El estreno de la primera temporada de Luke Cage en Netflix continúa la expansión del “universo cinematográfico Marvel” en la televisión que emprendió ese canal con las dos temporadas de Daredevil y la primera de Jessica Jones, a las que se prevé que agregará una del artista marcial Iron Fist. La idea es buena y (relativamente) económica: situados en el mismo mundo en el que han ocurrido los hechos narrados en las películas de Los Vengadores, Capitán América y Iron Man, estos personajes -más modestos en poderes y pretensiones altruistas; más desarrollados en sus personalidades, biografías y contradicciones; más antihéroes que superhéroes- transitan en un plano próximo al policial noir y acotado a la ciudad de Nueva York.
Había mucha expectativa por el desembarco de Cage, un personaje carismático que había sido presentado con mucha efectividad en Jessica Jones, con un enorme potencial simbólico como representante en la ficción de varios aspectos de la problemática de los afroestadounidenses. La serie se mueve en el equilibrio entre el entretenimiento y lo discursivo, con más aciertos que errores.
Lo primero a señalar de Luke Cage es que, entre las series de superhéroes de Netflix (o entre todas las series del canal), es la que mejor integra el entorno urbano de sus protagonistas. Si dejamos de lado a Cage y a su impenetrable musculatura, igual funciona, como un detallado retrato de las calles, el movimiento y la cultura de Harlem, tradicional barrio negro de Manhattan, y, mediante una acumulación de referencias (tanto literarias como históricas, arquitectónicas o musicales) inusual para cualquier serie de acción, propone un marco en el que la fantasía y la realidad se entrelazan más que en los otros productos de Marvel, situados más que nada nominalmente en el barrio otrora irlandés Hell’s Kitchen.
Esto sirve para que se incluyan números musicales de los más diversos estilos de la música afroestadounidense (con artistas como Faith Evans o The Delfonics), mil y una citas a películas policiales, y no pocas -e inesperadas- discusiones sobre los talentos literarios de Chester Himes, Walter Mosley o Ralph Ellison. Este espíritu didáctico también impregna muchos de los parlamentos sociales de los personajes, haciendo que la serie caiga en ocasiones en acumulaciones de clichés sociodiscursivos que hacen recordar a los films sobre pandilleros y barrios difíciles de los años 90 (New Jack City, Do the Right Thing, Boys in the Hood, etcétera) y que parecen bastante antiguos, sobre todo teniendo en cuenta los logros recientes de series con iguales preocupaciones y compromiso pero mayor sutileza, como la comedia agridulce Atlanta.
Pero pese a lo farragosamente obvio y discursivo, que tampoco es tanto, la serie es tal vez la mejor administrada narrativamente de Netflix, e incluye a varios de sus mejores personajes (algunos de ellos, como la enfermera que interpreta Rosario Dawson, ya presentados en Daredevil y Jessica Jones). Antes que nada está el propio Cage, encarnado por Mike Colter, un actor de imponente presencia física y con la autoridad distanciada -y algo fanfarrona- que el personaje necesita; pero más allá de este destaque evidente del elenco, la producción brilla -como a menudo pasa- en sus villanos, que suelen abandonar el planteamiento algo maniqueo de la serie para adoptar matices fascinantes, como la habilidad de jazzista del gángster Cottonmouth (Mahershala Ali) o las auténticas preocupaciones sociales de la corrupta política Mariah (Alfre Woodard).
Las escenas de acción son menos frecuentes de lo que se podría imaginar, y sus personajes menos extravagantes, pero esto no es en realidad un defecto, sino más bien una juiciosa administración de los momentos más intensos.
Hay también chistes sutiles que harán las delicias de los lectores de cómics meticulosos. Para empezar, el aspecto funky-disco del uniforme original de Cage en los 70 -elaborado mediante la combinación de objetos hallados en casa de un amigo, y compuesto por una horrenda camisa amarilla, enormes muñequeras metálicas y una especie de tiara en la cabeza- era posiblemente de los más feos que haya tenido alguna vez un superhéroe de Marvel, además de estar anclado en un efímero momento estético, y cuando se relanzó al personaje en los años 90, lo primero que hizo fue quemar aquella ridícula indumentaria y adoptar la simple vestimenta -jeans y un canguro- de un joven negro de aquella década, ropas que básicamente ha mantenido. En el episodio en que se narra cómo Cage adquirió sus poderes, el héroe se fuga de la prisión con unas conexiones metálicas en la cabeza y brazos muy similares a los adornos de su viejo uniforme, y mientras escapa hurta una camisa amarilla chillona que completa su aspecto original de los 70. Pero cuando se mira en un espejo se dice “parecés un estúpido”, y descarta esas poco agraciadas prendas.
De no ser por sus ocasionales caídas en el exceso de retórica (hay personajes que se hacen preguntas existenciales mientras los cosen a balazos) y su pretensión de ser algo más que una simple serie de superhéroes, tratando de introducir una infinidad de temas que van desde la violencia policial a los padres abandónicos -pasando por la gentrificación barrial, el abuso sexual, el consumo de drogas, la identidad étnica de Harlem y algunas docenas más-, Luke Cage es posiblemente la más compacta de este conjunto de series interrelacionadas de Netflix, y la primera a la que no parece sobrarle al menos un par de horas. El primer superhéroe negro de la televisión le hace justicia a las expectativas que había despertado, aunque algunas veces se esfuerce en subrayar lo que ya está claro con su presencia.
Luke Cage
Con Mike Colter, Rosario Dawson, Alfre Woodard y Mahershala Ali. Netflix. 2016.