¡Cuántos problemas y malentendidos hay en torno a la noción de “literatura de verano” o “libro de verano”! Se trata de una categoría que algunos medios, con escasa intención de profundizar mucho en el contenido del libro, utilizaron para hacer recomendaciones cuando el calor se avecinaba, se sabía que el país entraba en una recesión en cuanto a hechos noticiosos y había que rellenar las páginas con lo que hubiese a mano. Posteriormente, parte de la crítica con pretensiones de rigurosidad o de poseer un nivel más elevado con respecto a los colegas destruyó esa noción, afirmando que el arte es arte y que tanto la búsqueda estética del autor como la recepción del lector iban más allá de épocas y estaciones. A su vez, hubo autores que se apresuraron a desmarcarse de la llamada literatura de verano y afirmaron a viva voz que no sentían que sus obras pudieran entrar en una categoría tan banal y superficial. Esto plantea por primera vez la idea de que la literatura de verano es una literatura menor. Así que, por un lado, tenemos la idea de que no existe eso llamado literatura de verano; por otro, la de que si existe es, sin duda, una etiqueta peyorativa o vergonzosa. Sin embargo, es posible plantear una alternativa que permita hablar de literatura de verano sin que hacerlo implique para su autor un escarnio público.

Sabido es que la gran mayoría de los trabajadores de este país se toman su licencia reglamentaria en los meses de verano y que en ese contexto las condiciones de lectura son distintas de las del resto del año. No nos apresuremos: esto no significa que en ese período el lector sólo quiera leer estupideces superficiales, sino que muchas veces prefiere un tipo de narrativa, un tipo de historia, un tipo de libro que quizá no tenga tanta cabida durante el año. También hay lectores que prefieren continuar en una línea de lectura similar a la del resto del año, o incluso los que se sacan las ganas con un libro que deseaban desde hacía meses. Pero, por lo general, al menos en los lugares donde la gente vacaciona, lo que se prefiere es un libro de prosa sencilla y fluida, que cuente historias entretenidas y poco complejas (no se trata de literatura para tarados, sino de atender a que muchas veces la concentración es menor y se suele perder rápidamente el hilo), en las que la experimentación con el lenguaje, la estructura y la historia son menos frecuentes. Como se podrá apreciar, propongo una posible caracterización de literatura de verano sin que eso suponga una calidad menor.

Estas divagaciones, que perfectamente podrían categorizarse como “de verano”, sirven a propósito de la reedición de Los dueños del mundo, de Eduardo Sacheri, un claro ejemplo de libro que viene bárbaro para leer en verano y cuya lectura seguramente sea una experiencia disfrutable.

Los dueños del mundo, publicado originalmente en 2005, es un tomo de relatos sobre la infancia del autor en el barrio bonaerense de Castelar en las décadas del 70 y 80. Contadas en primera persona, aparecen historias de picaditos en la calle, pedradas, pirotecnia, trenes y los primeros amores; queda claro que están escritas por un adulto, aunque éste parezca ponerse de nuevo en la piel del niño que las protagonizó. Es decir, están contadas mirando hacia atrás, pero no por un adulto que las racionaliza en extremo, con los pies en el presente, ni por uno cursi y nostálgico que llora sobre las ruinas de un tiempo en el que todo fue mejor. Los relatos sobre andanzas infantiles suelen ser bastardeados, principalmente porque los autores de este tipo de libros tienden a recurrir al pasado como a un territorio en el que todo era más sano, los sueños estaban intactos y todos eran felices. Como si -al menos en el Río de la Plata- el efecto “Chiquillada” hubiera alentado a ciertos escritores a plasmar ese tipo de escritura que, de tan nostálgica, es conservadora (rasgo que precisamente no tenía la obra del genial José Carbajal). Eso nos ha impedido acercarnos a buenas obras narrativas que abordan la infancia en los barrios, en las que justamente no importa si todo era más sano, sino que el énfasis está puesto en que se trata de una época de descubrimientos e impulsos, en la que se especula menos y se hace más, y, por lo tanto, hay más errores y cosas impredecibles. Por eso es importante mirar para atrás como una forma de ver qué nos formó como personas y qué de eso está latente en el hoy, y no para bardear a los niños y jóvenes de ahora. Sacheri es simplemente un autor que recuerda su pasado y que, con ayuda de lo que los años transcurridos han hecho de él, lo reconstruye sin intenciones de estricta fidelidad. El pasado no se entiende como lugar perdido sino como un territorio que forma parte de lo que somos y al que se puede visitar en cualquier momento, más allá de las leyes espacio-temporales.

Hay dos aciertos en este libro. En primer lugar, no cae en la exaltación del barrio pobre, del que el niño protagonista se siente orgulloso pero no en detrimento de los demás. En segundo lugar, otro acierto parece ser el evitar hacer una referencia marcada a la dictadura cívico-militar en Argentina en el tiempo de estos relatos; de esa manera se hubiese roto con la intención de ser un autor adulto que cuenta como el niño que fue. Sin embargo, la dictadura aparece, pero precisamente se remarca que los pibes poco y nada entendían sobre esos señores de lentes oscuros subidos a un Ford Falcon.

De eso se trata este libro de Sacheri, que como gran parte de su obra está muy bien escrito, aunque por momentos parezca que la edición falló, principalmente en repeticiones y redundancias, muchas veces separadas nada más que por un par de líneas y que entorpecen la lectura.

Si se retoma la discusión del principio, se puede decir que es un libro recomendado para leer en la paz de las vacaciones, aunque en este caso, como en el de tantos otros libros “de verano”, su margen no se acota a la temporada estival y se puede disfrutar el resto del año.