De vez en cuando aparece algún despistado, por eso nunca viene mal recordarlo: Buenos Muchachos es una de las pocas bandas nacionales que todavía ponen en rojo el rockómetro. Y lo hace, obviamente, por lo único que realmente vale: por su música, por su sonido, que es crudo -en vivo aun más que en estudio, como corresponde-, auténtico, propio y a la vez para nada uruguayo (por más que sea un género foráneo, esto último no es fácil de lograr sin que suene a pastiche anglosajón; por lo tanto, es un gran mérito).
Nidal rompe el silencio discográfico de cuatro años de los Buenos luego del doble Se pule la colmena, y nos demuestra que todavía hay esperanza para el lánguido panorama actual del rock (así, a secas; no rock-pop-ska-reggae-indie-candombe-electro-fusión) uruguayo.
Lo primero que cabe destacar del nuevo disco es que la banda recuperó aquel sonido denso, atmosférico y reverberado que es su sello más característico y que en el álbum anterior había dejado un poco de lado, incluso acariciando algún ribete pop (no sólo por el sonido, sino también por ciertos rasgueos de guitarra más convencionales que se desataban del insigne entramado de arpegios, la principal marca del accionar guitarrero de Marcelo Fernández y Gustavo Topo Antuña). Recordemos, por ejemplo, “See the Seasons in the Sky” y “Orejas de Huma”, temas instrumentales llevados al ritmo de las guitarras acústicas, que daban una sensación de aire libre y de una apacible calidez. En cambio, en Nidal encontramos “Sloanne”, un instrumental que arranca con inquietantes arpegios eléctricos sobre los que se va construyendo un solo que luego queda acolchonado por un único e insistente acorde de teclado, generador de una tensión digna de “el Joker está por matar a Batman”, para desembocar en una coda con un apesadumbrado coro -del estilo “Ahhhh”- y una machacadora guitarra rítmica. “Sloanne” sirve como una biopsia para detectar el clima y la arquitectura instrumental predominante de Nidal; pero, sin más preámbulos, vayamos a las canciones.
“A mi manera”, el primer corte de difusión del disco -y el que marca más presencia, ya que, con una duración de seis minutos, es el tema más largo de Nidal-, cabalga sobre un rasgueo circular de guitarra eléctrica marca de la casa, pero se distingue, sobre todo, por la intensa llevada de batería de los versos, que los dota de una irresistible atmósfera de oscura danza tribal. “Yo te quiero contar, / hoy podés entender / el calor de infierno / cuando me hice mujer”, canta Pedro Dalton, quien empieza a narrar -de forma sucinta y con pequeños detalles- la historia de Michelle Suárez, la abogada trans y activista pro derechos LGBT (el tema está explícitamente dedicado a ella y al colectivo Ovejas Negras en el librito del disco).
Más allá de esa historia particular, la canción toma la esencia del himno de Frank Sinatra del que saca el título, y en el potente y punzante estribillo -que tiene lo suficiente como para ser tratado desde anteayer como clásico del grupo y podría estar perfectamente en cualquier tema de Aire rico o de Amanecer búho- se lanza la frase que representa el núcleo de lo narrado: “This is on way, / my way, one way”. En el repetitivo break Dalton berrea “nadie tiene por qué / ser contrario a qué es” como si le fuera la vida en ello, logrando así una de las interpretaciones vocales más sentidas del disco.
En la rockera “Tonight” volvemos a quedar bajo el entramado de arpegios y nos topamos -aunque quizá de forma más sutil que en discos anteriores- con la clásica dinámica estilo Pixies (verso calmo /estribillo furioso). El extenso -40 segundos es bastante para los tiempos que corren y vuelan- y afilado solo se roba la canción; por no mencionar -otra vez- el aporreo atronador de la batería del final, que sólo deja tranquilos a los castigados platillos para desplegar un pique cual metralleta mafiosa.
Nidal contiene varios temas midtempo que, lejos de calmar las aguas, logran crear aun más las atmósferas densas y un tanto oscuras. Por ejemplo, “Repente” es una canción que ya nos brinda oscuridad con su letra (“tu final / no me duele; / merecés todo el mal, merecés, merecés / todo el mal”, canta Dalton, estirando, sintiendo, cada palabra) y que nos sumerge en unas capas sonoras que parecen un viaje onírico, llegando al cenit con unos destellos de guitarra eléctrica que juguetean zigzageando por el estéreo. La canción versa sobre la muerte, pero suena como un sueño; no resulta tan paradójico, ya que, como dijo el príncipe Hamlet en su famoso soliloquio, morir es dormir... y tal vez soñar.
Se hace díficil seguir destacando canciones porque el álbum es muy parejo. Pero bien vale la pena darle espacio a “Se hizo bosque ese desierto”, que ocupa el centro del disco y dura casi lo mismo que “A mi manera”: es una especie de power ballad -guiada por un mínimo riff - que nos traslada al mundo de la niñez, dueña de un emocionante estribillo (“Soy un niño, / yo no sé qué es perder; / mi pasado es corto, / el futuro ya veré qué es”) que construye un edificio sonoro de melancólica ternura -gracias, en parte, al coro conformado por dos niños-, un lugar al que Buenos Muchachos nunca nos había invitado. La coda -la mejor del disco-, en la que las guitarras eléctricas se sacan chispas mandándose solos a la par, demuestra una vez más que, en lo que se refiere a sus apitudes para tocar, los Buenos están fuera de concurso.
Si bien el sonido general del disco es denso -en el sentido de muchos elementos en poco espacio- y por momentos oscuro, varias de las letras (que siguen teniendo algunas partes en inglés, pero no tantas palabras coloquiales, como solía ser una de las particularidades de la pluma de Dalton) desprenden grageas de luz: “Rumiando las vacas, / voy soñando la aventura. / Un sueño real / cuando duermo en tu regazo” (“Viaje cerca”); “Cayó el sol / y cantó / nuevamente” (“Sol troquelado”); “Vamos, nena, a ser quien ser” (de “El regreso”, que sigue una línea conceptual similar a la de “A mi manera”); “In the sun I was your help / ask for my help” (“Uno con uno, mismo” -la que cierra el disco-).
En resumen -y por si no quedó claro-, la espera de cuatro años por un nuevo disco de Buenos Muchachos valió la pena, porque estamos ante lo que en la jerga más especializada de la musicología se conoce como un “discazo”. El librito de Nidal no lo dice, pero el álbum es ideal para calibrar el rockómetro, un instrumento de medición que, dada la actualidad de la música nacional, tiene su aguja muy quietita y por allá abajo.