El anuncio de que se entregará el premio Nobel de Literatura a Bob Dylan (1941), menos conocido como Robert Allen Zimmerman, produjo ayer un torrente de bobadas, como suele suceder con cualquier asunto cuya comprensión requiera decantar algo más que los resultados de una búsqueda rápida en internet. Pero esta es una de esas ocasiones en las que la Academia Sueca eligió con dosis similares de acierto y audacia.
Por un lado, reaparecieron las consabidas enumeraciones de grandes escritores que no recibieron un Nobel -este año o en general-, acompañadas por cuestionamientos de la decisión con base en los méritos de Thomas Pynchon, Cormac McCarthy, Philip Roth, Haruki Murakami y otros, pero como la selección se realiza en secreto, sin dar a conocer siquiera quiénes son los candidatos, ese tipo de debate nunca conduce muy lejos. Más de una vez ganaron autores con méritos difíciles de identificar, o claramente inferiores a otros no galardonados, pero dado que el reconocimiento corresponde al conjunto de una obra (y no, por ejemplo, a la producción del último año), no hay un momento especialmente mejor que otro para otorgarle el premio a alguien -en términos literarios, aunque sí ha existido, en varias ocasiones, oportunismo político- y nadie queda descartado de una vez para siempre, salvo que, como ha sucedido, un autor venga muy bien perfilado para recibir la distinción y muera joven sin haberla obtenido.
Muchos plantearon que escribir canciones “no es literatura”, o por lo menos no con “L” mayúscula. El criterio es bastante anacrónico: sin necesidad de aceptar por completo el marco teórico de los llamados “estudios culturales” -y sin pretensiones de resolver el antiguo problema de qué es la literatura-, deberíamos convenir en paz que la calidad artística de la escritura no está determinada de antemano por el formato en que se publica ni por el género en el que se la pueda clasificar (cuando se puede). En otras palabras, un escritor de dramas o comedias para su representación en teatros no es necesariamente superior a uno que escribe el mismo tipo de obras para cine o televisión, y ningún argumento racional descarta a priori que se puedan alcanzar grandes logros artísticos escribiendo para un blog o un periódico. En este caso, además, no se trata de una forma “nueva” de trabajo artístico con el lenguaje, sino de una de las más antiguas.
En varias notas periodísticas se incluyeron apresurados resúmenes de la trayectoria artística de Dylan, en los que trataron de identificar méritos que justificaran el premio, y le atribuyeron varios que no le corresponden, omitiendo otros indiscutibles. No fue, por cierto, el primer autor de “canciones de protesta” -sí el mejor, durante los pocos años en que se dedicó a eso-; tampoco el primero en componer y grabar canciones de música popular cuyas letras fueran más allá de los tópicos simplistas para adolescentes -algunas décadas antes lo hicieron, sin ir más lejos, unos cuantos franceses-; y ni siquiera fue el primero en hacerlo en Estados Unidos (hay notables letras de blues escritas antes de que Dylan naciera). Pero sí hizo algo que va más allá de la justificación invocada por la Academia Sueca (“haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”): expandió en forma muy considerable la dosis de arte aceptable -en contenido y forma- para las canciones populares, y lo hizo en el momento adecuadísimo del estallido de la cultura pop.
Así influyó, directa o indirectamente, a sus colegas contemporáneos y a todas las generaciones siguientes, desde el hecho mismo de abrir un enorme espacio para la libertad creativa hasta el establecimiento de diversos modelos de texto que él legitimó y que se han convertido en subgéneros. Por esos caminos que Dylan abrió fueron después John Lennon, Chico Buarque, Leonard Cohen y prácticamente todos los grandes autores de letras de canciones.
Por otra parte, no se trata sólo de alguien que generó un efecto en cascada de consecuencias positivas en el terreno de la canción, ya que, a su vez, numerosas generaciones de artistas que no se dedicaron a eso, y de personas que nunca intentaron producir una obra de arte, han sido influidas y enriquecidas por la obra de Dylan, que suma narraciones de gran potencia y docenas de frases en las que se condensan conceptos profundos o sumamente removedores -en términos racionales o emocionales-, mediante un uso refinado e innovador de las palabras. ¿De qué otra cosa hablamos cuando decimos “literatura”?