Uno de los momentos más interesantes (por no decir el más…) de La Zona de Interés, la última novela de Martin Amis, está en su epílogo no ficcional. Allí el autor considera las respuestas posibles (o la falta de respuesta posible) a la pregunta por qué en relación con el Holocausto. ¿Cómo se puede explicar una atrocidad semejante? ¿Cabe la posibilidad de buscarle causas, de comprenderlo? ¿Y eso, además, no trae implicado un problema ético, como si comprender de algún modo estuviera cerca de justificar? No hay respuestas fáciles, por supuesto, y Amis lo sabe. Toda su novela, en cierto modo, gira en torno a esa cuestión punzante y, por qué no, urgente.

Quizá pueda describirse La Zona de Interés como un magnífico ejemplo de virtuosismo narrativo, además. De hecho, la novela inmediatamente anterior de Amis, Lionel Asbo o el estado de Inglaterra, queda claramente expuesta como una obra menor si se la compara con La Zona… Ahora sí Amis se jugó, ahora sí nos hizo tragar un bocado para el que no estábamos preparados.

En gran medida porque la novela hace reír. Y no con un humor “adorable”, “humanista”, no con un humor que nos muestre lo mejor de lo que nos creemos capaces los seres humanos (un humor a la La vida es bella, por poner un ejemplo sencillo), sino con un humor desesperanzado, duro, negro, un humor que arrincona al lector.

Por ejemplo: la trama está expuesta desde los puntos de vista de tres personajes (y Amis logra, en apariencia sin esfuerzo, diferenciar maravillosamente las voces, a tal punto que siempre es fácil reconocer quién narra), y uno de ellos, Angelus Golo Thomsen, patina sin esfuerzo alguno sobre todos los horrores, preocupado básicamente por acostarse con todas las mujeres que pueda, y en particular con la esposa de Paul Doll, comandante (ficticio, inspirado en Rudolf Höss y Kurt Franz) de Auschwitz. Doll, por cierto, también es uno de los narradores, y podríamos pensarlo como el personaje más impresionante del libro: delirante, corrupto y grotesco, gigante por momentos, insignificante casi siempre. Las “reflexiones” de ambos -sobre los 1.000 años del Tercer Reich en el caso de Doll y sobre el arte de la seducción en el de Thomsen- disparan la risa del lector en medio de las más terribles referencias al horror del hambre, los trabajos forzados y la experimentación con humanos. Por ejemplo: Doll, convencido de estar llevando a cabo una tarea ejemplar, narra la llegada de un tren de niños y ancianos que serán ejecutados de inmediato. Pero resulta que pocas horas atrás alguien le había avisado que tuviera cuidado, que el tren iba a estar cargado de agitadores violentos. El comandante, cuidadoso, apuesta contingentes completos de seguridad, que terminan ayudando a bajar por la rampa a una viejita que se queja de que el tren no contaba con vagones de primera clase. Cómo darles la bienvenida sin infundirles temor es la pregunta que se hace finalmente Doll, como si se dijera “bueno, van a morir, claro, pero tampoco vamos a asustarlos más de la cuenta”. Y así, después de una risa casi al borde de lo involuntario (es decir: reímos y nos damos cuenta del horror del que estamos riéndonos), encontramos un pasaje -de pura ingeniería del mal- como el que sigue: “Entiendo por qué el Sonderkommandoführer lleva una vida increíble. Fue él quien aportó una serie de sugerencias que resultarían decisivas. Tomé buena nota de ellas, para futuras referencias: 1) No debe haber más que una pira. 2) La pira debe arder continuamente, las veinticuatro horas. 3) La grasa humana licuada ha de utilizarse para avivar la combustión”.

Por cierto, el Sonderkommandoführer es Szmul Zacharias, el tercer narrador del libro. Los Sonderkommando eran los prisioneros (en su mayoría judíos) empleados por la administración de los campos para deshacerse de los “despojos” de las cámaras de gas, cremando cuerpos, rompiendo huesos, etcétera. Las secciones contadas desde el punto de vista de Szmul salen del tono de humor y absurdo de las de Doll y Thomsen; están construidas con un lenguaje más hermético y hasta, si se quiere, “poético”, quizá porque, en última instancia, Szmul es quien ha visto el horror más de cerca, y su lenguaje debe dar cuenta de ello.

Mirar el abismo

El tópico de “contemplar el horror” atraviesa el libro. Y es por ahí que Amis ensaya posibles respuestas a la pregunta con la que comenzó esta reseña, la de por qué los nazis gastaron millones en recursos de guerra para exterminar a los judíos. “[…] Entonces llegas a la Zona de Interés, y ella te dice quién eres”, leemos en la página 74. El campo de concentración como epifanía: ante el horror el alma se revela, y entendemos por fin qué somos capaces de hacer, hasta dónde podemos llegar.

Los campos de concentración, entonces, ponen en evidencia la inhumanidad esencial a los seres humanos. ¿Eso nos sirve para buscar la respuesta? Bueno, Amis propone también otras hipótesis. Una de ellas (quizá el momento en el que el tema es abordado más explícitamente) puede ser vinculada con Philip K Dick y con la sección de El hombre en el castillo en la que leemos “[los nazis] quieren ser agentes, no víctimas de la historia. Se identificaban con el poder divino, y se creían semejantes a los dioses. Ésta era la locura básica de todos ellos. Habían sido dominados por algún arquetipo. Habían expandido sus egos psicóticamente, y no sabían dónde terminaban ellos y dónde comenzaba su orgullo” (página 48 en la edición española de Minotauro).

Dick, evidentemente, también se planteó la pregunta del porqué, y ésa fue su solución (en un libro que, por cierto, desarrolla una historia en la que los nazis ganaron); Amis parte de esa noción (la posesión por un arquetipo, por una idea de lo divino) y vuelve a pensarla, a modularla: “Algo bastante sobrecogedor y ajeno. No lo llamaría ‘sobrenatural’, pero sólo porque no creo en lo sobrenatural. Da esa impresión: la de que algo es sobrenatural. ¿Tenían la voluntad? Pero ¿de dónde les ha venido? En su embestida hay azufre. Una auténtica vaharada del fuego del infierno. O quizá… o quizá es completamente humano y sencillo y simple […], viene al cabo de llevar mucho tiempo divulgando que la crueldad es una virtud […], el apetito de muerte…. En todas las modalidades. Abortos forzados, esterilizaciones. Eutanasia […] lo moderno, incluso futurista. Como se suponía que iba a ser Buna-Werke, la mayor y más avanzada fábrica de Europa. Eso combinado con algo increíblemente antiguo. Que se remonta a cuando éramos babuinos y mandriles […]. Todo esto será enjuiciado y quizá acabe sancionado con el cólico de la derrota. Saben que han perdido”. El que habla es un profesor “anciano y venerable”, interpelado por Thomsen, quien pregunta “¿Qué piensa que nos ha pasado? ¿O a ellos?”, en un momento en que la maquinaria bélica de la Alemania nazi se derrumba o ya se derrumbó.

Es tentador dejarse llevar por este impulso lector y decir que La Zona de Interés hace precisamente eso que señalan sus personajes sobre los campos de concentración: mostrarnos quiénes somos o podemos llegar a ser, mostrarnos esas cosas que hace el cerebro de reptil evolutivamente “cubierto” por la corteza cerebral que inventaron nuestros ancestros primates: usurpar, matar, destruir, usar la razón para engendrar horror. Todo eso es humano quizá porque no hay límites para lo humano: no hay, digamos, una “verdadera” naturaleza humana, y mucho menos una que pueda reconfortarnos.

Algo así es lo que nos dice Amis, después de hacernos reír.