Aunque fueran menos, para los asistentes al Teatro de Verano el miércoles, la emoción y la ansiedad era similar a la sentida por los fans de los Rolling Stones el verano pasado. El último de los gigantes del rock disidente, el padrino del punk, del grunge, del glam-metal, del rock industrial y de quién sabe de cuántas cosas más, llegaba por primera vez a Montevideo.

Cuando se supo, hace ya varios meses, de la visita de Iggy Pop, se suponía que sería parte de la gira de presentación de su último disco, el sorprendente Post Pop Depression. Pero, afortunadamente, Pop cambió de banda y repertorio para emprender una nueva gira, pensada en cierta forma como apoyo del documental sobre The Stooges que Jim Jarmush está por estrenar, y armando una lista de temas compuesta en gran parte por canciones de aquella banda.

Con todo, más de uno habíamos lamentado que no viniera con la excelente banda de presentación del disco, que incluía a Josh Homme, guitarrista y líder de Queens of the Stone Age, y a un par de integrantes de los Arctic Monkeys. Pero la banda sustituta era cualquier cosa menos un grupo de improvisados; el guitarrista Kevin Armstrong ya había tocado con Pop en los 80 y en su currículum se destaca haber sido guitarrista de David Bowie -y su ocasional cocompositor- además de haber acompañado a Morrissey y Sinead O’Connor, entre otros. También el tecladista y segunda guitarra Seamus Beaghen tiene un pasado de ilustres colaboraciones, en grupos como Death in Vegas y Madness, y la base -compuesta por Ben Ellis en bajo y Mat Hector en batería- fue elegida a mano por Armstrong, un especialista en armar bandas sólidas. Y solidez era algo que le sobraba a este grupo, que armó una muralla de sonido detrás del cantante, pero otorgándole a la vez una dinámica muy amplia de volúmenes, yendo de lo brutal a una delicadeza mínima, con cierto swing cabaretero.

Pero, por supuesto, el show, el epicentro de todo, fue Iggy. No hay escenografía, ni proyecciones, ni juegos de luces elaborados. Es sólo un veterano vestido de cuero, que durante una hora y media atraviesa de un lado al otro el escenario, bailando y agitándose con una energía que agota de sólo verlo. Hace los mismos movimientos que hacía 40 años atrás, absolutamente autoconscientes, y a la vez no parece haberse dado cuenta de que ya es prácticamente un septuagenario. A él no le importa, y al público tampoco. A este despliegue físico le suma una garganta en perfecto estado, que le aguantó todo el show sin flaquear nunca. Iggy Pop nunca fue un cantante de rango muy amplio o matizado, pero el volumen y la firmeza de su tono son deslumbrantes. Eso fue muy notorio en el último bis, cuando interpretó la popular y melodiosa “Candy” sin que se extrañara la estupenda voz de Kate Pierson, que lo acompañaba en la versión original.

El repertorio fue el ideal para un artista que visita por primera vez un país; arrancó con una seguidilla infernal compuesta por “I Wanna Be Your Dog”, “The Passenger”, “Lust for Life”, y dejó la barra tan alta que hacía temer que el show no pudiera mantener ese grado de intensidad. Pero la mantuvo, no sólo por el desempeño de la banda, sino también por la inteligente selección de canciones, que combinó los clásicos de The Stooges -“Loose”, “Down on the Street”, “1969”, “Search and Destroy”, “Raw Power”- con varios temas de sus enormes discos solistas de 1977 (The Idiot y Lust for Life), hits relativamente más recientes como “Real Wild Child”, “Skull Ring” y “Gardenia”, y alguna rareza como el simple “Repo Man”. Lo mejor de la noche, al menos para quien esto escribe, fueron las incursiones en las canciones de The Idiot, más experimentales, oscuras y nocturnas, incluyendo la repetitiva “Mass Production”, que cerró la primera parte del show dejando a unos cuantos preguntándose qué diablos habían escuchado. Fue en temas como este que Iggy Pop hizo recordar que, aunque personifica como pocos artistas todo lo que relacionamos con la esencia más pura del rock, su música no es de género, y su inspiración -si bien es blusera-, es una versión minimalista, violenta y claustrofóbica de esta música y -algo extraño para un artista instrínsecamente estadounidense- con un notorio aire propio de las vanguardias europeas.

Y ese algo -peligroso y salvaje, oscilando entre la emotividad y el nihilismo destructivo- sigue presente en el show de Iggy Pop. No importa que el concierto haya estado compuesto por exactamente los mismos temas de los shows que lo precedieron, ni que Pop -lo bastante tribunero como para comandar cánticos onomatopéyicos, arengar acerca de su propia rebeldía y hasta ponerse una remera de Luis Suárez- haya convertido su antiguo y autodestructivo desempeño de kamikaze escénico en una performance estudiada y profesional, ni que el hombre llegue por primera vez a Montevideo varias décadas después de los tiempos en que era una figura realmente crucial. A pesar de todo esto, hay algo en la eterna agresividad de su música, en su puro carisma animal, que hace que el show no sea un parque temático de Iggy Pop, ni un tributo a la nostalgia, ni una representación de algo que era un acontecimiento. Las canciones de Pop y The Stooges, varias de ellas con más de cuatro décadas de escritura, todavía conservan esa pulsión de enorme vitalidad y no menos enorme fijación autodestructiva que las mantiene peligrosas (“peligro” es una palabra clave en todo el concepto de Iggy y The Stooges), y que interpela a la mayor parte de la música actual, exponiendo su falta de pasión, su carácter especulativo y su cobardía, tanto vital como creativa. La música de Pop sigue escupiendo fastidio y desprecio hacia un mundo que no está tan vivo como debería estarlo, que no se anima a caminar por las cornisas y los bordes, que nunca va a llamar a la Hermana Medianoche desde la Casa de la Diversión.

“Chau, motherfuckers”, dijo Iggy y abandonó el escenario sonriendo, pareciendo el hombre más joven en un Teatro de Verano lleno de personas que se preguntaban qué era eso que les había pasado por arriba. Demoró, pero finalmente Iggy Pop llegó, vio y venció. Se va a hablar mucho sobre esa noche.