-Con más de 50 años de carrera, ¿cómo ves, a la distancia, tus comienzos?
-Como era habitual para aquella generación, la mayoría de la actividad teatral estaba vinculada con la actividad política. La mía es una generación muy politizada, con la sensación de que todo tenía que ver con la militancia. Te diría que empecé a hacer teatro en bloque con la actividad política. Mi maestro Augusto Boal trabajaba sobre técnicas de teatro popular, con una vinculación muy fuerte con lo político, y yo seguí ese camino durante algunos años. Trabajé hasta que, naturalmente, el golpe militar lo hizo imposible.
-Por una cuestión familiar, también te formaste cerca del Partido Comunista, aunque después cambiaste de rumbo.
-Sí, tuve como una especie de paso natural e iniciático por el partido, que en aquel momento era una institución de mucha fuerza. Rápidamente fui derivando hacia otras zonas que, de alguna manera, me conmovían más políticamente y tenían más que ver con mi idiosincrasia, sobre todo con esa relación entre la izquierda y lo popular que a veces era difícil de encontrar en otros lados que no fueran las izquierdas nacionales.
-En La Madonnita (2003) dirigiste por primera vez uno de tus textos. En esa obra el trato a la mujer se limita a usarla como mercancía, y la única posibilidad de salvación viene de la mano de un personaje negro y uruguayo, que responde a la barbarie y a lo marginal.
-Esa obra surgió de un imprevisto. Había hecho una adaptación para el teatro San Martín de El pato salvaje, de [Henrik] Ibsen, que transcurría en un estudio fotográfico casero, y me resultaba fascinante la idea de hacer una obra de teatro que transcurriese en un estudio de fotografía. Cuando llegó el momento del montaje terminó yendo para otro lado: el escenógrafo y el director prefirieron hacer algo menos realista, y yo me quedé con las ganas. La Madonnita fue el resultado de eso. En relación a lo que planteás, efectivamente es así, aunque uno termine entendiéndolo cuando termina de escribir la obra. La Madonnita habla, fundamentalmente, de la imposibilidad del hombre de entender en profundidad el verdadero sentimiento de la mujer, de la sensación de querer transformarla siempre en el resultado de su propia fantasía. Ése es un gran malentendido, la tremenda dialéctica de toda la vida entre el hombre y la mujer: la sensación de que el hombre necesita dominar y necesita una mujer en silencio, sometida, que se adapte al modelo con el que él fantasea, frente a la imposibilidad natural de que esto suceda, porque la mujer es otra cosa. En esa dialéctica, en ese choque, en ese enfrentamiento, se arma la totalidad de la pieza. Y en esa estructura el uruguayo es la salida, es la verdadera pasión. Es el encuentro entre el hombre y la mujer.
-En su momento planteaste que surgía desde “la tragedia de la mujer” y que “idealizar a la mujer era matarla”.
-La sensación es la de que el hombre necesita construir una mujer a su imagen y semejanza. Por lo tanto, necesita tener una mujer que se parezca mucho a un hombre. El choque habitual tiene que ver justamente con eso, y la mujer ha ocupado históricamente un rol de sometimiento, mientras intentaba ser quien efectivamente era, para así poder establecerse como una realidad y no simplemente como un sueño. La obra trabaja justamente sobre eso.
-Si uno ve tu producción, nota una clara tendencia a revisar momentos históricos, sobre todo los relatos de la “historia oficial”. La Madonnita y El niño argentino se centraron en las grandes inmigraciones de la época, fundamentales para la formación de la identidad argentina.
-Los puntos de inflexión y los momentos de cambio son lugares que acumulan mucha energía. El teatro ha utilizado habitualmente esa energía como combustible de sus obras. Yo trabajo buscando esos momentos históricos que, de alguna manera, se manifiestan como momentos de cambio, de giro, tratando de descubrir cuál es su energía y haciendo la conversión de norma para la actividad teatral.
-En el mismo sentido, cuando vino a Montevideo El niño argentino (obra que retrata el poder de la oligarquía criolla) en Argentina se dio el mayor enfrentamiento entre Néstor Kirchner y las corporaciones agrarias, lo que le dio un nuevo sentido a la pieza.
-El niño argentino fue escrita antes -en 2000-, y en realidad estaba impulsada por otra situación política argentina, el menemismo. De cierto modo, la obra traza una parábola en la que se puede leer el menemismo como una apropiación desde un lugar popular de los valores de ese poder aristocrático que tradicionalmente es el que ha constituido el poder en Argentina. En su representación (2004-2005) terminó tomando otro significado por el contexto, pero el origen era otro. El niño argentino terminaba con un peón asimilando las formas de ese poder y tomándolas para su propia acción.
-Yendo al presente, ¿cómo dialoga esto con lo que vive Argentina a nivel político? Sólo por nombrar un ejemplo, la primera declaración del nuevo ministro de Comunicaciones fue que la regulación de la ley de medios no iba a subsistir durante su gobierno.
-A partir de la nueva configuración política argentina, nuestro espectáculo Terrenal toma un valor de significado diferente. Nosotros lo sentimos en la respuesta del público, porque lo que hacemos es seguir escribiendo la misma historia que venimos escribiendo desde hace un año y medio, cuando por primera vez pensamos en montar este espectáculo. En el contexto comienza a significar otra cosa, y, efectivamente, esta lucha entre el pensamiento capitalista y otro alternativo se empieza a volver espejo de una realidad que no estaba hasta hace muy poco. Lo que es muy curioso es que en algunos momentos de la obra los acontecimientos del día a día empiezan a encontrar otras resonancias y significados. La gente de pronto se ríe de algo que hasta hace un mes no causaba gracia, simplemente porque se entiende otra cosa en relación a lo que está sucediendo. Es muy interesante tener un espectáculo con este valor caleidoscópico y ver cómo, efectivamente, en la medida en que se va moviendo el lente, van cambiando las formas.
-En esa dialéctica, ¿el teatro resiste o se reinventa constantemente?
-Paradójicamente, el teatro sigue siendo el mismo, y cuanto más es él mismo, más fuerte se vuelve. Hoy estaba leyendo en un diario sobre el desarrollo de una nueva técnica por la que en cine o televisión es posible modificar los gestos de los actores en tiempo real. Ya no es necesario hacer un procedimiento de photoshop, se puede cambiar directamente. Cuanto más allá va la tecnología y hay más posibilidades de artificializar el trabajo del actor, más poderoso se vuelve el teatro en su pobreza y más fuerte se vuelve en su simplicidad. En ese sentido, uno puede decir que el teatro siempre es el mismo. Pero su gran atractivo está en esa condición de no ir más allá. Y no hay nada más allá, porque no hay nada más pobre que el teatro y, a la vez, no hay nada más rico. Porque justamente se hace en tiempo real y se está enriqueciendo continuamente de lo que está sucediendo. Por lo tanto, tiene esta otra condición de arte en cambio continuo, y esto, de alguna manera, le garantiza el futuro. Esto es lo que lo vuelve arte del futuro: la posibilidad de ser extremadamente sencillo, siempre parecido a sí mismo, sin necesitar otra cosa que esa técnica maravillosa que es la del actor y su cuerpo emocionado; y, a la vez, el hecho de ser muy encendido para reflejar continuamente cada una de las cosas que pasan. El teatro las refleja casi de una manera instantánea. Vos estás ensayando y si pasa algo, eso ya incide en el ensayo. Es como cemento fresco. Esta condición lo vuelve arte trascendente y arte del futuro.
-Tus últimas obras con las que viniste a Montevideo, El niño argentino y Ala de criados, son parodias políticas. ¿Es una inquietud o es algo que más bien se fue dando naturalmente?
-Se fue dando naturalmente. No tengo una imposición de escribir teatro exclusivamente político. Escribo sobre aquello que me ocupa la cabeza. Y si lo que hago no tuviera que ver con un impulso profundo, me costaría mucho hacerlo, porque el esfuerzo es muy grande. En los últimos años, la realidad política y social han sido elementos que me han ocupado la cabeza en una medida casi monopólica. Y entonces mi producción tuvo que ver con eso, aunque pienso que en cualquier momento puedo volver a una producción que no necesariamente tenga que ver con lo político. Pero bueno, digamos que la realidad del mundo no escapa a mi cabeza.
-Así, Ala de criados, por ejemplo, surgió de la Semana Trágica y de la Liga Patriótica Argentina, que no sólo se propuso matar anarquistas sino que, de paso, también se enfrentó a los judíos. Acá también se vuelve a lo social, como en Sacco y Vanzetti, a la inmigración, a la aristocracia porteña.
-Y El niño argentino trabaja sobre ese auge económico de la oligarquía argentina, la aristocracia que crea esa especie de utopía liberal de un país millonario, de un cuerno de la abundancia interminable, pero, en realidad, en manos de muy pocos y dilapidándose de una manera ostentosa y espectacular. Ala de criados trabaja sobre la primera gran huelga reprimida, aquella de la Semana Trágica. Son momentos de giro en los que, de alguna manera, el país configura una nueva realidad y uno la transforma en teatro.
-En tu última obra, Terrenal, Caín y Abel se cruzan en una versión conurbana del mito, incluyendo temas como la posesión de la tierra.
-Ése es el tema, y lo que tomé fueron los mitos del origen de lo que era la historia de Caín y Abel en la Biblia. Los mitos de origen de este enfrentamiento pertenecen al antiguo choque entre las dos grandes posiciones, los dos grandes arquetipos humanos: la tribu sedentaria y la tribu nómada. La nómada es aquella que acepta que la felicidad no implica acumulación. Anda y se traslada, y sólo necesita aquello que puede cargar durante la marcha. Por lo tanto, no acumula. La sedentaria, por el contrario, acumula, y como acumula necesita darle valor a lo acumulado. Por eso inventa los pesos, las medidas. E inevitablemente, en la medida en que acumula, necesita construir un sistema de seguridad de lo que ha acumulado, y termina gastando la mayor parte de sus energías, de sus calorías, no en disfrutar de lo ganado sino en cuidarlo. Esta dialéctica está presente en los viejos mitos prebíblicos, ya que la Biblia no hace otra cosa que tomar estos mitos de origen y transformarlos en otra cosa. A mí me resultaba muy interesante trabajar sobre esta dialéctica, ya que en la historia bíblica Caín es el propietario, el inventor de los pesos y las medidas, y es quien termina -en este recorrido inagotable del mundo- creando ciudades amuralladas; mientras que Abel disfruta de la vida sin otra necesidad que la de estar al lado de su majada.
-¿En ese sentido, Caín es el primer terrateniente de la historia?
-Efectivamente, es el primer terrateniente de la historia. Es la primera víctima de la propiedad privada, porque es quien termina atrapado en la maldición, justamente por algo que él mismo ha creado: ha medido, ha pesado y ha quedado atrapado en ese sistema de valoración del mundo.
-Y de su propio sistema de violencia.
-Exacto. El hecho mismo de establecer la protección implica hacerse cargo de una de las partes de la dialéctica violenta.
-¿Lo del conurbano y la tierra se vincula con algún recuerdo perdido de tu infancia en San Martín?
-Mi barrio estaba en expansión y, por lo tanto, era un barrio en cuyos confines siempre estaban los remates de tierra. Con mi viejo íbamos mucho a esas zonas nuevas, donde se veían esas utopías de barrio que no eran más que una avenida que se metía en el medio del campo y que entraba desde la ruta, atravesando un gran arco de bienvenida. Y después todo lo que había era barro. El desafío de la gente era tomar ese lote y transformarlo en una ciudad futura. Siempre me conmovieron esos remates, esos loteos, esos lugares que la gente miraba cuando todavía no había nada y tenía que construir todo. Ubiqué al paraíso terrenal, o sea a Caín y a Abel, en un loteo fracasado, abandonado. En un loteo en el que sólo quedó en pie un lote, en el que no se pudo ir más allá que ese lote que habitan ellos desde hace años, mientras esperan el regreso de Tatita, que los abandonó. La pieza es nada más ni nada menos que el desarrollo de la narración del día en que vuelve Tatita, después de 20 años.
-En Terrenal se vuelve a dar la reunión de la crítica y los especialistas con el público en general, que agotó las funciones. Esto es un cruce que parece otra constante en tus obras. ¿Cómo lo percibís como creador?
-Es lo que escucho, aunque creo que las piezas tienen su propio devenir. Afortunadamente, en las últimas producciones han coincidido la mirada de la crítica y la afluencia de público, y las obras se han sostenido en cartel. Pero en el arte nadie tiene la hoja encartada. Que uno haga tres o cuatro producciones que, de algún modo, resultan exitosas, atractivas para el público y festejadas por la crítica, no garantiza absolutamente nada, menos si uno quiere repetir el fenómeno. Creo que la condición del artista es la condición del riesgo, y con cada nueva producción me tiro a la pileta exactamente igual que con la primera. Me angustio, sufro, tengo fantasías horrorosas de fracaso, estoy siempre a punto de colgar los guantes, pienso en abandonar los proyectos a la mitad, al igual que al comienzo; todo lo que nos pasa habitualmente a los artistas que trabajamos en zonas de riesgo. Después, si sale bien, uno destapa una botella y siente que fue justificado por todo el sudor que puso.
-¿Y si no?
-Si no sale bien, lo único que te redime es pensar en el espectáculo que viene. Lo bueno que tiene el teatro es que da revancha. Yo tengo muchos espectáculos y textos a los que no les ha ido bien, y lo bueno es esa revancha. Siempre recuerdo una pieza que se ha hecho ahí, en Montevideo [Chau Misterix]. No podría decir que cuando la estrené, en 1980, fue un fracaso, pero fue una obra a la que no vino demasiada gente y la crítica se dividió. Pero la verdad es que fue una fugacidad, y yo tenía puestas tantas expectativas, tantas... ¿Y todo el esfuerzo de escribirla? ¿El sueño de hacer una obra realmente buena? No pasó absolutamente nada. Un año después, por impulso de un amigo, la obra se publicó. El libro comenzó a dar vueltas y, a partir de eso, la obra comenzó a tener una versión detrás de otra, de una manera imparable. En todos los lugares en los que se adapta se transforma en un espectáculo muy gozoso, muy entrañable. Dio revancha. Y si queda mal... te sentás a escribir otra. Aprovechás la rabia como combustible.
-Tus revanchas o nuevos proyectos siempre surgen de un mito, en sus distintas versiones. ¿Por qué creés que se vuelven disparadores para la creación?
-El mito es sabiduría encerrada, condensada en un relato. Es eso, una metáfora que de alguna manera concentra una condición humana, y el hombre sigue repitiendo esas narraciones en formas distintas, justamente porque le dicen algo profundo, hablan de una condición arquetípica del ser humano. Yo les doy mucha bola a los mitos. Los estudio, los observo. Me interesan. Y cuando surge uno que ilumina alguna zona contemporánea, como en el caso de Salomé [Salomé de chacra], como en el caso de Caín y Abel ahora en Terrenal, también los utilizo como materia de trabajo.
-Por tus talleres ha pasado gente como Rafael Spregelburd, Daniel Veronese y Alejandro Tantanian, sólo por nombrar algunos. ¿Cómo ves esos espacios que has mantenido durante tanto tiempo?
-Soy una especie de pastor de la dramaturgia, y un difusor casi redicioso de las posibilidades que la dramaturgia tiene en el teatro y también fuera de él, a partir de la posibilidad de comprensión de otros fenómenos, como el literario, como las técnicas de teatro de títeres y objetos. La verdad es que son muchos años. Ya llevo 30 años enseñando, y todos los años incluyen talleres y cursos en distintas instituciones. Afortunadamente, todos los años quedan cuatro o cinco dramaturgos trabajando con continuidad. Si lo multiplicás por 30 años, empezás a entender cómo va viendo la huella de su trabajo como maestro.
-¿Considerás fundamentales esos espacios para transmitir tus experiencias, tus búsquedas, tus compromisos con lo artístico?
-Sí, los considero fundamentales por una razón histórica. La dramaturgia siempre se transmitió de cuerpo en cuerpo, y no de cabeza en cabeza. El dramaturgo aprendía mirando en el escenario lo que había hecho otro. Eran las épocas en que un dramaturgo, por ejemplo, podía estrenar 20 o 30 obras en un corto plazo porque la demanda era muy alta. Con el paso del tiempo y el cambio de condiciones del teatro, esta posibilidad de estrenar 30 obras en diez o 15 años, como era habitual, cambió completamente. Entonces, al dramaturgo ya no le resulta posible formarse en la experiencia porque no cuenta con ese espacio. De alguna manera, los talleres han venido a reemplazar, a hacer de esa experiencia otro formato. Los talleres son una especie de público previo, donde un escritor lleva sus materiales y los lee o los hace leer, y recibe la palabra de sus pares por un lado, y de un maestro por otro, que lo que hace es aplicar su experiencia a partir de la observación del proceso del otro. Se han vuelto absolutamente fundamentales porque, por el momento, el teatro no tiene otra manera de aprender. Es muy difícil aprenderlo arriba del escenario porque, entre otras cosas, la producción ha bajado de una manera considerable en relación a aquellos niveles históricos.
-¿En qué sentido?
-Nunca me termina de convencer eso de que el pasado fue mejor. Soy un fanático del teatro como arte del presente, no puedo mirar el teatro como algo anacrónico que se sigue haciendo como impulso cultural, como si estuviera muerto y uno manejara un muñequito. Para mí el teatro es un lenguaje de una vigencia extraordinaria, además de ser arte del presente y del futuro. Y lo miro, justamente, como un poder de expresión contemporánea sorprendente, también producido por la circunstancia histórica. Esta circunstancia histórica es que, desde hace un siglo, el teatro perdió su monopolio, ya no es más el único lugar al que se puede ir para ver una historia. Ahora las vemos en el cine, en video, en televisión. Esto le ha venido fantástico al teatro, porque le ha evitado cierta obligación de tener que ser el que cuenta las historias, y ha recuperado su valor ritual, su valor poético. Esto le da un poder expresivo extraordinario.