La irrupción atronadora de Quentin Tarantino en el cine estadounidense de los años 90 alteró el statu quo de Hollywood, produjo innumerables imitaciones y dividió a buena parte de la crítica, que no terminaba de decidir si estaba ante un auténtico renovador o un hábil reciclador de clichés del cine clase B, presentados como hallazgos al borde de la vanguardia. También se discutió hasta el hartazgo la esquiva posición del cineasta ante la violencia, sin llegar a decidir si era un esteta o un simple explotador de ésta. En todo caso, Tarantino era moda, un fenómeno, y no hay nada más difícil que evaluar con cierta justicia un fenómeno.

A 23 años del estreno de Reservoir Dogs, el “fenómeno Tarantino” ha quedado atrás en la historia, pero el director no ha desaparecido ni tampoco lo ha hecho su capacidad para incomodar y dejar perplejos a sus críticos, que siguen sin saber dónde pararse exactamente ante alguien que parece provocar deliberadamente al estrato más culto de la cinefilia, pero al que es imposible considerar un artesano para el consumo. Posiblemente, la incomodidad se deba al persistente carisma de enfant terrible de este hombre de 52 años, al que porfiadamente se reduce a la condición de parodista posmoderno y a ser el exponente más elaborado (y mejor pago) de una generación de cineastas amantes del cine clase B, como Robert Rodríguez, Roger Avary o Eli Roth, sin percibir que su conocida cinefilia no se reduce a las películas chinas de kung fu, los spaghetti westerns y los policiales noir poco conocidos, sino que también se ha nutrido de la nouvelle vogue, de la nueva ola china, del neorrealismo italiano y, sobre todo, del cine estadounidense de los 70, una década en la que parecieron perderse todos los libros de reglas cinematográficas y cada director escribió uno propio. Pero en ese revuelo de influencias y en la bruma producida por el hecho de que Tarantino sigue siendo un cineasta muy popular se ha perdido de vista algo que con los años se viene haciendo cada vez más claro: lo suyo no es sólo cine “de autor” sino también de tesis metacinematográficas, y convendría estudiarlo bajo el lente que se usa para directores como Michael Haneke o el persistente Jean-Luc Godard, en vez de compararlo con excelentes entertainers como Guillermo del Toro o Christopher Nolan.

Nueve largometrajes en más de dos décadas no es un gran número para un director hollywoodense exitoso, y tal vez esa moderada cifra sea el primer indicio del trabajo conceptual que Tarantino ha dedicado a sus películas, aun a las de apariencia más superficial o caprichosa. Vale la pena repasar esos nueve hitos para ver la figura con un poco de perspectiva. Sobre el debut Reservoir Dogs (1992) se ha escrito tanto que da un poco de vergüenza repasar su complejo juego de referencias, que iban de Stanley Kubrick a Akira Kurosawa, pasando por Martin Scorsese, Sam Peckinpah y casi cualquier esteta del cine de acción de las décadas precedentes. Pero aquel monumento a la cinefilia tenía una cualidad extra: citaba a decenas de películas pero no se parecía a nada, debido a un elaboradísimo trabajo en el guion, con el objetivo de que casi cada asunción automática del espectador fuera frustrada con un desenlace sorpresivo o por lo menos no convencional. Más que el homenaje a una tradición cinematográfica, lo que proponía era su desmantelamiento desde el guion, no con la sorpresa simple de un personaje o un dato escondidos, sino con escenas dirigidas (por la tradición de las convenciones narrativas) hacia una resolución evidente que era interrumpida en forma abrupta, frustrando cualquier expectativa que el espectador manejara internamente. Si bien la crítica se dedicó a señalar decenas de referencias y antecedentes, se estaba frente a un nuevo juego narrativo, en el cual hasta matices ligeramente contestatarios, como la figura del antihéroe, eran molidos dentro de una violenta centrifugadora amoral, para exponer un universo de variantes pocas veces utilizadas.

Aunque Pulp Fiction (1994) parecía (y en cierta forma era) un film mucho mayor y más complejo, en el fondo se trataba de un desarrollo de su predecesor, pero llevaba el juego de sorpresas y frustraciones del guion a lo visual y lo estructural, ya no tanto por la originalidad de los diálogos sino por una narración fragmentada, montada en forma no cronológica, que parecía casi un manual de las variables que un relato puede utilizar para renovarse, hasta el punto de volverse no sólo una gran película, sino también un ícono cultural de los 90, una década en la que todo el mundo quería lograr algo nuevo con elementos ya conocidos.

¿Qué te puedo decir?

Parece totalmente desproporcionado dedicar apenas este recuadro a reseñar Los ocho más odiados* tras haber usado el resto de la página para pontificar sobre las virtudes conceptuales del cine de Tarantino, pero entre esas virtudes -presentes más que nunca aquí- está la de hacer películas imposibles de resumir argumentalmente (aun en forma muy básica) sin develar alguno de sus complejos pliegues de guion. De hecho, hasta contar una simple escena es arriesgarse a soltar un tremendo spoiler, y un film tan bueno no lo merece. Digamos simplemente entonces que es extensísimo y ocurre casi todo dentro de una cabaña, pese a lo cual Tarantino insistió en filmarla en el lujoso formato de 70 mm; la película demuestra que no fue un simple capricho, ya que ese sencillo interior puede valer tanto como el más deslumbrante de los exteriores en manos de un director que sepa utilizar la cámara y su formato.

Vale la pena advertir que si bien no es la película más violenta de Tarantino (ese puesto le correspondería a cualquiera de las Kill Bill) es la más chocante en su violencia, sobre todo en la dirigida a los personajes femeninos. También se puede señalar que, próxima a una obra de teatro en la que a cada personaje corresponden largas escenas y parlamentos, las actuaciones son absolutamente deslumbrantes, en particular la de Jennifer Jason Leigh -que parece decidida a recuperar su corona como la actriz más inquietante de Hollywood- y la del eternamente postergado Walton Goggins, un actor fascinante que brillaba en la serie The Shield y que parece haber encontrado su rol definitivo. Y del resto, nada. Si la obra de Tarantino les interesa, me arriesgo a decir que estamos frente a una de sus películas mayores, tal vez la mayor (aunque la crítica políticamente correcta disienta), así que dejen de leer bizantinismos y redundancias y vayan al cine a verla. Punto.

  • The Hateful Eight. Con Kurt Russell, Samuel L Jackson, Jennifer Jason Leigh y Walton Goggins. Estados Unidos, 2015. Grupocine Ejido, Lifecinemas Alfabeta y Punta Shopping, Movie Montevideo.

El cine que se mira a sí mismo

Esas dos primeras obras fueron absolutamente metacinematográficas, expresamente a contramano de lo previsible, e hicieron que pareciera un poco frustrante la siguiente, que era, a primera vista, un policial noir absolutamente convencional y respetuoso de las reglas de juego del género. No muchos supieron leer en su momento que la espléndida Jackie Brown (1997) no era menos arriesgada ni conceptualmente atrevida que sus predecesoras, y que la irreverencia de Tarantino no estaba dirigida en ese caso hacia la tradición hollywoodense sino hacia su propia obra y sus decenas de imitaciones, con un relato lineal, sin diálogos exóticos ni más sorpresas que -como corresponde en un policial- la resolución final, jugando siempre con el truco de que si un autor te acostumbra a lo inesperado, lo previsible se vuelve sorprendente.

La impronta apenas disimulada de conceptualidad/tesis continuó en el díptico Kill Bill Vol 1 & 2 (2003-2004), en el que esencialmente propuso un extenso mash up de géneros considerados menores (anime, wuxia, spaghetti western, cine de venganzas femeninas, horror italiano) con el que intentó crear una suerte de monstruo de Frankenstein absolutamente hedonista y capaz de complacer a los amantes de concepciones casi antagónicas del cine de acción. La menospreciada Death Proof (2007) profundizó la tendencia hacia lo conceptual: era un homenaje simultáneo a las road movies clásicas y al subgénero de las road movies de horror, pero también un brutal experimento en el que Tarantino presentaba a un elenco protagónico, lo dejaba desarrollarse en la pantalla hasta que el espectador estuviera familiarizado e identificado con él y de pronto lo borraba de un plumazo, haciendo que todos murieran al mismo tiempo y que la historia fuera resuelta por una suerte de elenco suplente. No hay que preguntarse mucho por qué fue la película menos exitosa de Tarantino, y la única de su filmografía que perdió dinero.

La mucho más popular Inglorious Basterds (2009) no era mucho más complaciente ni menos experimental. Más allá de algunas de las ya clásicas e hiperdialogadas escenas de tensión que distinguen al director, el concepto mismo del film -que partía del robo casi literal del nombre de otro film y terminaba matando a Hitler en pantalla, tras pasar por la banda de sonido más anacrónica imaginable- era una exposición brechtiana de la artificialidad del cine, que recordaba que es un espacio de libertad donde los judíos pueden formar comandos de cacería de nazis y Hitler y Goebbels ser ametrallados justicieramente en un cine de París en 1944. Si todo en el cine es fantasía, ¿por qué no hacerla explícita?, parecía decir Tarantino en esta película, emparentada con los mayores experimentos formales de la nouvelle vague y sus herederos (y un velado homenaje a esos experimentos).

Cierto retroceso en esta tendencia cada vez mayor hacia lo conceptual y la libertad narrativa fue su primer western, Django Unchained (2012), que sólo parodiaba en forma directa las representaciones que habían tenido los negros en el cine estadounidense, ubicándolos en los roles principales tanto de héroe como de villano. Consecuencia en cierta forma de la explícita militancia antirracista que ha desarrollado el director, es una película entretenida pero también por primera vez previsible y sin un gran aporte en lo metacinematográfico. Tal vez consciente de ello, decidió reincidir en el género con Los ocho más odiados, ahora sí decidido a hacer una obra mayor.