En los años 1980 y 1981, Héctor Galmés fue mi profesor de Literatura Española en el Instituto de Profesores Artigas (IPA). Eran tiempos fermentales para nuestra juventud y formación, años difíciles, sobre todo ante una dictadura que nunca dejó de perseguir, apresar y torturar. En esa época, cuando la intensidad de las relaciones con la creación literaria y su enseñanza confluían con otras intensidades de la lucha -política, social, cultural-, cuando la efervescencia de la sensibilidad se acompasaba con disponibilidades intelectuales y nuevos desarrollos de la conciencia y de la acción amenazados por la bota militar, allí, en ese momento de resistencia y riesgo, tuve el privilegio de ser uno de los estudiantes del querido Héctor Galmés.

Por esos años, la mayor parte de nosotros desconocía su obra literaria, pero sabía que se trataba de un valioso profesor que, además de autor de varios libros de narrativa, había sido el traductor de Werther, de la primera parte del Fausto, de Goethe, y de La metamorfosis, de Kafka. Pero Galmés, tan pudoroso como para pasar lo más inadvertido que le fuera posible, no hacía referencia a su obra, salvo que se le pidiera. Mantengo su imagen de cuando leyó en clase alguno de sus textos de ficción a solicitud de sus estudiantes; no sé si se trataba de un cuento de La noche del día menos pensado, o de algún pasaje de Necrocosmos o de Las calandrias griegas.

Galmés era tímido, comunicativo y abstraído a la vez. Lo recuerdo transitando los corredores del IPA rumbo a un salón de clase, el paso algo lento y aquel aire de retracción que no se convertía en pose, el cable a tierra casi siempre a mano, dispuesto a responder una pregunta o a intercambiar comentarios con los estudiantes que lo abordaban en los pasillos, en la vereda o en la parada del ómnibus.

Sus clases podían deslumbrar, tanto en aspectos de erudición como en las expresiones de un lector cuya capacidad de asombro se perpetuaba ante los valores literarios que defendía. Y si bien revelaban un desorden expositivo absolutamente personal, capaz de pasar con poca transición de la importancia del submarino Peral para la España del 98 al estilo poético de Antonio Machado durante su amor otoñal con Guiomar, Galmés mostraba y contagiaba su pasión por la literatura y el conocimiento. Sus asertos eruditos lo exponían como un inocultable (y quijotesco) lector de las numerosas novelas de caballerías que hicieron perder el juicio al hidalgo, pero, asimismo, de un dilatado caudal de bibliografía crítica. Mi memoria lo retiene en el cuidado filológico y en la aquilatada sutileza de las interpretaciones. Siempre nos sorprendía, incluso en relación con sus hábitos didácticos -por así llamarles- más extendidos, como en aquella clase sobre el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, de Federico García Lorca, en la que apeló a un conjunto de tarjetas extraídas de una caja, con fichas perfectamente ordenadas sobre el tema. Recuerdo que nos las mostraba con convicción, mientras aconsejaba ese procedimiento aprendido de los alemanes para nuestro incipiente ejercicio de la docencia. Semejante orden, que francamente no le era habitual, era otra de sus posibilidades...

Varios de nosotros pensábamos que en cualquier momento la dictadura, que en el IPA también vigilaba mediante “tiras” infiltrados, estudiantes colaboracionistas y policía femenina uniformada, lo iba a destituir. Pero, haya sido por falta de pruebas, por otras prioridades o aun por meras impericias del represor, Galmés, de inequívoca oposición al régimen, no engrosó las filas de los destituidos.

Le habíamos puesto el mote de Toto Paniagua, por semejanza física y por lo errático que algunos de sus gestos compartían con los del también inolvidable personaje de Ricardo Espalter. Pero el nombrete guardaba una carga de adhesión y de cariño que asimismo señalaba, me parece, el reconocimiento de un costado algo naíf. Nunca supe si se enteró, aunque imaginé que lo habría celebrado con humor.

Luego de 1981, cuando egresé, lo encontraba cada tanto en el Instituto Goethe, en ocasiones en que yo solía retirar discos de música clásica gracias al generoso sistema de préstamos que la institución alemana dispensaba en aquel entonces. Veía a Galmés allí porque era profesor de lengua y literatura alemanas. Así, pude cambiar con él algunas palabras sobre literatura, música y, seguramente, su creación literaria. Fue en ese período que empecé a leerlo y a admirar la asombrosa creatividad que ese hombre tímido, en las antípodas de la autopromoción, no dejaba sospechar. Un día me lo crucé, creo, a la salida del café Sportman, y le dije que empezaba a leer Final en borrador. Con entusiasmo y sin afectaciones, me hizo saber que le gustaría escuchar mi opinión, lo que me llenó de orgullo y sensación de desafío. Pero la enfermedad, terrible y avanzada, le arrebataba sus últimas horas. No pude decirle cuánto me había impactado esa novela y de qué modo condensaba y desarrollaba su mundo. O cómo, sobre todo cómo, la imaginación triunfaba allí, sin que nadie pudiera robarla.

Como suele suceder, los recuerdos se esfuman a la vez que se aferran a las esquirlas del pasado para configurar la memoria, sin sucumbir al vacío ni, afortunadamente, a la ausencia de imaginación. De ese sitio proceden estas evocaciones, sus afectos, dudas y certezas. Y también el tardío homenaje, el inevitable borrador.