Escribir sobre Rubén Darío es escribir sobre, en palabras de Borges, el libertador literario de América. Leerlo hoy, a 100 años de su muerte, es todavía perderse en un fascinante mundo de imágenes impactantes, de ritmos perfectos y de un refinamiento poético pocas veces alcanzado en la lengua española. La riqueza de su léxico y de su imaginario, la contundencia de su genio y la ductilidad de su verso lo hacen un poeta que nos sigue interpelando con la fuerza de los clásicos. Tan poderosa fue su revolución que, aun hoy, cada vez que un poeta escribe “azul”, “melancolía” o “cisne”, lo está citando, como si esas palabras hubieran dejado de pertenecernos a todos para pasar a ser suyas. Admirado por sus compañeros de generación, que tanto le deben (del incandescente Julio Herrera y Reissig a Amado Nervo, de Leopoldo Lugones a Ricardo Jaimes Freyre y la “deliciosa musa”, Delmira Agustini), resistió indemne los ataques de las vanguardias americanas, que en general no pudieron negar su influjo ni atacarlo con contundencia. Poetas tan diversos como Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, Octavio Paz, Federico García Lorca e Idea Vilariño lo tuvieron como maestro y, aunque el grueso de su obra se ha ido transformado cada vez más en “poesía para poetas”, se puede oír alguno de sus versos en canciones (desde el clásico tango de Cadícamo “La novia ausente” hasta “Viejos vinagres”, de Sumo) o, degradados, incluso en publicidades (un fragmento de, extraña paradoja, la oda “A Roosevelt” en una publicidad de Chevrolet, por ejemplo) y su espíritu aún sobrevive en lo mejor de la poesía americana actual.

Escribir hoy sobre Rubén Darío es, por más que me pese, un acto de rescate. Su poesía, aunque viva, suena en general anticuada a nuestro oído. Leer los más bellos poemas de Azul… o de Prosas profanas, como “Caupolicán”, el citado hasta el hartazgo “Sonatina” (y su famoso comienzo, “La princesa está triste... / ¿Qué tendrá la princesa?”) o el impresionante “Coloquio de los centauros” puede ser un ejercicio complejo. A la sensibilidad de hoy pueden parecer o bien cursis, infantiles, ridículos, o bien demasiado filosóficos, abstractos y mentales. Aunque por un lado resulta bastante fácil desatacar su perfección formal, su inspirado lirismo y su denso trasfondo metafísico, es más fértil, tal vez, señalar otros sitios en general menos visitados de la poesía de Darío, sitios más oscuros y herméticos que, de algún modo, resultan de una actualidad (en lo formal y en cuanto a su contenido) siempre renovada. Me refiero a poemas como “Nocturno”, que contiene los versos “No poder dormir y, sin embargo, / soñar. Ser la auto-pieza / de disección espiritual, ¡el auto-Hamlet!”, o “Metempsicosis”, en el que resuena la terrible pregunta: “¿Por qué en aquel espasmo las tenazas / de mis dedos de bronce no apretaron / el cuello de la blanca reina en brama?”. Del mismo modo, los hallazgos poéticos más inmediatos y citados (“Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver!”, de “Canción de otoño en primavera”, o “No hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”, de “Lo fatal”) se nos revelan, releídos, de una simpleza y una verdad que los actualizan. Así, en Darío vemos confluir las tradiciones poéticas más diversas y todas las visiones del mundo y del hombre. En su poesía vibran los -para usar las palabras de Pedro Salinas- “paisajes de cultura” con inusitado brío, y el cortesano siglo XVIII francés se mezcla con el no-tiempo del cuento de hadas; Citerea y la Primavera Ideal se cruzan con el buey nicaragüense de la infancia; el simbolismo con el barroco español; el alejandrino con la copla de pie quebrado; Oscar Wilde y Cervantes; Shakespeare y Las mil y una noches. De este modo, leerlo es ir del hechizo del primer amor y la ilusión juvenil al frío desencanto, del luminoso bosque artificial a la selva indomable, de la suave boca de la amada al negro total de la melancolía, del recuerdo de juventud al temor descarnado a la muerte, y de la más profunda desazón existencial al fervor religioso. Su poesía final parece decirnos “No escaparás ni en los jardines mentales” y, a simple vista, refuta la obra anterior. Sin embargo, como todo verdadero creador, Darío supera y vence los límites de las categorías, porque su poesía es, ante todo, tensión erótica y vital (y por eso nunca resuelta) entre la fuerza brutal del sátiro y la belleza inmarcesible de la rosa.

Su vida podría formar parte, sin pudor, de los frescos que componen las Escenas de la vida bohemia, de Henri Murger. Nacido el 18 de enero de 1867 en San Pedro de Metapa (hoy llamada Ciudad Darío), pasó su infancia en León y a los 13 años ya había publicado sus primeros poemas en un diario y en la revista El Ensayo, por lo que se lo comenzó a conocer como el “poeta niño”. Su precoz talento no pasó desapercibido y su carácter ya se perfilaba: unos poemas de tono anticlerical (probablemente herencia de los españoles del Siglo de Oro) le costaron una beca para estudiar en Europa. Sin embargo, pronto llegaría el gran cambio y la gran oportunidad.

En 1886 llegó a Chile y, no obstante pasar unos de los peores años de su vida, soportando el desagrado manifiesto que le profesaba la aristocracia del país y las grandes penurias económicas (por otra parte, una constante), comenzó su carrera de periodista en el diario La Época de Santiago y publicó dos libros: Abrojos, grandemente influenciado por Ramón de Campoamor y la poesía romántica española, y Azul…, que no sólo significó su consagración, sino que además se constituyó en el libro seminal del modernismo. Luego vendrían los viajes a Europa y a América y su ida a Argentina. Ahí publicó, en 1896, un libro fundamental, Los raros, y una de las obras cumbres del modernismo literario: Prosas profanas y otros poemas.

Con la guerra hispano-estadounidense, en 1898 Darío fue designado corresponsal en España de La Nación. El 1º de octubre de ese año, poco antes de su partida, apareció en un diario colombiano “El triunfo de Calibán”, un artículo en el que postula, siguiendo las nociones propuestas en una conferencia por Paul Groussac, la dualidad Calibán (materialismo, cuerpo, Estados Unidos) / Ariel (idealismo, alma, herencia grecolatina), que sería explayada y vuelta ícono del americanismo por José Enrique Rodó. En 1899, Rodó publicó una polémica monografía sobre el poeta, que comienza con una frase contundente: “No es el poeta de América”, a la que Darío respondió con, tal vez, su mejor poema, el primero de la primera sección de Cantos de vida y esperanza: los cisnes y otros poemas, que publicó en España en 1905, tras años de vida errante, en los que conoció varios países europeos, se hizo amigo de los hermanos Machado, de Juan Ramón Jiménez y de Ramón María del Valle-Inclán y conoció a su tercera mujer y amor de su vida, Francisca Sánchez, con quien vivió una historia novelesca, aunque no siempre feliz. Tras un periplo de nuevos viajes, después de haber sido cónsul y embajador, y ya enfermo a causa de su alcoholismo, Darío volvió a su pueblo de infancia, donde murió, con 49 años, el 6 de febrero de 1916, habiendo cambiado para siempre la literatura en español.

Su vida entera fue la lucha sensual, apasionada y paradójica entre un impulso vital tormentoso y una fuerte pulsión de muerte. Su poesía se debate entre esos dos cisnes, el blanco esplendoroso y puro y el de cuello interrogante, entre el que dice “La noche anuncia el día” y el que recuerda, melancólico, los tiempos de Leda y el amor primero. En 1909, tras leer el Primer manifiesto futurista, escribió un breve comentario que contiene su credo artístico, su propio manifiesto. Termina así: “Los dioses se van y hacen bien. Si así no fuese no habría cabida para todos en este pobre mundo. Ya se irá también d’Annunzio. Y vendrán otros dioses que asimismo tendrán que irse cuando les toque el turno, y así hasta que el cataclismo final haga pedazos la bola en que rodamos todos hacia la eternidad, y con ella todas las ilusiones, todas las esperanzas, todos los ímpetus y todos los sueños del pasajero rey de la creación. Lo Futuro es el incesante turno de la Vida y de la muerte. Es lo pasado al revés. Hay que aprovechar las energías en el instante, unidos como estamos en el proceso de la universal existencia. Y después dormiremos tranquilos y por siempre jamás. Amén.”

Darío x 5

“Los raros”, de 1896, es un libro fundamental en el que, siguiendo de cerca a su admirado Paul Verlaine y su “Les Poètes maudits”, Darío reunió semblanzas de algunos de sus autores dilectos, muchos de ellos completamente ignorados en estas latitudes, como Leconte de Lisle, Léon Bloy, Jean Moréas, el Conde de Lautréamont, Villiers de l'Isle Adam, Max Nordau, Edgar Allan Poe, Henrik Ibsen y José Martí.

“Prosas profanas y otros poemas”, también publicado en 1896, es la cima poética de Darío, con poemas perfectos como “Ite, Missa Est” o “Yo persigo una forma”, por citar sólo dos.

“España contemporánea”, de 1901, recoge crónicas de la España vencida en los tiempos posteriores al Desastre del 98. Breves ensayos sobre Madrid, Barcelona y el Carnaval, y descripciones y reseñas de libros y exposiciones de pintura son de sus mejores obras en prosa.

“Cantos de vida y esperanza: los cisnes y otros poemas” es su libro de madurez, editado con ayuda de Juan Ramón Jiménez en 1905, y contiene algunos de los más poderosos poemas de la lengua. Al Darío satírico de “Abrojos”, al romántico de “Azul…”, al exótico “torremarfilista” de “Prosas profanas” se suma el poeta social y el, si cabe el término, existencialista, que no deja nunca de ser los otros.

“Historia de mis libros”, de 1912, es contemporáneo de “La vida de Rubén Darío escrita por él mismo”, y constituyen fuentes primeras para entender su vida y su obra.

Bonus: el principio o el fin: “Algunos textos que escribió a los 14, 15 años son magníficos”, decía Juan José Saer en una entrevista. Basta leer las “Primeras poesías” (1880-1888) para confirmar esa frase; pero sólo leyéndolas en conjunto con uno de sus últimos poemarios, “El canto errante”, de 1907, se comprende el verdadero genio de Darío.