Posiblemente el nombre de Rembrandt Bugatti sea el más altisonante de la historia del arte moderno, aunque con seguridad no se ubica entre los más populares. Rembrandt convierte el elevado apellido de uno de los tres pintores más importantes del siglo XVII en cariñoso nombre de pila, probable elección de su padrino, el escultor Ercole Rosa, mientras el apellido Bugatti evoca, tanto en los fanáticos de los motores como en los del diseño, una de las empresas automovilísticas más exclusivas y cool de la historia. El artista que llevaba este nombre se suicidó hace un siglo, el 8 de enero de 1916, abrumado por la Primera Guerra Mundial -que en ese año estaba en pleno desarrollo- y por la depresión: adorado por una franja restringida de público desde su aparición, en los últimos 20 años se ha convertido, más abiertamente, en un escultor clave del pasaje del siglo XIX al XX, y en uno cotizadísimo: en los grandes remates, sus piezas más contundentes superan con agilidad la barrera del millón de dólares (y a veces la de los dos millones).

Su padre, Carlo, era un personaje cuya fama ha venido creciendo exponencialmente: se trataba de un celebrado diseñador de muebles Art Nouveau (aunque antes de que ese estilo explotara, su figura se había hecho notar por un exacerbado exotismo y deliciosas desproporciones), ganador, entre otras distinciones, de la medalla de plata en la Exposición Universal de París de 1900 (vale decir, según muchos, “la modernidad”). Cabe señalar, para terminar de esbozar su descomunal entorno familiar, que su tía Bice se había casado con un peso pesado de la pintura italiana del momento, Giovanni Segantini, y que su hermano mayor, Ettore, fundó en 1909 la ya mencionada fábrica de autos.

Tal vez la cercanía a esas actividades creativas semiindustriales (los muebles) e industriales (los coches) -en ambos casos, funcionales- influyó por oposición en Rembrandt, que había nacido en Milán en 1883 y empezó a modelar arcilla, por casualidad, a los 15 años. Mientras el padre y el hermano se dedicaron a cosas útiles como el mobiliario y los vehículos motorizados, aunque siempre con una descollante actitud esteticisista, el joven focalizó sus esfuerzos sobre el puro adorno, con una característica distintiva para la época: la casi exclusividad temática de la representación de animales.

El etólogo discreto

El encuentro con el público se dio tempranamente: a los 19 años participó en la Exposición Internacional de Venecia, pero ya en ese momento estaba madurando cierto rechazo hacia las relaciones interpersonales. Bastante, quizá demasiado, se ha escrito sobre la actitud entre altanera e hipertímida de Bugatti, pero no se puede omitir esta peculiaridad para entender cierto “contenido” en su obra. Radicado en París cuando un artista debía estar en París, pero sin mezclarse con la bohemia perdida entre disolución antiburguesa y revoluciones lingüísticas a nivel artístico; a menudo solo, pero no aislado y en realidad apoyado por importantes galerías y relativamente acomodado; distanciado de los pruritos vanguardistas de sus coetáneos, pero a la vez atento a su entorno y propenso a absorber de aquéllos lo que le servía (véanse, por ejemplo, los ecos posimpresionistas de las series más tempranas, o los cubistas y tal vez futuristas, en piezas como “Hormiguero”).

Amén de su absoluta maestría en el manejo del material en bruto y de las magníficas fusiones en bronce que le seguían, la atracción que han experimentado críticos y coleccionistas desde el principio hacia sus animales se debe a la especial relación que el artista mantuvo con la fauna, del tipo que históricamente sólo se había reservado, salvo raros casos, a los humanos (las escasas estatuas bugattianas en las que aparecen personas jamás tienen la misma potencia expresiva). De hecho, hasta aquel momento, con la excepción de perros, caballos y en menor medida gatos, y fuera del puro simbolismo (por ejemplo, de los cruciales “bestiarios”), los animales sólo habían sido representados en el reino del arte en relación con el asombro, el miedo o la curiosidad científica; de alguna manera, Bugatti podría ser considerado el primer artista “animalista”, un observador curioso y atento, pero sin duda irrevocablemente “cariñoso” con sus retratados. Logró caer muy pocas veces en la retórica de la ternura (quizá sólo en algunas instancias de “diálogo” entre padres y crías) y casi nunca en la detestable “humanización” de las bestias, tan típica de la cultura posterior (es suficiente pensar en Disney).

Patas y ruedas

Las 300 piezas que se conservan de él conforman quizá el más extenso y extraordinario zoológico del arte escultórico: hay gran amplitud en relación con las especies, y es asombroso el poder evocativo de las estatuas -que el milanés moldeaba con sus sujetos frente a sus sujetos, con una mezcla de arcilla y plasticina que, como quiso sobre todo al principio de su trayectoria, le permitía dejar a la vista con detalle los movimientos de sus dedos-, tanto en las de individuos aislados como en las de parejas y grupos. En su misión de creador/“etólogo” (la etología era una disciplina que daba, en aquel entonces, sus primeros pasos), Bugatti destilaba en una pose, nunca afectada, la observación continua del comportamiento de “sus” criaturas, aunque estuvieran en cautiverio: en las obras más logradas se acoplan, en realidad, las pulsiones positivistas -de registro- y románticas -de sensación- del siglo XIX, pero resueltas con un lenguaje posrodiniano, lejos de esquemas formulistas o puramente metafóricos y con inquietudes bien del 900, como deja en evidencia la decisión de Ettore Bugatti de usar el elefantito “rampante” de plata -creado por su hermano menor muchos años antes- como mascota para el radiador del Type 41 Royale, insignia del modernismo decó de los “locos años 20” y su auto más ambicioso (al borde del delirio: dado sus costos monstruosos, se produjeron sólo seis de los 25 ejemplares programados, y hoy son, en el mercado anticuario, probablemente los coches más caros del mundo).

La cúspide productiva de Rembrandt se dio a partir de su estadía en Amberes, donde funcionaba el mayor y más moderno jardín zoológico de Europa, al cual Bugatti iba cotidianamente a estudiar monos, tigres, pelícanos, burros y cualquier otro bicho al alcance de su vista, con plena colaboración de la institución -que incluso le permitió, en una ocasión, llevarse a su taller dos hembras de antílope jeroglífico, para moldear sus representaciones más sosegadamente-. Su labor continuó en forma pujante hasta que a una presunta inestabilidad psíquica se le sumaron el comienzo de la guerra y un suceso relacionado con ella, que muchos leen como el disparador del suicidio: en 1915, debido a la escasez de comida y a la imposibilidad de mantener el zoológico de Amberes, la mayoría de sus animales fueron sacrificados. El artista huyó de Bélgica y, después de pasar por Holanda, volvió a París, donde se quitó la vida.

Animales teutones

Curiosamente, la misma mezcla de artista atormentado con predilección por los animales y horrores de la guerra se halla en un pintor alemán, de cuya muerte este año también se cumple un siglo: Franz Marc. Nacido en 1880 en Múnich y de formación clásica -en la Academia de Bellas Artes de su ciudad natal-, se mudó, como Bugatti, a París hacia 1903. Empero, las coincidencias, que ya son muchas, parecen terminar ahí: si el italiano renegaba de la inmersión en la briosa vida artística de la capital francesa, el alemán -sobre todo en su segunda y más larga estadía parisina de 1907- se embriagó de amistades dentro de los círculos de pintores franceses y extranjeros.

Pese a un conflicto entre la cara mundana de su vida y una fuerte vocación espiritual (de familia calvinista, antes de dedicarse al arte había estado a punto de hacerse presbítero), pudo canalizar sus pulsiones fundando, junto a Vasili Kandinski, August Macke y otros, el grupo El Jinete Azul: al monólogo bugattiano responde Marc con un diálogo entre colegas que comparten ideas, volcadas a la creación de un nuevo diccionario simbólico con fuertes tintes metafísicos, individualista pero apto para la emancipación interior de todas las personas. Si ya unos años antes Marc había hecho del reino animal su tópico favorito, a partir de la comunión con Kandinski radicalizó esa postura, al desarrollar un estricto código cromático: sus vacas, perros, zorros y, sobre todo, caballos nunca son retratados con sus colores “naturales”, sino filtrados a través de azules que simbolizaban la espiritualidad masculina, amarillos por la dicha y la fuerza femenina, rojos por la violencia y el peligro.

Tanto en óleos como en xilografías, Marc también construyó su atlas zoológico: cuanto más orientado estaba hacia un buceo en su propio “yo”, acongojado por el destino europeo y fascinado por el vitalismo expresionista y futurista (por medio de Robert Delaunay), tanto más lejos se ubicaba de una investigación amistosa y etológica de los animales. Éstos se volvían, en sus términos, no posibles interlocutores, como en Bugatti, sino la representación de una libertad y una trascendencia a las cuales aspirar, pero aparente y trágicamente negadas a los hombres (testimonio privilegiado de esto es el gran cuadro “El destino de los animales”, de 1913, con una atmósfera apocalíptica que vaticina el conflicto por venir). Enlistado en 1914 en el Ejército alemán, proyectó desarrollar un tipo de diseño de camuflaje según diferentes estilos pictóricos, de Édouard Manet a los cubistas, que debía proteger a los soldados de los ataques aéreos y, como muchos otros, idealizó, aunque sin demasiada convicción, la Primera Guerra Mundial como una forma de purga necesaria para el viejo continente. Murió debido al impacto en su cabeza del fragmento de una bomba, en la tristemente célebre batalla de Verdún.

A pesar de los puntos de contacto, la influencia ejercida por Marc -cuya tensión espiritual fue elaborada por varios artistas, de Piet Mondrian a Jackson Pollock- resultó inmensamente mayor que la de Bugatti; de todos modos, es indudable que las visiones de ambos sobre las bestias y su relación con la civilización moderna han estado entre las más fructíferas manifestaciones de una concepción de los animales como presencia social que va más allá de las meras funciones de compañía y de explotación.