Nacido en 1947 bajo el nombre de James Newell Osterberg, al artista conocido como Iggy Pop siempre le ha gustado hacerse el bruto, el salvaje y el incontrolable (incluso “el idiota”, como se autodenominó en uno de sus discos), pero en realidad era un excelente estudiante y deportista (a pesar de tener una pierna más corta que la otra), hijo de un profesor de secundaria que alimentó sus intereses artísticos desde chico. Pero a Osterberg/Pop le tocó crecer en plena revolución cultural de los años 60, y a pesar de su formación como baterista apasionado por el blues y el jazz, rápidamente encontró en la electricidad contestataria de grupos de su ciudad de Ann Arbor, como los politizados y estruendosos MC5, o bandas como The Doors y The Velvet Underground, un nuevo lenguaje que explorar tanto musical como conceptualmente. Luego de pasar por algunas bandas más tranquilas y suavemente psicodélicas, empezó a colaborar con dos auténticos “pesados” y chicos problema como Scott y Ron Asheton -en batería y guitarra, respectivamente-, quienes con escasa técnica pero gran solidez rítmica plasmaban una especie de blues minimalista, blanco y maquinal, que era lo que el baterista -ahora convertido en cantante- quería investigar.

Bautizados The Stooges en honor a los que aquí conocemos como Los Tres Chiflados, Iggy Stooge (luego Iggy Pop) y los hermanos Asheton comenzaron siendo más un grupo performático que uno de compositores de canciones. Los primeros espectáculos de The Stooges eran largas improvisaciones sobre riffs pétreos de dos o tres acordes, con el extrovertido Pop al frente, contorsionándose en el escenario con una actitud entre sensual y desafiante, que poco tenía que ver con las apacibles vibraciones del hippismo predominante en aquella época. Fue entonces que el buscador de talentos de la compañía Elektra Records, Danny Fields -cuyo principal mérito había sido antes el de descubrir y fichar a The Doors-, asistió a un show de la destacada banda de Detroit a la que quería contratar, los MC5, y quedó completamente impactado con los teloneros, que eran justamente The Stooges. Fields aprovechó para fichar también a ese grupo, a pesar de que casi no tenían en su repertorio canciones propiamente dichas, y los contrató para grabar un disco, cuya producción artística encargó a otro músico inclasificable y vanguardista: John Cale, bajista y violista de The Velvet Underground.

Ese disco de debut, The Stooges (1969), era tan diferente a los de los rockeros de aquel momento como lo habían sido los de The Velvet Underground, pero por razones muy distintas, de hecho opuestas. Lo integraban un puñado de canciones y alguna extensa jam para completar la duración de un LP, y presentaba un sonido rústico y despojado, que iba en la dirección contraria al cada vez más complejo rock psicodélico, y que en lugar de hacer llamados a la paz y el amor expresaba quejas amargas acerca del aburrimiento (“No Fun”), la desazón de sentirse viejo a los 22 años (“1969”) y propuestas a alguien de convertirse en su perro masoquista (“I Wanna Be Your Dog”), mediante letras tan básicas en su formato como originales y extrañamente poéticas en su contenido. Un debut brillante, aunque algo contenido y distante, que marcaría la senda de lo que fue diez años más tarde el punk rock.

Tal vez por estar tan adelantado, el disco no vendió bien, pero Elektra confió en ellos y les dio una nueva oportunidad de grabar, cuyo resultado fue Fun House (1970), un disco en el que The Stooges no se contuvieron en nada y dejaron suelta en el estudio a la bestia que solían presentar en el escenario. Considerado actualmente por críticos como Simon Reynolds como el mejor álbum de rock de todos los tiempos, Fun House desplegó niveles de agresividad y estridencia nunca vistos hasta ese momento, aunque con ocasionales pasajes reminiscentes del funk de James Brown y el free jazz de Sun Ra, y sigue siendo, más de 40 años después de su lanzamiento, una experiencia auditiva increíblemente intensa.

Pero tampoco era una obra muy atractiva para los oídos de su tiempo, de modo que -a pesar del entusiasmo de críticos influyentes como Lester Bangs- pasó también algo inadvertido. A las escasas ventas se le sumó un problema interno: la pasión descontrolada por la heroína por parte de Pop y Scott Asheton terminó fragmentando a la banda, que se disolvió sin que casi nadie se diera cuenta.

Sin embargo, se habían ganado un notorio fan, un músico inglés en ascenso vertiginoso que los consideraba lo más asombroso y febril que hubiera visto en vivo. El admirador no era otro que David Bowie, fascinado hasta el punto de modificar su música y escribir canciones en honor al cantante de torso desnudo (“Ziggy Stardust”), ofrecerle a este que fuera representado por el entonces manager de Bowie, e interceder personalmente para conseguirle un nuevo contrato discográfico, con el sello Columbia.

Pop consiguió disciplinar sus vicios lo bastante como para comenzar a trabajar con un espléndido y joven guitarrista llamado James Williamson, y seguir a Bowie en su intento de sumarlo a la corriente entonces en boga del glam rock, algo que el autor de “Space Oddity” ya había conseguido con otro de sus héroes, Lou Reed.

Incapaz de encontrar otros músicos que lo conformaran, Pop recurrió nuevamente a los hermanos Asheton, pero relegando a Ron al bajo (algo que el guitarrista aceptó en forma renuente y no le perdonó jamás al cantante). Con Bowie como productor artístico, entraron al estudio a grabar un nuevo disco, que creían que los convertiría en estrellas del calibre de Led Zeppelin o Free.

Raw Power (1973), acreditado a “Iggy and The Stooges”, no era menos salvaje -sino tal vez más- que la obra anterior de The Stooges, pero a la vez era profundamente distinto. Lejos del minimalismo psicodélico de los dos discos previos, se trataba de un trabajo más voluptuoso y de un sonido más metálico, atravesado por los violentos solos de Williamson y con Pop cantando mejor y en un espectro mucho más amplio. Un disco que se inscribía -desde la brillantina en la cara y los pantalones dorados de Iggy en la portada- en la estética del glam rock, pero en su versión más infernal y hostil. Desde el comienzo, con la arrasadora “Search and Destroy”, hasta el cierre con la obsesiva “Death Trip”, Raw Power es una espiral ascendente hacia el lado más violento, sexual y peligroso del rock and roll, y si alguna vez un título le hizo justicia a un disco, este (poder crudo) es el caso.

Era demasiado para la era del rock sinfónico y el glam amanerado, y el álbum no vendió bien, así que Columbia decidió dejar a Iggy y los suyos en un limbo de espera en Los Ángeles, a donde, aburridos, volvieron, con la excepción de Ron Asheton, a tomar drogas en cantidades industriales. Durante ese período de inactividad compusieron una cantidad de canciones suficiente como para un nuevo disco, varias de ellas brillantes como “Joanna”, “Open Up and Bleed” o “Cock in my Pocket”, que presentaban un novedoso swing y que por desgracia nunca fueron grabadas en forma adecuada, aunque con el tiempo han emergido en versiones en vivo o en los discos solistas de Iggy. En 1974, después de un caótico concierto en Detroit en el que el cantante terminó noqueado por un motoquero, y de que la banda destrozara su equipo en un absurdo accidente de carretera (intentaron pasar debajo de un puente demasiado bajo para su camión), los Stooges se disolvieron nuevamente, esta vez por varias décadas.

Iggy Pop cayó entonces en el período más decadente y autodestructivo de su vida. Se convirtió en un adicto extremo a la heroína que deambulaba por las calles de Los Ángeles, vivía y se drogaba a costa de sus numerosas novias y sus cada vez más escasos amigos, y terminó internado en una institución psiquiátrica. Pero cuando su breve e intensa carrera artística parecía haber llegado a su fin, y no había managers ni empresas discográficas que quisieran volver a escuchar su nombre, Pop fue rescatado por el más fiel y valioso de sus menguados fans; una vez más, David Bowie.

Chiflado en solitario

Bowie, que atravesaba sus propios problemas de abuso de sustancias (en su caso, cocaína), decidió recauchutar al desvencijado Pop, enseñarle un mínimo de profesionalismo y, finalmente, llevarlo consigo a Berlín, con la intención de que ambos cambiaran de ambiente, se inspiraran artísticamente y se limpiaran un poco del abuso de tóxicos. El experimento creativo-vital fue un éxito y tuvo como consecuencia no sólo el restablecimiento de la salud física y mental de los dos rockeros, sino también una serie de discos que están entre lo mejor y más jugado del pop-rock del siglo pasado.

Los dos editados a nombre de Iggy Pop y compuestos en colaboración con Bowie, o producidos por él -The Idiot y Lust for Life, ambos de 1977- son hasta el día de hoy sus mejores trabajos como solista y un par de obras tan importantes como lo que hizo con The Stooges. Son también dos discos profundamente distintos entre sí: The Idiot es un reflejo de la experiencia berlinesa de Bowie y Pop, y puede ser considerado tanto un disco de este último como la tercera parte de una trilogía que completan Low y Heroes de Bowie (también ambos de 1977, redondeando lo que fue un año prolífico y valioso en lo artístico). Inserto en una estética europeizante y decadente, el salvaje Pop volvía a su tono vocal más grave para exponer, con aparente indiferencia, una serie de observaciones sobre un mundo gélido, industrial y nocturno, con un distanciamiento oscuro y pesimista apenas interrumpido por el emotivo (aunque también dark) recuerdo de The Stooges (“Dum Dum Boys”). Una obra maestra sombría que se volvería clave para el after-punk más depresivo (como anécdota morbosa, este era el disco que el cantante de Joy Division, Ian Curtis, estaba escuchando cuando se suicidó) y que contrastaba con la luminosidad y energía pop de Lust for Life, un álbum que, como lo indica su título (lujuria o deseo de vida), representaba el renacer vital de Pop, luego de la resaca con síndrome de abstinencia de The Idiot. No es que hubieran desaparecido las referencias a la vida callejera, las drogas duras y la violencia, pero ahora el cantante -que aparecía sonriente desde la portada- abrazaba nuevamente la vitalidad distintiva de los discos de The Stooges, con una óptica un poco más relajada y descontrolada.

Basta decir que es el disco del tema homónimo, de “Success” y de la inmortal “The Passenger”, una canción que nació para ser escuchada mirando por la ventanilla de un auto en movimiento.

Este brillante comienzo de la carrera de Pop solista se continuaría con el ligeramente inferior, pero más rockero, New Values (1979), que volvió a reunirlo con el guitarrista James Williamson, productor además de ese álbum. Pop gozaba en aquel entonces de un gran reconocimiento en ambos lados del Atlántico por parte de la generación punk, que lo veneraba -aun más que a Lou Reed y a otros pioneros disidentes- como el padrino del movimiento, un puesto que Pop, diez años mayor que la mayoría de los punks, pero aún un hombre joven, apenas llegado a los 30, aprovechó de la forma más hedonista posible, volviendo al estilo de vida excesivo que había moderado (en términos relativos) durante sus años de colaboración con Bowie. Pero a pesar de este revival y del reconocimiento crítico, Iggy Pop seguía sin conseguir sobrepasar la categoría de artista de culto, por lo que pasaría la mayor parte de los años 80 editando discos enfocados en la búsqueda del éxito, pero desparejos (por ser suave) en lo artístico, sin conseguir siquiera el efecto de popularidad buscado. Con Iggy nuevamente pasado de drogas -aunque sin recaer en el limbo absoluto de mediados de los 70-, sus trabajos de este período han sido reivindicados tardíamente por algunos de sus fans, pero hay que ser muy entusiasta y generoso con su obra para hacerlo.

En 1983, Bowie rescataría una vez más, al menos en lo económico, la carrera de Pop, al grabar una versión de su tema “China Girl” -originalmente presente en The Idiot-, para su exitosísimo disco Let's Dance. La versión era bastante más edulcorada que la original, pero sus ventas millonarias permitieron que el autor recibiera una cantidad de dinero superior a lo que había recaudado por toda su obra previa (Bowie volvería a grabar tres temas más de Pop para su disco siguiente, Tonight, de 1984). Además de mejorar sus finanzas, la atención de Bowie ayudó a reavivar el interés popular -si cabe el término para quien siempre fue un artista minoritario- en su trabajo, y para culminar esta nueva racha de fraternidad artística, el inglés le produjo el disco Blah, Blah, Blah (1986), un nuevo intento razonablemente logrado de acercarse a la comercialidad masiva (el cover de “Real Wild Child”, del australiano Johnny O’Keefe, fue un éxito en varios países, entre ellos Uruguay).

Más seguro en lo financiero y redescubierto ahora por la generación del glam metal (para quienes era una influencia tan importante como lo había sido para los punks), Pop volvió en sus discos siguientes al rock distorsionado y crudo, con irregular fortuna, lanzando trabajos tan sosos como Instinct (1988) o tan efectivos (aunque no particularmente novedosos) como American Caesar (1993). En ese período visitó frecuentemente Argentina, obteniendo de este país la inspiración para su disco maduro y confesional Avenue B (1999), en el que el cantante hacía catarsis -con desigual fortuna- del hecho insólito de haberse convertido en un punk de 50 años.

El salvaje en su madurez

Luego de reconciliarse con los hermanos Asheton e invitarlos a tocar en su disco Skull Ring (2003), Pop finalmente reformó una vez más a The Stooges, una reunión que daría como resultado dos discos más que decentes (aunque incomparables con su discografía original), pero que se interrumpiría con la muerte de Ron Asheton en 2009. La banda volvió a reagruparse con el regreso de James Williamson a la guitarra, pero entonces fue Scott Asheton quien murió (al igual que su hermano, de un ataque al corazón) en 2014, cerrando para siempre la historia del grupo. Por aquel entonces, Pop se había desdoblado entre el rock visceral de la banda y un par de excéntricos discos, editados por el sello experimental Astralwerks, en los que -inspirado por el escritor francés Michel Houllebecq, la chanson francesa y el jazz baladístico-, se reinventaba como un elegante crooner, alejadísimo de la bestia escénica que todos conocemos.

Este año, cuando ya nadie esperaba grandes sorpresas de este rockero ya próximo a los 70 años que amenazaba con su retiro, una nueva colaboración con un emergente de otra generación de fans -Josh Homme, líder de Queens of The Stone Age- dio como resultado el que tal vez sea su mejor disco solista desde Lust for Life (en el que está claramente inspirado). Post Pop Depression (2016) resultó ser lo que había intentado hacer sin mucho éxito casi 20 años antes con Avenue B: un disco maduro, autobiográfico y con más veneno y energía que los de casi cualquier rockero cuatro décadas más joven.

Este es el disco que trae por primera vez a Iggy Pop a Montevideo, en la que ha sugerido que puede ser su última gira (presentando su disco final). Algo dudoso si se tiene en cuenta la energía inagotable de este hombre tan asociado a lo autodestructivo y a la vez tan lleno de una asombrosa pulsión vital. Recomendarlo es casi redundante.