Aunque su nombre no sea del todo reconocible para los lectores ocasionales de cómics, la noticia de la muerte de Steve Dillon, el sábado, fue una desagradable sorpresa para la generación que se aproximó a ese lenguaje en los años 90. En esa década, finalmente, que un adulto leyera cómics pasó a ser aceptable, sin que se lo viera como un freak o alguien vergonzosamente inmaduro. Por supuesto, hubo cómics orientados al público adulto desde la aparición misma del género, sobre todo desde los años 60 y 70, cuando vivió una revolución de la mano de artistas tan disímiles como el estadounidense Robert Crumb, el francés Moebius o el italiano Guido Crepax, apoyada además por teóricos como Umberto Eco, que había validado su lenguaje en forma indiscutible en los ámbitos cultos. Sin embargo, aquella revolución no había traspasado realmente estos círculos, y persistía una barrera entre los cómics artísticos y los consumidos masivamente, que seguían apuntando a un público mayoritariamente masculino preadolescente o adolescente. Fue la actualización temática de las grandes compañías del cómic como DC o Marvel, a fines de la década de 1980, lo que realmente popularizó al medio entre los lectores adultos, generando una suerte de edad de oro durante la década posterior, en la que todo el mundo pareció aceptar que las historietas comerciales y las descendientes de las subestimadas historietas de superhéroes también podían ser arte serio y respetable. Y una de las firmas más representativas y estimadas de esa generación de artistas gráficos fue la de Steve Dillon.
Nacido en 1962 en Londres, fue un prodigio que a los 16 años ya estaba dibujando historias de Hulk para la filial británica de Marvel Comics, pero no sería en esa casa donde desarrollaría su trabajo posterior, sino en la muy británica Fleetway, editorial que en los años 80, con la revista 2000 AD, llegó a pulsear de igual a igual con los gigantes estadounidenses -en parte gracias a su orientación hacia la ciencia ficción y a un público mayor de edad-. En ella hicieron sus primeras armas varios de los artistas ingleses que resultaron esenciales para la revolución temática de la que hablábamos antes; entre ellos, gigantes como Alan Moore, Neil Gaiman y Grant Morrison. Dillon se encargó durante un tiempo de ilustrar al principal personaje de Fleetway, el estricto y lapidario Juez Dredd, pero luego prefirió terrenos más riesgosos y creó junto con su colega Brett Ewins la revista Deadline, que sin abandonar el terreno de la ciencia ficción extremaba la orientación hacia un público más maduro, introduciendo varios personajes clásicos del cómic underground como Tank Girl.
De todos modos, fue en el seno de 2000 AD donde conoció -aparentemente frente a una botella de whiskey Jameson- a un guionista irlandés casi una década menor que él, llamado Garth Ennis, con quien escribiría algunas de las más memorables páginas del cómic de fines del siglo pasado.
Un ascenso vertiginoso
En la primera mitad de los años 90, DC Comics decidió explotar ese segmento de las historietas de fantasía y ciencia ficción más violentas y adultas que los ingleses venían trabajando con tanto éxito. En lugar de frotarse mucho la cabeza buscando talentos estadounidenses, simplemente comenzó a contratar a los británicos más evidentes, como Moore o Gaiman. Creó además una subdivisión del sello, llamada Vertigo, para que funcionara exclusivamente con esa clase de material; en ella, junto a series completamente nuevas, se sumaron personajes previos que ya no combinaran del todo con Batman, Superman y compañía, generando un nuevo universo. Entre los desplazados estuvieron el personaje del hechicero John Constantine y su cómic Hellblazer, cuyos guiones asumió Ennis de 1991 a 1995, en lo que se considera el período más conocido e influyente de esa serie. Dillon fue el principal dibujante de aquel período, y la armonía de sus imágenes con las tramas desarrolladas por Ennis, además de la amistad personal entre ambos, los llevaría a idear juntos un proyecto aun más ambicioso, profano y pasado de rosca que Hellblazer, que le vendieron a Vertigo como una nueva serie completamente independiente de los otros títulos de la editorial. Ese proyecto se llamaba Preacher (predicador).
Editado de 1995 a 2000, Preacher contaba la historia de un predicador texano de torturado pasado y temperamento volátil, que había adquirido un poder divino y peligroso y que se enfrentaba -en compañía de Cassidy, un vampiro irlandés, y de Tulip, una asesina a sueldo- con todo tipo de organizaciones herméticas, racistas, religiosas o simplemente depravadas. Hiperviolento, humorístico y politizado, compartiendo códigos en forma simultánea con los cómics de superhéroes y los de terror (pero superando en transgresión y riesgo los habituales parámetros de estos), Preacher se volvió uno de los títulos más exitosos de Vertigo Comics, y su fin se debió más que nada a que había culminado una historia pensada como una totalidad, con fecha de expiración prevista de antemano.
Aquella serie murió, como se dijo, con la llegada del nuevo siglo, pero no la colaboración entre Ennis y Dillon, quienes emigraron desde Vertigo, es decir, de DC Comics, directamente a los brazos de su competencia directa, la Marvel, donde darían vida en una serie de especiales al más brutal de sus superhéroes, The Punisher (el castigador).
Algo desaparecido en los últimos tiempos, el nombre de Steve Dillon había resurgido este año como uno de los productores ejecutivos de la elogiada adaptación televisiva de Preacher por parte del canal para abonados AMC, a cargo del actor y director Seth Rogen. Este regreso a la notoriedad hizo particularmente triste el anuncio el domingo de que Dillon había muerto a causa de una enfermedad no determinada. Tenía 54 años.
No era el más elaborado, complejo o dotado técnicamente de los dibujantes; la mayoría de los rostros de sus personajes son intercambiables entre sí, y sus recursos para denotar movimiento o acción muchas veces eran bastante toscos. Pero suplía esas debilidades con una gran limpieza de trazo, una obsesión por lo simplemente realista y un desprejuicio absoluto para representar la violencia más extrema, sin que su dibujo se volviera morboso, a pesar de su gran imaginación a la hora de reventar la imagen de un cuerpo humano. Además, si bien, como se dijo, los rostros de sus personajes no eran muy variados, todos eran capaces de expresar, a veces con un simple detalle, una muy variada gama de actitudes y sentimientos. En todo caso, su trazo es para los amantes del cómic tan representativo de los años 90 como la rasposa voz de Kurt Cobain para los rockeros; algo bruto, algo chocante, siempre emotivo y efectivo.