Si bien Pizzolatto escribió La profundidad del mar amarillo en 2006 y Galveston cuatro años después, recién fueron traducidos al español en 2015, por el sello Black de Salamandra. Así, la mayoría descubrió su inquietante universo gracias a True Detective, una serie de ocho capítulos que sorprendió con su ambientación entre los pantanos de Louisiana, el tratamiento de la imagen y de la fotografía, en la que dos estrellas como Matthew McConaughey y Woody Harrelson se hundían en ese complejo cruce entre el noir y la captura de un asesino serial. Esto se sostenía en una increíble construcción de los personajes a partir de referencias literarias y filosóficas (Robert W Chambers, Ambrose Bierce, HP Lovecraft, Nietzsche, Raymond Chandler), y el constante suspenso. A la melancolía agridulce de la banda sonora se sumaban secuencias de imágenes ocres y sepias, cargadas de angustia y deterioro industrial, que muchas veces impedían pestañear hasta el final.
Galveston y True Detective se cruzan en varios postulados, como la violencia contra las mujeres que se intenta combatir, los quiebres temporales y una geografía devastada que se impone, además de personajes acosados por sus propios fantasmas y por un pasado que no es real, sino que se convierte en “una costra sobre una herida que un día cae y deja entrar la luz”. Así, Galveston atraviesa el sur gótico profundo a través de pueblos perdidos de Texas y Louisiana, con un epígrafe de William Faulkner que sobrevuela la historia: “¿Cuántas veces he estado a cubierto de la lluvia bajo techo ajeno, pensando en mi hogar?”.
El protagonista, un matón alcohólico y cuarentón llamado Roy Cody, comienza la novela con un diagnóstico revelador: cáncer de pulmón (“Un médico me fotografió los pulmones. Estaban repletos de copos de nieve. Al salir de la consulta me pareció que todos los presentes se alegraban de no ser yo”). Roy trabaja para un gángster de Nueva Orleans, Stan Ptitko, que, por esas canalladas de la vida, ahora sale con su chica. Ptitko quiere sacarse de encima a Roy y organiza una trampa que -como la mayoría de las veces- se complica. Los únicos sobrevivientes son Roy y una prostituta adolescente (Rocky), con la que decide huir en una enorme Ford F-150, sin rumbo fijo. Trillan pensiones y carreteras, peleas y acuerdos, hasta dar con un motel en Galveston, donde todo se precipita.
Roy relata la historia 20 años después y, por el tono, es evidente que algo ha salido mal. Pero él no se engaña: contar esta historia no tiene nada de redención, sino que simplemente le sirve para matar el tiempo, para olvidar un rato el sinsentido. “Leí a un escritor decir que las historias nos salvaban, pero evidentemente eso es una gilipollez. No nos salvan” (mucho menos con traducción española).
Si por momentos parece que Pizzolatto se devanea en una cuidada narración sin rumbo, al instante llega el golpe certero, elegante y violento, con un trazo lírico y brutal que lo vuelve estremecedor. “Un día naces y cuarenta años después sales renqueante de un bar, perplejo por todos tus achaques. Nadie te conoce. Conduces por oscuras carreteras y te inventas un destino porque la clave es seguir moviéndose. Así que enfilas hacia el último asidero que te queda por perder, sin tener ni idea de qué vas a hacer con él”.
La legión invisible
Si Galveston pisa fuerte en el western y el neo noir, La profundidad del mar amarillo es un libro revelador: historias de tipos perdidos y angustiados, de seres incapaces de comunicarse o ni siquiera de entender su propia vida, de gente destrozada que se recompone en sólidas historias. Pizzolatto logra trabajar sobre las grietas, sobre lo imperfecto. Y no sólo porque sus personajes están jodidos, sino porque además logra retener la imperfección de la vida en sí misma.
En “Pájaro fantasma”, un guardia forestal intenta olvidar su pasado y sobrevivir con equilibrio, recurriendo a la meditación oriental y al salto bungee; “1987, en las carreras” -de lo mejor del libro- relata la vida de un padre divorciado que intenta conciliar un fin de semana con su hijo y las apuestas en el hipódromo, pero, claro, nada resulta y todo parece anunciar una derrota terminal, incluso cuando él se empeñe en enseñarle a su hijo cómo el futuro repite el pasado y eso se convierte en un hándicap irresistible. Esta historia, que parece desarrollarse en los márgenes de las películas de gángsters, concentra la esencia del libro y su abordaje de la narración, sobrevolando sobre esa plaza de sueños marchitos.
Como dijo el conocido crítico y escritor estadounidense Dennis Lehane, en su reseña para el New York Times, “cada uno de sus personajes es un huérfano, vomitado ya sea por un ser amado como por los paisajes quemados por el sol de Texas y Louisiana”, y esto se extiende a cualquier trabajo de Pizzolatto. Tanto La profundidad del mar amarillo como Galveston y True Detective funcionan como una unidad, como una gran novela fundacional. Así como en La carretera, de Cormac McCarthy, en las obras de Pizzolatto el universo es posapocalíptico y de una potencia desgarradora, y en él se libran luchas desesperadas por la supervivencia. Pero en La carretera el miedo no lo genera la soledad sino el futuro, mientras que en Galveston el miedo o la resistencia se alimentan del pasado, ya sea para reafirmarlo o contradecirlo. Como diciendo: hay que darse cuenta de que las cosas son como son y no como quisiéramos.
Y los personajes lo intentan. Cuando se distraen con alegrías o bellezas fugaces, muchos se olvidan de las constantes y profundas heridas del pasado. Fantasean con promesas de futuro que nunca serán descubiertas, con desamparos hermosos que sobrellevan sin esfuerzos. Al final, los lectores y los personajes se cruzarán en una conciencia terrible e insoportable del tedio, del sinsentido. De la verdad irremediable de que “un día todo acabará”. Como dice el personaje de “La profundidad del mar amarillo”: “Sé que mi vida y la de mi padre se las llevará el tiempo y que las cosas que veo y que amo desaparecerán y sólo quedará el mundo”.
En todo La profundidad del mar amarillo hay una violencia latente. Hay paisajes pantanosos y góticos del sur de Estados Unidos. Hay odio, amor y rencor. Hay vida y muerte. Otro de los puntos que comparte con Galveston y la primera temporada de True Detective (la segunda, con pena, se despega de este mundo) es la convicción de que el sacrificio ofrece redención. Pero acá todo parece llevarse al extremo, y estos seres terminan hundidos en el barro pantanoso.
De este modo, la profundidad del mar se construye a medida que es leída. Los personajes deambulan por los pueblos y los barrios periféricos perdidos en su desamparo y resignados al fatal deterioro al que los somete su propia existencia. Son marginales -inmigrantes, bohemios, ludópatas, prostitutas, maestras- que sólo aplacan su soledad en la evasión del tiempo, del recuerdo. Y, a veces, ni siquiera eso alcanzan. Al igual que los personajes imaginados por Roberto Arlt, por Faulkner, por Juan Carlos Onetti, los de Pizzolatto no modifican sus conductas de acuerdo a lo que enfrentan. Más bien se abandonan a la pasividad y a la resignación, rasgos por los que se transforman en observadores privilegiados de su realidad. Y como si así Pizzolatto se convirtiera en el héroe de la renuncia.
Si alguno de estos seres ve un haz de luz, irremediablemente tendrá la sensación de estar presenciando una especie de ballet extraño “en el que se supone que los movimientos significan algo”, pero ese “algo” siempre se vuelve sombrío. Aun así, en esta geografía del desencanto hay instantes de respiro sublimes, como la escena en la que un adolescente pasa en su monopatín, a toda velocidad, junto a un anciano negro con paraguas que lo saluda levantando el pulgar.
Así, la atmósfera del libro se construye a partir de dos elementos esenciales en la obra de Pizzolatto: los paisajes y los colores. En campos, pueblos y pantanos se cruzan extensiones interminables de azules, desiertos de tonos violetas y naranjas, grises, negros, amarillos, verdes ardientes; colores inimaginables. Y una máxima que, en segundo plano, se mantiene inalterada: “Ahora puedes imaginar la próxima historia, tu segunda historia. Pero sin demasiados detalles; no compongas una visión a la que te vayas a cerrar ni crees una idea en la que te puedas perder. No mires un mapa para calibrar la profundidad del Mar Amarillo, no imagines la forma de sus olas. No te entretengas con la idea de los padres que has perdido, la chica que perdiste. Resiste el impulso de explicar sus historias porque en algún momento tendrás que comprender que una respuesta y una solución no son la misma cosa, y a veces una historia no es más que una excusa”.
Con destreza y una voz convincente y personal, Pizzolatto nos encierra entre sus paredes fascinantes, acosadas por el miedo y el desarraigo, y la sensación de que uno siempre está solo, incluso cuando nos pasea por esos escenarios líricos, con atisbos de fantasía y religión. Pocas cosas son tan seductoras como estos seres que sueñan, casi desesperados, con la redención antes del fin, que, como sabemos, nunca es feliz.