos son siempre con trípode, a veces con suaves movimientos de cámara. Hay varias escenas con un solo plano, y la mayoría de las escenas tienen muy pocos cortes. Aunque la narración es cronológica y objetiva, es más problemática que el estándar, porque se tarda mucho más en aclarar quién es quién, cómo se vinculan unos personajes con otros. Hay una preferencia por una manera de construir las escenas que casi siempre, en una primera instancia, nos deja atónitos, sin saber de qué se trata, y sólo de a poco nos vamos ubicando: la periodista y la traductora interrogan a alguien y recién mediante un movimiento hacia atrás vamos viendo a la interlocutora y nos percatamos de qué se está hablando y cuál es, más o menos, la situación; vemos una pera depositada sobre una mesa y después entenderemos que es un regalo de una niña a la maestra; vemos un detalle de un partido de dominó, pero recién después sabremos quiénes están jugando; vemos las piernas de alguien que camina en la carretera, pero el personaje tendrá que avanzar bastante hasta que podamos ver quién es.
Esta táctica narrativa contribuye a mantener al espectador en vilo, exigido, activo, para acompañar la progresión de los eventos que es más bien pausada, empática con el ritmo tranquilo de la vida pueblerina, que a su vez emula el peso gigantesco que tienen ahí algunas tradiciones. Hay más suspenso en ese nivel que en el de “qué va a ocurrir en la historia”, un nivel en el que, una vez que llegamos a atar los cabos y a conocer a todos los personajes y su situación, todo se hace bastante previsible. Esta previsibilidad no es evidentemente un defecto de la película, sino una elección: incluso desde el título se nos hace prever que habrá un ahorcamiento, y por si fuera poco, se nos anticipa en una escena curiosísima, en la que Sokol llega a casa y habla con su mujer, que está sentada al borde de la escalera. Antes de verla, vemos a Sokol y la sombra de los pies de ella colgados, que son como los pies de un ahorcado. No es difícil anticipar lo que sigue, ni conceptualmente (por la lógica de los hechos y de la psicología de los personajes) ni poéticamente (por las asociaciones que una imagen como ésta nos genera).
El primer diálogo entre Uka y su esposa tampoco deja demasiado margen de duda, y cuando llega la “revelación” final sobre la historia de ella no será tanto una revelación, salvo de determinadas sutilezas. El interés de los realizadores no estuvo, claramente, en ese aspecto. De la misma manera, la única “escena de acción” (la pelea de Sokol y Uka) está tomada desde bien lejos, los personajes chiquitos hacia el centro del encuadre, perdidos en la imponente imagen de las montañas nevadas a lo lejos (única ocasión en que las vemos con esa claridad). El único evento realmente impredecible, que ocurrirá cerca del final, se muestra también en forma desdramatizada. Como para resaltar la importancia menor concedida al “qué va a pasar”, el final es abierto.
Pero quizá nada aporte más a la “apertura” narrativa de la película que la escena del inicio, con los tres viejitos al pie de un árbol. Mientras avanza la película y estamos intentando entender la conexión entre los distintos personajes y ocurrencias, esta escena quedará como una piedra en nuestro zapato de espectador: no tiene efectivamente que ver con nada. Es, en algún sentido, como la escena inicial de Un hombre serio, de los Coen (una anécdota ocurrida en el siglo XIX en Europa como prólogo a una acción en Estados Unidos en el siglo XX, sin vínculo causal con la anterior). Como mucho, esa escena nos pone en contacto con la edad promedio avanzada de los lugareños y con la primacía de un pensamiento tradicional y lleno de jerarquías. Lo hace, además, con un toque de humor que luego estará casi que totalmente ausente (salvo por otra escena, la del borracho en el bar, que es una digresión que tampoco parece aportar nada al tronco narrativo supuestamente principal). E insufla esta película, que es tan claramente “de mensaje”, de un componente fuerte y saludable de vaguedad, de deconstrucción.
Ni que hablar, no hay nada de música incidental para enfatizar sentimientos: las cosas tienen el peso que tienen sin que la película tenga que instruirnos sobre cómo reaccionar emotivamente a ellas. El interés realmente se concentra en la radiografía social e ideológica de ese pueblito, y también en las expresiones faciales y corporales, los pequeños gestos, los muchos silencios, la intensidad contenida con que se dicen algunas frases (especialmente fuertes debido a lo buenos que son todos los actores y, por supuesto, la forma como están dirigidos).
Fórmula vigente
Sería posible encarar esta película de una manera cínica. Porque es un ejemplar de world cinema -es decir, películas oriundas de regiones del mundo que conocemos mal- y enfatiza sus aspectos exóticos. Así, tenemos toda la atención puesta en las costumbres locales, los espesos bigotes de esos albanos y su expresión rústica y viril, la sonoridad de su idioma, el paisaje, la manera en que muestra algunas costumbres (la mano en el pecho para expresar condolencias en la ceremonia fúnebre, la forma en que están segregados varones de mujeres en los espacios públicos). Los recursos narrativos mencionados no son comunes en el cine dominante, pero son muy usuales en el cine de arte, y no resultarán nada extraños para los socios asiduos de Cinemateca. Todo esto está justificado por un “mensaje” que está en la agenda política de las regiones desarrolladas: la emancipación de la mujer y la necesidad de sinceramiento con respecto a abusos sexuales. La película está patrocinada con capital de un país desarrollado (Alemania), país donde será ciertamente mucho más vista que en Kosovo, donde, en todo caso, difícilmente llegue a pueblitos como el de la película.
Por otro lado, la película misma justifica la vigencia de la fórmula. Porque el asunto con el que lidia es importante. Porque es fascinante entrar en contacto con esas costumbres lejanas y, por una vez entre diez o veinte o cien, salirnos de Nueva York, Los Ángeles o París y mirar a otras zonas, y procesar los sentimientos encontrados que nos puede propiciar la nostalgia de ese mundo ordenado, ingenuo, de contactos personales directos; y por otro lado, apreciar las hipocresías que son inherentes a esa estructura y la necesidad de emanciparse de ella (o fantasear sobre la posibilidad de compatibilizar ambas cosas). Y porque es una realización tremendamente bien hecha en todos los rubros. Es, incluso, una producción que se atreve a tomarle el pelo a su propia estructura de producción y consumo: en la escena, descolgada de todo lo demás, en que los lugareños rinden tributo al enviado suizo germanohablante que viene a hacerles la donación de una pequeña cantidad de vacas.