La fascinación hipnótica que ejercieron siempre los océanos sobre la imaginación de escritores, viajeros y navegantes se ha alternado con el horror que causa su extensión inabarcable, en una combinación que el título de la nueva película de Ron Howard sintetiza bien: En el corazón del mar. Un afiche sugestivo, con una enorme cola de ballena sobre el horizonte y a punto de hundirse, más la promesa de conocer la historia real que inspiró a Herman Melville para escribir Moby Dick, anticipaban algo digno de verse en pantalla grande. El resultado son dos horas de película en las que Howard (director de Willow, El código Da Vinci y Apollo 13, entre otras) parece haberse debatido entre el deslumbramiento por la odisea de sus protagonistas y el miedo que lo llevaba a querer escaparse de su historia real.

Hollywood ha dado clases de todo lo que se puede hacer con el rótulo “basado en hechos reales”. Una buena guía para curiosos acerca del asunto es www.historyvshollywood.com, donde se pueden encontrar incontables datos sobre muchísimas películas (relativamente) inspiradas por hechos o personas de la vida real. Al comparar esos datos con lo que se presentó en la pantalla, es mucho y sorprendente lo que se puede aprender allí sobre los criterios con los que en Estados Unidos se escriben dramas pretendidamente realistas. Por encima de todo, claro está, aparece la idea de que por más que algunos espectadores quisquillosos pidan a gritos fidelidad a los hechos históricos, para los realizadores (y en especial para los productores), la narrativa cinematográfica tiene sus propios derroteros. Ése es el caso de esta película.

En el sitio de internet mencionado no hay una ficha correspondiente a En el corazón del mar, pero por ahí se puede encontrar el libro homónimo en el que la película se basó (publicado en español por Seix Barral). Es una obra del historiador estadounidense Nathaniel Philbrick, especializado en asuntos marinos, que dedicó siete años de investigación a un episodio bastante conocido en su país debido al vínculo con Moby Dick. Ese episodio fue, básicamente, el hundimiento del ballenero Essex en 1820 a raíz del ataque de un cachalote en pleno océano Pacífico. El barco estaba en manos de un capitán sin experiencia y con pocas aptitudes para esa tarea, y de un ambicioso primer oficial; su hundimiento dejó a la tripulación a la deriva por casi 90 días, durante los cuales llegaron al canibalismo y a cosas aun peores hasta que los sobrevivientes fueron rescatados, ya convertidos en cadáveres que respiraban.

Mientras el libro de Philbrick es un apasionante viaje por el mundo de los balleneros, la vida en la célebre isla de Nantucket (donde se embarcaba el protagonista de La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe), todos los aspectos de la supervivencia en alta mar, la fisiología de la inanición, e incluso la psicología de quienes sobreviven a las catástrofes, la película es un rápido repaso de historias mezcladas. Tal vez no muy seguro de que el público pudiera creer eso de “la historia que inspiró Moby Dick”, Howard, junto con sus coproductores y guionistas, resolvió incluir en la trama al propio Melville y a una ballena blanca como la de su famosa novela. Probablemente también se sentían inseguros acerca del interés y la capacidad de comprensión de los espectadores, y por eso acumularon muchos diálogos obvios y al editar el film plantearon cambios de situación a alta velocidad, tanta que se salta de una a otra casi sorpresivamente (y no es necesario leer el libro de Philbrick para notar esto).

Howard es un hombre que elige sus películas y las trabaja para que sean blockbusters. Lo ha logrado con una buena cantidad de obras taquilleras y grandilocuentes. Aquí lo intenta al convertir a un personaje real que tuvo una vida dura en un noble hombre de familia que enfrenta a la corporación ballenera; o a otro marino de poca monta en un incansable perseguidor de la ballena que hundió su barco. Y pone a Melville a entrevistar a un grumete para poder escribir su historia (cuando en realidad la basó en un libro del primer oficial del Essex y en las leyendas que se contaban en torno a la ballena que había hundido el barco).

Como muy poca gente va al cine para recibir una clase de historia, es entendible que la ficción no la respete y se guíe por sus propias reglas. Lo que choca es la decisión de crear héroes que hacen discursos ejemplares donde no los hubo (cosa que no es nueva, pero que parece un recurso obvio en tiempos en que los superhéroes son uno de los grandes negocios de Hollywood) y de acumular impactos visuales para atrapar las retinas. Llama un poco la atención que los realizadores de la película no puedan evitar incluir explosiones y gente que se salva de ellas en el último segundo, incluso si no se sabe que desecharon lo que realmente ocurrió: que un cachalote empujó a toda velocidad un barco por la proa.

Incluir una fabulosa y agresiva ballena blanca que tiene todas las características de la creada por Melville en su novela es otra libertad que los productores se tomaron, como para que al espectador no le quepan dudas de que ésta es “la historia que inspiró Moby Dick”. Es más o menos como si hubieran metido al Yeti o a un equivalente andino en la película ¡Viven! y la hubieran vendido bajo el eslogan “La inspiradora historia real de supervivencia de un grupo de deportistas uruguayos”. La valoración que cada espectador haga de esas libertades que se toman los productores dependerá, probablemente, sobre todo de la distancia geográfica e histórica que lo separe de los hechos recreados. Tal vez a un espectador estadounidense de 2090 no le moleste en lo más mínimo ver una película en la que Fernando Parrado y Roberto Canessa persiguen a un ser peludo y blanco que derribó su avión.

Howard y su fotógrafo, Anthony Dod Mantle (Dogville, Anticristo, ¿Quién quiere ser millonario?, 127 horas), filmaron todo de tal modo que los barcos y el mar parecen maquetas. Como si fueran objetos pequeños filmados en detalle, en correspondencia estética con los barcos en botellas que arma el narrador de la historia, mientras le habla a Melville y, por lo tanto, al espectador. En una producción que se propuso atropellar a su historia original (cosa que en otros casos ha dado como resultado grandes películas), esta sutileza no cambia mucho las cosas, y tampoco cabe esperar que cambie el juicio que cada uno se pueda formar acerca de la malvada ballena y sus heroicos antagonistas.